BURGOS MEDIEVAL: ALFONSO XII O LA FARSA DE AVILA. -Por Francisco Blanco-

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En el lado izquierdo de la Capilla Mayor de la Cartuja de Miraflores, muy cerca del impresionante Retablo mayor, dorado, según una leyenda, con el oro que Colón trajera de América en su primer viaje, y enfrente del no menos impresionante sepulcro de los fundadores, Juan II de Castilla e Isabel de Portugal, se encuentra el de su hijo, el Infante D. Alfonso, cuyos restos fueron los primeros que reposaron en el recién inaugurado monasterio. En dicho sepulcro, obra, como el de los reyes y el Retablo, del genial escultor Gil de Siloé, bajo un arcosolio cairelado, enmarcado por dos esbeltas columnas, se puede admirar la estatua del infante D. Alfonso, arrodillado en actitud orante sobre un reclinatorio, con un libro de oraciones abierto sobre un cojín.

D. Alfonso de Trastamara y Avis, fue el último hijo del rey Juan II, habido en su segundo matrimonio con doña Isabel de Portugal. Había nacido en el 1453, dos años después de su hermana, doña Isabel de Trastamara y Avis, que llegaría a ser reina de España con el nombre de Isabel I la Católica. Anteriormente, Juan II había estado casado con su prima carnal María de Trastamara, hija de Fernando I de Aragón, también conocido como el de Antequera. De este matrimonio nacieron cuatro hijos, pero sólo sobrevivió el último, Enrique, que heredó la corona de Castilla con el nombre de Enrique IV, al que se le conoce como el Impotente.

En realidad, puede decirse que los tres hijos supervivientes de Juan II ciñeron sobre sus cabezas la corona del reino castellano, aunque, evidentemente, cada uno en circunstancias muy dispares:

Enrique, el primogénito y por consiguiente legítimo heredero, se sentó en el trono el año 1454, dando comienzo a los veinte años de uno de los reinados más complicado, azaroso y desafortunado de nuestra historia, que ya es decir. A este monarca, de carácter débil e indeciso y naturaleza enfermiza, aunque muy culto y de refinados modales, se le acumulaban los problemas sin necesidad de buscarlos. Siendo Príncipe de Asturias, y con tan sólo quince años, se casó con su prima Blanca de Navarra, con la que, según parece, no llegó a consumar el matrimonio, razón por la cual en 1453 solicitó la anulación al Papa Nicolás V, alegando “impotencia perpetua, pero sólo con su mujer, no con las demás”. Concedida la anulación, se casa de nuevo con otra prima, Juana de Portugal, que parece ser fue su primer y único amor. Este matrimonio, al parecer, sí llegó a consumarse, pues en 1462 nace una niña, a la que llaman Juana que, ese mismo año, es nombrada Princesa de Asturias por las Cortes de Madrid. Pero lo que parecía transcurrir por los cauces de la normalidad no tardó en derivar por otros mucho más escabrosos. Su falta de tacto político, otorgando favores y privilegios a D. Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, que había llegado a la Corte como simple paje, le creó la enemistad de un grupo de presión mucho más fuerte, encabezado por D. Juan de Pacheco, marqués de Villena y el arzobispo de Toledo D. Alonso Carrillo, al que se unieron los Zúñiga, los Benavente, los Pimentel, los Enriquez y los arzobispos de Sevilla y Santiago, que se coaligaron con el firme propósito de destronar a D. Enrique, sustituyéndole por su hermanastro el Infante D. Alfonso, que a la sazón contaba 13 años de edad y era, por consiguiente, fácil de manejar.

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Su primera acción fue elaborar el “Manifiesto de Burgos” de 1464, en el que se pone en entredicho la gestión de gobierno llevada a cabo por el rey, la protesta en su contra de numerosas ciudades, pero, especialmente, rechazaron de plano la sucesión al trono de su hija Juana, de la que negaban su paternidad, atribuyéndola a los amores adúlteros de la reina doña Juana con su nuevo favorito, el citado D. Beltrán de la Cueva. La presión de estos poderosos nobles obliga al pusilánime monarca a claudicar, reconociendo los derechos de su hermano. Los envalentonados nobles y obispos publican al año siguiente la “Sentencia de Medina del Campo”, totalmente desfavorable al rey, que deslegitima por completo a la princesa doña Juana. Esta vez el rey reacciona en contra de los rebeldes nobles, emprendiendo una campaña militar, con la ayuda de los nobles que seguían siéndole fieles y la de su pariente, el rey Alfonso V de Portugal (1), con objeto de acabar con los insurgentes e imponer y afianzar su autoridad real, muy erosionada y en entredicho.

La Liga antimonárquica, atrincherada en Avila, en una vergonzosa ceremonia, conocida como “La Farsa de Avila”, depone a Enrique IV, y nombra a su hermanastro, allí presente, rey de Castilla con el nombre de Alfonso XII. El cronista Enriquez del Castillo nos lo cuenta así: “…mandaron hacer un cadahalso fuera de la cibdad en un grand llano, y encima del cadahalso pusieron una estatua asentada en una silla, que descían representar la persona del Rey, la cual estaba cubierta de luto”.

Después leyeron sus cuatro acusaciones al monarca: “Que por la primera, merescía perder la dignidad Real; y entonces llegó D. Alonso Carrillo, Arzobispo de Toledo, é le quitó la corona de la cabeza. Por la segunda, que merescía perder la administración de la justicia; así llesgó D. Alvaro de Zúñiga, Conde de Plasencia, é le quitó el estoque que tenía delante. Por la tercera, que merescía perder la gobernación del Reyno; é así llegó D. Rodrigo Pimentel, Conde de Benavente, é le quitó el bastón que tenía en la mano. Por la quarta, que merescía perder el trono é asentamiento de Rey; é así llegó D. Diego López de Zúñiga, é derribó la estatua de la silla en que estaba, gritando: A tierra puto”. La ceremonia concluyó con la coronación del infante de trece años, D. Alfonso, como nuevo rey de Castilla, al grito de “Castilla por el rey don Alfonso”.

Como consecuencia de esta farsa, una nueva guerra civil se iba a desarrollar por el reino castellano. El rey Enrique y sus seguidores, en el 1467, consiguieron derrotar a los rebeldes en la batalla de Olmedo, pero la cuestión de quien se quedaba con el trono quedó mucho más despejada al año siguiente, con la súbita e inesperada muerte del joven Alfonso XII, al que ya se le conocía con el apelativo de “el Inocente”.
La Muerte, esta vez prematura y misteriosa, volvía a ejercer su lúgubre arbitraje en momentos trascendentales de nuestra historia, eliminando de la escena a uno de sus principales protagonistas.

¿Cuáles fueron las verdaderas causas del extraño fallecimiento de aquel joven príncipe, aspirante a rey?. A falta de enfermedad previa, descartada la guerra, la peste y el asesinato con violencia, la teoría del envenenamiento empezó a tomar consistencia y a circular por las villas y ciudades del reino como el verdadero causante de aquella muerte. Pero, ¿cómo se produjo dicho envenenamiento?. La imaginación popular elaboró numerosas fórmulas, pero la afición de D. Alfonso a las empanadas dio pie a la creencia de que murió después de engullirse una apetitosa empanada de truchas que, naturalmente, estaba envenenada. La verdad, en este caso, nunca se sabrá y siempre viajará acompañada de la leyenda. Un descendiente suyo indirecto, el emperador Carlos de Austria, también fue muy aficionado a las empanadas y los escabechados de trucha.

Lo cierto es que el rey Enrique no supo aprovechar ni su victoria militar en Olmedo, ni la desaparición de su hermanastro, para someter a los levantiscos nobles, que ahora alzaron sus banderas para defender los derechos de doña Isabel, su otra hermanastra, a sucederle en el trono, siempre con detrimento de los de su joven hija Juana, a la que ya se la conocía como la Beltraneja, en clara alusión a la bastarda paternidad del favorito del rey, D. Beltrán de la Cueva.

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De forma absolutamente incomprensible, al menos desde el punto de vista político, en una reunión con doña Isabel, celebrada el 18 de setiembre de 1468, en la villa abulense de El Tiemblo, el rey firmó el conocido como “Pacto de los Toros de Guisando”, por el que desposeía a su hija Juana de todos sus títulos y derechos, incluido el de Princesa de Asturias, traspasándoselos a su hermanastra doña Isabel, a la que reconocía como única y legítima sucesora.

Pero aquí no acaba esta nueva comedia; parece ser que en dicho pacto existía una cláusula que prohibía a doña Isabel contraer matrimonio sin el consentimiento de D. Enrique. A despecho del mismo, al año siguiente doña Isabel se casa secretamente en Valladolid con su primo D. Fernando, heredero del trono aragonés.

Este matrimonio, que frustra los proyectos matrimoniales que había elaborado D. Enrique para su hermanastra, hace reconsiderar al rey su decisión. El pacto de los Toros de Guisando quedó revocado en otro símil de comedia, conocida como la “Ceremonia del Valle de Lozoya”, celebrada el 26 de octubre de 1470 en el monasterio cartujo de El Paular, que fundara su abuelo Juan I. En esta ceremonia estaba presente la joven princesa doña Juana, acompañada y protegida por los Mendoza, familia que se había hecho cargo de su custodia; también se encontraban numerosos miembros del alto clero y la nobleza, partidarios, como los Mendoza, de la legitimidad de doña Juana.

Actuó de presidente el cardenal de Albí, ante quien el rey D. Enrique y su esposa, doña Juana de Portugal, besando la cruz de su pectoral, juraron ser los auténticos y legítimos padres de la joven princesa, que a la sazón tan sólo contaba ocho años de edad. Esta ceremonia, con muchos visos de farsa puesto que por entonces la reina doña Juana tenía por amante al caballero D. Pedro de Castilla y Fonseca, biznieto del rey Pedro I el Cruel, con el que incluso había tenido dos hijos gemelos (2) (acabaría siendo repudiada por su esposo antes de morir), sólo sirvió para que la poderosa nobleza volviera a dividirse en dos bandos: los legitimistas, partidarios de Enrique y de su hija Juana y los que seguían apostando por la infanta doña Isabel, que defendían la validez del pacto de los Toros de Guisando y acusaban al rey y a la reina de perjuros. Curiosamente, esta boda secreta entre los dos primos, que tuvieron que falsificar una bula papal para poder llevarla a cabo, originó que el Marqués de Villena y parte de sus seguidores, cambiasen de bando convirtiéndose en defensores de los derechos de doña Juana.
Enrique IV murió el año 1474 dejando abierto y enconado el problema sucesorio. Un nuevo enfrentamiento armado, prolongación de la larga guerra civil, se encargó de dirimir quien de las dos aspirantes tenía más derechos a quedarse con el trono de Castilla.

La reina doña Juana, como la llamaban sus seguidores, por razones de estado se había casado con su pariente el rey de Portugal, que por edad podía ser su abuelo y, por lo tanto, contaba con el apoyo de su marido D. Alfonso V y con nobles tan poderosos como el ya citado D. Juan de Pacheco, marqués de Villena. El bando isabelino seguía contando con el arzobispo Carrillo, los Zúñiga, los Pimentel, los Tendilla y, especialmente, la nobleza aragonesa, a las órdenes de su esposo Fernando.

Sorprendentemente, la plaza fuerte de Burgos, supuestamente feudo isabelino, cayó en manos de los partidarios de “la Beltraneja”, encabezados por el obispo Luis de Acuña, pero tuvieron que capitular a los pocos días por falta de apoyo desde el exterior. Efectivamente, el 1 de marzo de 1476 Alfonso V y su ejército fue vencido y detenido en la batalla de Toro por las tropas de Isabel y Fernando, cuando acudía a socorrer a la ciudad burgalesa, sitiada precisamente por D. Fernando de Aragón.

La guerra se prolongó hasta el año 1479, en el que se acordó por ambos bandos el Tratado de Alcaçovas, que desposeía definitivamente a doña Juana la Beltraneja de todos sus derechos, incluso se anuló su matrimonio con el anciano rey de Portugal, nombrándose reina de Castilla a su tía doña Isabel I.

La reina depuesta se retiró, defraudada y humillada, al monasterio de Santa Clara de Coimbra, en el que profesó y donde acabó sus días (3).
La nueva reina, doña Isabel, con la ayuda de su esposo, que poco después se convertiría en Fernando II de Aragón, dieron un giro de ciento ochenta grados a la política castellana, y también a su historia futura. La Historia les conoce como los Reyes Católicos.

NOTAS

(1) Alfonso V de Portugal era hijo de Leonor de Aragón, hija del rey de Aragón Fernando I el de Antequera, hermano de Enrique III el Doliente.
(2) Pedro Apóstol de Castilla y Portugal yAndrés de Castilla y Portugal.
(3) Por el tratado conocido como las Tercerias de Moura Juana la Beltraneja era desposeída del trono de Castilla y de todos sus títulos de nobleza.

Paco Blanco, Barcelona, abril 2010.

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