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LA GASTRONOMÍA CON CARLOS IV. LOS CANGREJOS DE RÍO. -Por Francisco Blanco-.

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En la persona de Carlos IV, octavo hijo de Carlos III y María Amalia de Sajonia, se daban dos circunstancias curiosas: No era español, pues había nacido en Nápoles el 11 de noviembre del 1748 y su antecesor, Felipe Antonio, séptimo hijo e infante de España, fue excluido de la sucesión al trono, primero de Nápoles y después de España, debido a su condición de deficiente mental. Su llegada al trono, el 14 de diciembre de 1788, casi coincide con el estallido de la Revolución francesa, que conmovió enormemente todas las estructuras de la sociedad europea, incluida la española. La manifiesta falta de carácter del nuevo rey pronto provocó que dejase las tareas de gobierno en manos de su esposa María Luisa de Parma y de su valido Manuel Godoy, de quienes se rumoreaba que eran amantes. Los resultados fueron un enorme desbarajuste administrativo y un empobrecimiento del país, que puso en grave peligro la estabilidad del “Antiguo Régimen”. De sus antepasados conservó una gran pasión por la caza, lo que le mereció el sobrenombre de “el Cazador”. Sobre esta pasión corría por la Corte una anécdota, según la cual estando el rey en una de sus habituales cacerías por Candelario (1), se encontró con un choricero que le obsequió con uno de los chorizos que llevaba en las alforjas. El rey quedó tan encantado que le nombró proveedor oficial de la “Casa Real” con estas palabras: “Ricos de veras son tus chorizos y desde ahora te nombro proveedor de la Real Casa”.(2)

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En el tema alimentario las costumbres anteriores sufrieron pocos cambios. Carlos IV tenía gustos sencillos, llegando incluso a reducir el ostentoso y largo ceremonial que se utilizaba en los banquetes oficiales de Palacio. Prefería las comidas privadas con familiares o cortesanos de su confianza. Al cocinero Pedro Luis Concedieu le nombró Veedor de Viandas y el cocinero francés Antonio Leclair pasó a ocupar el puesto de Cocinero de Boca de S.M. hasta que falleció en el 1791, siendo sustituido por el cocinero español Manuel Rodríguez, que permaneció hasta su fallecimiento en el 1802. Para sustituirle se designaron otros dos españoles, José Travieso y Gabriel Álvarez, que ya llevaban muchos años trabajando en las cocinas de Palacio. El puesto de Concedieu, que murió en el 1803, lo ocupó Juan Benítez. Muchos cambios de personal, como se ve, pero pocas variantes alimentarias. Naturalmente a estos últimos nombres de raigambre española, que ya representan en sí un cierto cambio, hay que añadir el numeroso personal de servicio que trabajaba en las cocinas de Palacio, a cuyo frente estaba el jefe de los Oficios de Boca, Manuel Yuste, otro español.

El Gobierno estaba prácticamente en manos del favorito Manuel Godoy, quien además de ser colmado de honores y riquezas, hizo y deshizo a su gusto, aunque con escasos resultados positivos para el país, sumido en una tremenda crisis económica. Entra sus reformas figura un Reglamento aprobado en junio del año 1794, dedicado al control de transporte de  viajeros y mercancías. Uno de sus artículos decía lo siguiente:

“Qué las Posadas estén bien abastecidas de paja y de cebada para las bestias y   de los alimentos necesarios para los viajeros”.

Se sentó en el trono español desde el 14 de diciembre del 1788, hasta el 19 de marzo del 1808, fecha en que, a causa del Motín de Aranjuez, promovido por su propio hijo Fernando,  se vio obligado a abandonar rápidamente España, en compañía de su esposa María Luisa, no sin antes abdicar, alegando achaques de salud, a favor de su hijo Fernando, el promotor del motín, que de esta manera se convirtió en el rey Fernando VII. Su alegato fue el siguiente:

“Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en clima más templado de la tranquilidad de la vida privada; he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo el Príncipe de Asturias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como Rei y Señor natural de todos mis reinos y dominios”.

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La triste realidad es que Carlos IV nunca supo ni quiso asumir las tareas del gobierno. Pasó su niñez en la Corte de su padre en Nápoles, donde ya mostró sus limitadas dotes intelectuales, lo suyo eran los trabajos físicos y manuales, aunque también le gustaba la música y tenía una cierta facilidad con los idiomas. También le gustaban las risas y las bromas, pero su humor era muy variable, pasando con facilidad de la broma a la ira. Su padre, Carlos III, era plenamente consciente de las limitaciones de su hijo, pero sus consejos y sus recomendaciones cayeron en saco roto. De su aspecto físico destacaba su cabeza pequeña, nariz gruesa y ojos grandes de mirada infantil, era de alta estatura y constitución atlética, lo que le permitía practicar toda clase de deportes, aunque su gran pasión siempre fue la caza, para cuya práctica poseía una magnífica colección de armas.

Se casó en el año 1765 con su prima carnal María Luisa de Borbón-Parma, que quedó 24 veces embarazada, pero sólo hubo 14 nacimientos, de los que únicamente 7 llegaron a la edad adulta. El 14 de octubre del 1784 se produjo el noveno alumbramiento, un varón que llegaría a ser rey de España con el nombre de Fernando VII. El 29 de marzo del 1788 llegó el décimo, otro varón, de nombre Carlos María Isidro, conde de Molina, fundador del carlismo y pretendiente al trono de España a la muerte de su hermano.

El canónigo toledano Juan Escoiquiz, hombre de confianza de Godoy y preceptor del príncipe Fernando, en sus “Memorias”, escribe lo siguiente sobre la reina: “Una constitución ardiente y voluptuosa…. Y una sagacidad poco común para ganar los corazones que… le había de dar… un imperio decisivo sobre su joven esposo del carácter de Carlos, lleno de inocencia y aún de total ignorancia en materia de amor, criado como un novicio, de solo dieciséis años, de un corazón sencillo y recto y de una bondad que daba en el extremo de la flaqueza… A sus brillantes cualidades juntaba un corazón naturalmente vicioso incapaz de un verdadero cariño, un egoísmo extremado, una astucia refinada, una hipocresía y un disimulo increíbles y un talento que… dominado por sus pasiones, no se ocupaba más que en hallar medios de satisfacerlas y miraba como un tormento intolerable toda aplicación a cualquier asunto verdaderamente serio… obligándola a dar al favorito más inexperto las riendas del gobierno, siempre que él supiera aprovecharse del ascendiente absoluto que, a falta de amor, le daba el vicio sobre su alma corrompida”.

No parece que haya dudas sobre el hecho de que María Luisa, reina consorte, era además la amante del primer ministro y príncipe de la Paz, el pacense Manuel Godoy, el misterio se sigue manteniendo en saber cuántos, de los 14 hijos que tuvo la reina fueron engendrados por su amante. Según comunicó la propia reina a su confesor Fray Juan de Almaráz: Ninguno de mis hijos lo es de Carlos IV y, por consiguiente, la dinastía Borbón se ha extinguido en España”. Esto no se lo dijo en confesión, por lo que no puede ser considerado como “secreto de confesión, pero es que, según lo que el propio Fray Juan de Almaráz escribió,  el 8 de enero de 1819, la reina María Luisa antes de morir le transmitió que: “Ninguno, ninguno de sus hijos e hijas, ninguno era del legitimo matrimonio, lo declaraba para descanso de su alma y que el Señor le perdonase”. ¿Decía la verdad la reina al encararse con el más allá?. Nunca se sabrá, pero si se analizan las características físicas y personales de los hijos que alcanzaron la edad adulta, vuelven a surgir las dudas. Fernando VII, que se enteró de estás declaraciones, en las que se ponía en cuestión su legitimidad, decidió encerrar a Fray Juan de Almaráz en el castillo de Peñíscola, donde permaneció hasta su muerte.

En el 1812 Napoleón permitió que Carlos IV y su esposa abandonaran el Castillo de Compiegne, en el que habían permanecido encerrados durante cuatro años y se trasladasen a Roma, donde permanecieron hasta su muerte. La reina María Luisa fallece el i de enero del 1819, y su esposo Carlos IV, con la salud muy deteriorada a causa de la gota, la sigue pocos días después, el 19 de enero. Ambos descansan en el Panteón del Real Monasterio del Escorial.

Charles Talleyrand, destacado estadista francés, sacerdote monárquico y anti revolucionario, afirmaba que: ”Nunca más se comerá en Francia como durante el “Ancien Regime”, lo cual puede ser cierto si se considera como una visión aristocrática de la gastronomía, que no tiene en cuenta que la inmensa mayoría de la población pasaba hambre o tenía dificultades para alimentarse correctamente. Esta situación también se puede aplicar a la España del XIX, sin demasiado temor de equivocarse. La realeza y la nobleza no comían por necesidad, sino por diversión y para competir entre ellos por ver quién ofrecía las comidas más caras, exóticas y lujosas.

La realidad es que la rápida desaparición de la aristocracia francesa por diferentes motivos, provocó que muchos cocineros al servicio de la Corte y la nobleza se  quedasen en el paro, incluso hubo uno, el maître Vatel, que se suicidó. Como alternativa para seguir ganándose la vida, muchos de ellos abrieron sus propios restaurantes, en los que también encontraron trabajo buena parte de los que habían estado al servicio de los grandes señores. En la actualidad todavía permanece abierto uno de estos grandes restaurantes, “Le Grand Véfour” en el Palais Royal. Naturalmente en España los cambios no fueron tan radicales ni tan drásticos y se fueron produciendo mucho más paulatinamente. El Directorio y el Imperio napoleónico acabaron con el Terror y la revolución popular, pero muchas cosas habían cambiado para siempre, dando paso a otras, como la parición de los nuevos ricos, una especie de nobleza alternativa.

Napoleón Bonaparte no estaba por la buena mesa, tenía otras preocupaciones y otras prioridades y estaba acostumbrado a comer como lo que era: un soldado. Sin embargo, una vez coronado Emperador y asentado en el trono francés, los consejos de su ministro Tayllerand le hicieron cambiar de opinión: “Sire, dadme cacerolas y os daré Diplomacia”, le dijo y parece que Napoleón le entendió, pues mandó adquirir el castillo de Valençay (3), en cuyos salones volvieron a ofrecerse suntuosos banquetes, con lo que la cocina clásica francesa fue recuperando su pasado esplendor. Dos famosos cocineros contribuyeron a esta recuperación, Antoine Careme y Jean Bouchet.

La aportación de Napoleón a la gastronomía es muy escasa y se puede reducir a un único plato que se hizo famoso al tiempo que la batalla de Marengo, que tuvo lugar en el Piamonte italiano el 14 de junio del 1800 entre el ejército francés, mandado por Napoleón y la Segunda Coalición de las potencias europeas contra Francia. Al anochecer, cuando ya las tropas austríacas empezaban a retirarse, a Napoleón, que llevaba más de 14 horas a caballo dirigiendo y animando a sus hombres, le entró un súbito y voraz apetito, ordenando a su cocinero Dunan que preparara la cena para él y sus generales. El pobre Dunan, que estaba prácticamente desabastecido, tuvo que ingeniárselas como pudo para presentar una mesa medianamente aceptable con unas exiguas materias primas: “Organizó un pequeño comando y se dirigió a la pequeña aldea piamontesa de Marengo, abandonada por sus habitantes y ardiendo pos su cuatro costados, obteniendo como magro botín un pollo, algunos huevos, varios tomates, harina, ajos, aceite, una botella de vino blanco y, como cosa exótica, unos cuantos cangrejos de río. Con tan exiguo material, el buen Dunan tuvo que forzar su imaginación para ofrecer una cena medianamente aceptable: Decapitó el pollo, lo desplumó y vació, lo trinchó, lo enharinó y lo puso a dorar en una cacerola con aceite caliente, con un frasquito de coñac, que siempre llevaba para su consumo personal (posiblemente para combatir la angustia de la guerra), flameó el pollo, añadió parte del vino blanco, los tomates troceados, los ajos aplastados y aromatizó el conjunto con romero y tomillo, que crecía en los mismos campos en que estaba asentado el campamento, su duda era si debía añadir los cangrejos de río al guiso, finalmente se decantó por hacerlo, cuando estuvo el guiso listo, lo adornó con los huevos fritos requisados y lo presentó a la mesa. Como era su costumbre, Napoleón engulló la cena sin hacer ningún comentario sobre su calidad. El peligro había pasado, el intendente-cocinero Dunan había salido airoso del difícil compromiso en que se había visto implicado, lo que no sabía aún es que acababa de inventar un plato que iba a alcanzar renombre internacional: el pollo a la Marengo. Cuando a la noche siguiente volvió a preparar una cena similar, con menos prisas pero sin cangrejos, el futuro emperador, después de engullirla en silencio como siempre, ante el asombro de sus generales mandó a llamar a su presencia al jefe de cocina; un tanto amoscado, se presentó  Dunan ante Napoleón, este, después de mirarle inquisitivamente, le pregunta:

-Dunan, ¿no le faltaba algo a esta cena?

-Si, sire, los cangrejos-respondió el cocinero.

-A partir de ahora no quiero que falten-, fue la respuesta de Napoleón.” (4)

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El plato se hizo famoso en muy poco tiempo, pasando a ser uno de los más solicitados en los nuevos y lujosos restaurantes franceses, especialmente los de Paris. Los miembros de la “nueva alta sociedad” surgida a partir del fracaso de la Revolución, se convirtieron, de la noche a la mañana, en expertos y sofisticados “gourmets”, que sólo comían en los restaurantes más caros y selectos.

Naturalmente el plato, con el paso del tiempo, fue sufriendo diferentes variaciones, en función de la zona, los cocineros, etc., siendo los cangrejos uno de los ingredientes que primero desapareció, aunque al principio su consumo se había disparado.

En la cuenca fluvial burgalesa abundaba, entre otras muchas especies, el rico cangrejo de río, muy presente, hasta su lamentable desaparición, tanto en las mesas familiares, como en las de los figones, mesones, tabernas, fondas y restaurantes, así como en las mesas palaciegas y aristocráticas. A continuación vamos a transcribir una vieja receta de cómo se preparaban en Burgos (5):

 “Hace ya unos cuantos años que el cangrejo autóctono de río se desarrollaba en abundancia por numerosos ríos, riachuelos y arroyos de la cuenca fluvial burgalesa, por lo que, durante la época de pesca, era un plato frecuente y apreciado en las mesas burgalesas, frecuente por su abundante captura y asequible precio, apreciado por el peculiar sabor del rey de los crustáceos fluviales. Resultaba impensable que ningún visitante de la ciudad de Burgos la abandonase sin haber visitado la catedral y degustado los sabrosos cangrejos de río. No voy a exponer aquí las causas, pero de la citada abundancia se ha pasado a su práctica desaparición, sin que, lamentablemente, a estas fechas ni siquiera se atisbe ninguna posibilidad de recuperar la especie autóctona. La receta que presentamos a continuación, en consecuencia, solamente es virtual, ya que para convertirla en real hay que sustituir el casi inexistente cangrejo autóctono por el importado, principalmente desde las marismas andaluzas, el cual, con todos mis respetos, desde el punto de vista gastronómico no se le puede comparar.

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Preparación : En una cazuela de barro se calientan unos cuantos ajos pelados y machacados, una hoja de laurel, sal, guindilla picada y pimienta negra molida, cuando empiecen a dorarse los ajos se añaden los cangrejos y se rehogan, regándoles con un buen chorro de coñac, flameándolo todo hasta que se reduzca el alcohol.  Añadirle a continuación unas cucharadas de salsa de tomate, dejar que se rehogue todo un poco más y quedan listos para servir. 

Un vino: Como los cangrejos de río constituyen un plato típicamente burgalés, consecuentemente se han de regar con un vino igualmente típico de Burgos, yo me inclinaría de nuevo por un clarete joven de la Ribera del Duero, de la zona de Aranda, La Horra, Sotillo, Anguix, ect. , todos son perfectamente adecuados para acompañar un buen plato de cangrejos.

Un postre: ¿Qué tal  unos bartolillos, crujientes y calentitos para rematar esta comida?

Bartolillos : Para preparar la masa se pone la harina en un recipiente, mezclada con 3 cucharadas de café de levadura Royal , dándole forma de montañita en cuya cima abriremos una especie e cráter, en el que se depositará la mezcla formada por un huevo, el vino blanco,  el aceite de girasol previamente frito y templado y la sal, mezclándolo todo y trabajándola hasta obtener una pasta jugosa que dejaremos reposar.

Para preparar la crema “pastelera” se pone a hervir la leche con canela y corteza de limón. En cazuela aparte se echan las yemas de huevo disueltas con azúcar y maicena, sobre esta cazuela verteremos la leche, que ha de estar casi fría, poniéndola acto seguido al fuego sin dejar de removerla y que hierva durante unos minutos. La retiramos del fuego y cuando  comience a enfriarse se añade la mantequilla, en el momento de rellenar los bartolillos la crema ha de estar fría. Finalmente, sobre una mesa, extenderemos la masa con un rodillo, haciendo cortes de forma alargada, que rellenaremos con la crema, friéndolos acto seguido en una sartén con aceite de girasol abundante y muy caliente. A medida que los vayamos sacando de la sartén se  espolvorean con azúcar refinada. ¡Buen provecho!

Ingredientes :  Para 6 u 8 comensales: 250 gr. de harina, 3 cucharaditas de levadura, 2 cucharadas de maicena, 4 yemas de huevo, 3 cucharadas de azúcar, 1 taza de aceite de girasol, (el de freír aparte), 1 vaso de vino blanco, 50 gr. de mantequilla, canela en rama y 1 corteza de limón que se desecharán una vez hervida la leche”.

NOTAS

  • Candelario es un bonito pueblo de la provincia de Salamanca, situado en la Sierra de Béjar, de rica arquitectura mudéjar, en el que desde el año 2008 se puede visitar el “Museo de la Casa Chacinera”.
  • El pintor Francisco Bayeu, cuñado de Goya, lo inmortalizó en su cuadro “El choricero José Rico de Candelario”.
  • En este castillo estuvieron albergados los reyes de España Carlos IV y Fernando VII cuando Napoleón invadió España.
  • El texto en cursiva pertenece a mi obra “Sobre el Comer y el Beber, Misceláneas Histórico-Gastronómicas”.
  • Esta receta está incluida en mis “Recetas Burgalesas”.

Autor Paco Blanco, Barcelona, junio 2018

EL MILAGRO DE LA PERDIZ CON TOCINO -Por Francisco Blanco-.

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El 14 de febrero del año 1580, en el Real Alcázar madrileño tuvo lugar el quinto parto de Doña Ana de Austria, esposa y también sobrina del poderoso monarca español D. Felipe II de Austria. El parto, como ocurriera en los cuatro anteriores, transcurrió con absoluta normalidad, con la diferencia de que en esta ocasión la recién nacida era una niña. Sin embargo, sin que nadie atinara con las causas, la reina, en lugar de recuperarse con la normalidad acostumbrada, comenzó a sentir una total inapetencia, que la fue dejando sin fuerzas, dejándola postrada y exhausta en su lecho. Ante este rápido deterioro de su salud se empezó a temer por su vida, siendo incapaz el equipo médico habitual, encabezado por el prestigioso doctor burgalés D. Francisco Vallés (1), de encontrar el diagnóstico correcto que les permitiera recetar el tratamiento adecuado.

El doctor Vallés afirmó: “Físicamente su cuerpo no presenta alteración alguna, más bien su espíritu, que está trastornado y se empeña en huir del cuerpo. Y si la egregia paciente no pone empeño en impedirlo, me temo que la ciencia resultará impotente para evitar el fatal desenlace que todos nos tememos”.

Ante tan desconsolador pronóstico, el rey, angustiado ante la perspectiva de quedar viudo por cuarta vez, a pesar de la confianza que tenía depositada en su Médico de Cámara, al que le había concedido el seudónimo de “Divino Vallés” como premio a las numerosas y milagrosas curaciones que le había realizado, especialmente de su congénito “mal de gota”, decidió renunciar a la ciencia médica y pedir ayuda a instancias más altas. Para ello, después de un largo rato de meditación, postrado ante una imagen de Jesucristo crucificado, suplicándole ayuda en tan difícil trance, decidió llamar a consejo al prestigioso teólogo agustino Fray Alonso de Orozco (2), predicador real nombrado por su padre el Emperador Carlos, que residía en el cercano monasterio de San Felipe el Real, situado en la Plaza Mayor de Madrid, muy próximo al Palacio Real (2)

Este agustino, a la sazón octogenario,  que ya había sido consejero del Emperador Carlos V, era muy conocido y apreciado en todos los estamentos de la Corte, donde gozaba por igual fama de santo y de sabio. En realidad, su abnegada y desinteresada entrega a las clases más populares y necesitadas le habían merecido el apelativo de “El Santo de San Felipe”.

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Una vez en presencia del rey, púsole éste en antecedentes del extraño mal que se había apoderado de la reina y de la incapacidad de sus médicos para atajarla:

-Si como parece, su mal atañe más al espíritu que al cuerpo-concluyó el apesadumbrado monarca-tal vez vos padre, que tan ducho sois en los negocios del alma, podríais encontrar el remedio que necesita la suya.

-Difícil me lo ponéis majestad, pues como vos bien sabéis, son muchas las acechanzas que ponen en peligro la salud de nuestra alma, aunque, gracias al Altísimo, también son muchos los remedios para atajarlas. Si su majestad lo permite, desearía visitar personalmente a la ilustre enferma-fue la respuesta del religioso.

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Una vez en los aposentos de la reina, Fray Alonso pidió al rey que les dejaran a solas, sentándose a la cabecera de la monumental cama donde yacía, entre sábanas blancas como sudarios, la reina Doña Ana de Austria, cuya lívida y enflaquecida faz la asemejaba más a un espectro que a la mujer joven y hermosa que hasta hacía muy poco tiempo había sido:

-Señora, vuestra alma os atormenta y vuestro cuerpo está tan débil que no ofrece ninguna resistencia. Deberéis fortalecer primero vuestro cuerpo para que se vayan aliviando las cuitas que tanto os agobian el alma-fueron las palabras del agustino.

Reunido de nuevo con el rey, el padre Alonso requirió pluma y papel donde redactar su receta. Cuando el rey la hubo leído, en el rostro del monarca, por lo general severo e impasible, se reflejó un gesto de enorme sorpresa:

-¿De verdad creéis Fray Alonso que éste es el remedio que necesita mi esposa?-preguntó en un tono en el que se mezclaban la duda y la perplejidad.

-Majestad, perdonad mi atrevimiento, pero con eso me siento capaz de resucitar a un muerto. Confiad en mí y serviros llamar a vuestro cocinero.

El remedio que había escrito el agustino se refería, ni más ni menos, que a la receta de una perdiz asada, aderezada con hierbas y acompañada de dos buenas lonchas de tocino. Cuando se presentó el cocinero mayor del rey, D. Francisco Martínez Montiño (3), le hizo saber lo que quería:

-Necesito una buena lumbre en los aposentos de la reina, que esté lo suficientemente cerca de su dormitorio como para que le llegue el olor del condimento. Además, una perdiz bien cebada, entera y limpia, grasa de cerdo, tomillo, romero y orégano para aliñarla, unas buenas rodajas de tocino fresco, un cuartillo de vino añejo de La Mancha y una jarra de agua-fue su solicitud.

Una vez dispuso de cuanto había pedido, untó la perdiz con la grasa, la sazonó con las especies y la puso a asar a fuego lento, dejando que fuera soltando su jugo, que despedía aromáticos y apetitosos efluvios, impregnando los aposentos de un sugestivo olor a buena comida, capaz de desatascar el más atascado de los gaznates y estimular el más decaído de los apetitos. Cuando la perdiz estaba a punto de hacerse la cubrió con las lonchas de tocino, que se doraron rápidamente. Considerando que todo estaba a punto, con la ayuda de las sirvientas de la reina, se dirigieron hasta el borde la cama, llevando una bandeja con la perdiz y el tocino y un vaso de vino, rebajado prudentemente con agua, para atenuar los efectos de su fuerte graduación.

Ayudado por la asustada sirvienta a incorporar la frágil figura de la reina, que curiosamente tenía los ojos abiertos y expectantes, después de murmurar a toda prisa una corta oración, acercó el vaso de vino a los labios de la enferma, animándola a que bebiese:

-Ánimo Majestad, bebed que esto os hará revivir-

Dos pequeños tragos consiguió que tomara la reina, mientras notaba que sus ojos le miraban con agradecida calidez.

Llegó después el turno del tocino, partido en pequeñas porciones y, poco a poco, con infinita paciencia, sin dejar de animarla y reconvenirla dulcemente, consiguió que engullera una de las lonchas. De la perdiz, que se había vuelto a poner al arrimo del fuego para que no se enfriara, tan sólo probó un poco de pechuga, que según indicación de su esposo, que permanecía en el aposento contiguo al dormitorio, prefería al muslo.

La ingesta fue lenta y laboriosa, la enferma necesitaba descansar entre bocado y bocado, pero cuando Fray Antonio consideró que era suficiente, las blancas y descarnadas mejillas de Doña Ana de Austria estaban cubiertas de un ligero arrebol.

Cuando después de haberla reconfortado también espiritualmente con otra oración, esta vez más larga y pausada, el religioso dejó sola a la reina, que se sumó en un placentero sopor, se encontró de nuevo con su soberano esposo, que le aguardaba expectante:

-¡Decid, decid Fray Alonso………!-

-¡Majestad, os puedo asegurar que no conozco a nadie que se haya resistido a una perdiz con tocino! Podéis quedar tranquilo majestad.

Pocas semanas tardó la reina en recuperarse y volver a sus habituales quehaceres en la corte, especialmente en los referentes a los cuidados de su hija recién nacida, de Diego y de Felipe, los dos varones que quedaban con vida y las dos infantas, Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, hijas de su regio esposo y de Doña Isabel de Valois, su antecesora en el trono y en el lecho.

La noticia de la sorprendente recuperación de la soberana corrió como un reguero por todos los rincones de la Villa y Corte: villanos y cortesanos, hombres y mujeres, nobles y plebeyos, frailes y mendigos, se hacían cruces de admiración y daban por hecho que la recuperación era un milagro del “santo de San Felipe”, es decir, de Fray Alonso de Orozco, que con su milagrosa receta de perdiz con tocino había incrementado notablemente su aureola de santidad. Fray Alonso murió varios años después, pasados los noventa, en auténtico olor de santidad. En el primer proceso que se abrió para su beatificación, la Infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, presente en la corte cuando estos hechos ocurrieron, fue una de sus grandes valedoras. Con el transcurso del tiempo, en 1882 León XIII le beatificó y finalmente, el 19 de mayo del 2202, Juan Pablo II le elevó definitivamente a los altares.

El epílogo de esta historia feliz, que algo tiene de cierta, lo constituyen unos hechos, históricos, eso sí, pero teñidos de tragedia:

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Hacía ya mucho tiempo, desde antes del nacimiento de su última hija, la infanta María, que el poderoso rey Felipe estaba metido en el negocio de Incorporar el vecino reino de Portugal a la corona española, haciendo valer para ello los derechos que le conferían el hecho de ser el tataranieto de Doña María de Aragón y Castilla, hija de los Reyes Católicos; bisnieto de Doña Catalina de Austria, reina de Portugal e hija de D. Felipe el Hermoso y Doña Juana de Castilla; hijo de Doña Isabel de Portugal y el Emperador Carlos V y, finalmente, esposo de Doña María de Portugal, su primera mujer. El acariciado sueño de la unión geográfica y política de todos los reinos de la Península Ibérica estaba a punto de hacerse realidad. Para ello contaba, además de con sus indiscutibles derechos dinásticos, con un poderoso ejército que el Duque de Alba había conducido hasta la frontera portuguesa desde tierras flamencas, atravesando media Europa. La muerte del rey portugués D. Enrique I el Piadoso, también conocido como Enrique el Cardenal, por haberle sido concedido el capelo cardenalicio, fue el detonante que impulsó a Felipe II a entrar en la lucha por su sucesión. El rey portugués había muerto sin heredero debido a que el Papa Gregorio XIII, aliado de los Hasburgo, le prohibió renunciar a sus votos eclesiásticos, lo que le obligó a mantener el celibato hasta su muerte. En el mes de junio de 1586, con el ejército dispuesto estratégicamente y la salud de la reina restablecida, Felipe II decidió trasladar la corte a Badajoz para estar lo más cerca posible del campo de operaciones.

Apenas se habían instalado los reyes y su numerosa comitiva en la ciudad extremeña, cuando una epidemia de gripe que ya había asolado Europa y que posiblemente llegó a España con la tropa, se extendió por el campamento militar español, alcanzando también a la comitiva real. Rápidamente, la epidemia comenzó a causar numerosos estragos. El poderoso Austria, en cuyos dominios nunca se ponía el sol, fue atacado por el mal, cayendo gravemente enfermo. Las altas fiebres se apoderaron de su cuerpo, no demasiado fuerte por su natural constitución, poniéndole al borde de la muerte. Pero esta vez el burgalés D. Francisco Vallés, su Médico de Cámara, aplicándole ventosas y cataplasmas en la cabeza, el pecho y la espalda, y haciéndole ingerir purgas por él mismo preparadas, consiguió que las fiebres cedieran y el enfermo empezara a ganarle la batalla a la terrible enfermedad. Es posible que las fervientes oraciones de su abnegada esposa, mujer de acendrada religiosidad, que no se apartó de su lecho durante  los largos días que permaneció entre la vida y la muerte, también coadyuvaran a que el rey saliera triunfante en su lucha contra la muerte.

Más de dos meses tardó el convaleciente rey en poder asumir nuevamente sus tareas de Estado, la ola más fuerte de gripe parecía haber cedido y el Duque de Alba permanecía acampado con sus tropas cerca de la divisoria con el país vecino, esperando las órdenes de su monarca. En la improvisada corte todo apuntaba igualmente hacia la normalidad perdida. Pero todavía faltaba lo peor: una buena mañana, mientras jugaba con la infanta María, su pequeño bebé, la reina se sintió presa de fuertes escalofríos e insistentes molestias en la garganta. Puesto de nuevo en aviso el doctor Vallés, este la ordenó que se metiera inmediatamente en el  lecho. La reina Ana también había contraído la temida gripe. La causa de su contagio posiblemente fuera el constante contacto que mantuvo con su esposo mientras duró su enfermedad, pero en esta ocasión la temida gripe agarró fuertemente a su presa. Pronto, altas fiebres y grandes trastornos intestinales agravaron su estado, sin que esta vez los cuidados del doctor Vallés surtieran efecto. Como medida preventiva y tal vez con la pequeña esperanza de que en el último momento interviniera la Divina Providencia como médico celestial, el doctor Vallés, que también era conocido como “El Divino”, decidió que trasladaran la enferma al Convento de Santa Ana de la capital pacense, regido por monjas clarisas que dejaron todas sus labores para dedicarse exclusivamente a cuidar a su real huésped.

Y en este convento franciscano, mientras D. Diego Gómez de la Madrid obispo de Badajoz, la suministraba los últimos sacramentos, Doña Ana de Austria, hija del Emperador Maximiliano II de Austria y esposa del todopoderoso Felipe II, exhalaba su último suspiro. Sus restos permanecieron en el convento franciscano, hasta que posteriormente fueron trasladados al Panteón Real del Escorial.

Felipe II llegó triunfante a Lisboa, donde fue coronado como Rey de Portugal. Su ambición se había cumplido, pero el coste resultó mucho más alto de lo esperado. No hubo ninguna otra mujer a su lado para compartir su lecho y su trono, de los cinco hijos que tuvo con su sobrina Ana, dos ya habían fallecido antes de ocurrir estos hechos; Diego Félix, Príncipe de Asturias, falleció en noviembre de 1582 y María, la última hija del matrimonio, murió en 1583, sólo quedó Felipe, el cuarto, nuevo Príncipe de Asturias que reinó como Felipe III a la muerte de su padre, pero tanto su vida como su reinado fueron bastante breves. Los Austrias fueron arrastrando su decadencia física hasta Carlos II, el último, que murió sin sucesión, dando paso a una nueva dinastía, los Borbones, que todavía los tenemos instalados en el trono español.

NOTAS:

  • Había nacido en Covarrubias el 11 de octubre del 1524 y era hijo de médico. Felipe II le nombró “Médico de Cámara y Protomédico General de todos los Reinos y Señoríos de España”. También se le conoce como “el Divino Vallés”.
  • Fue canonizado por Juan Pablo II el 19 de mayo del año 2002.
  • Francisco Martínez Montiño fue el Cocinero mayor de Felipe II, Felipe III y Felipe IV. Su obra más destacada es “Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería”.

Autor Paco Blanco, Barcelona marzo 2018

LA COCINA CAMBIÓ CON LOS BORBONES. -Por Francisco Blanco-.

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En el año 1700, tras la muerte sin heredero de Carlos II, la dinastía de los Borbones sucedió a la de los Austrias en el trono de España, y en él siguen.

El primer rey Borbón fue Felipe V, que era sobrino de Carlos II y nieto del rey Luis XIV de Francia, conocido como “El Rey Sol”.

Con la llegada de los Borbones, que tuvieron que afrontar una larga guerra civil, en la que intervinieron diversas potencias europeas,  antes de asentarse definitivamente en el trono, gracias a los tratados de Utrech y el de Rastadt, se produjeron numerosos cambios en el discurrir de la vida del país que afectaron directamente a muchos ámbitos, como el de la literatura, el arte, la ciencia y toda la cultura en general, y también en el de la enseñanza, la economía, la religión, las costumbres, la política, en la que el absolutismo cerrado de los Austrias se sustituyó por el ilustrado de los Borbones, y también en el de la gastronomía, en la que igualmente se impuso el modelo francés.

Con el Decreto de Nueva Planta se centralizó totalmente la administración y  se suprimieron muchos privilegios y fueros, como los de Valencia y Aragón, respetándose otros como los del país vasco y Cataluña. La factura final fue elevada, pues se perdieron definitivamente los territorios que nos quedaban en Italia y los Países Bajos, además de Menorca, que se recuperó posteriormente y el istmo de Gibraltar, que en el siglo XXI continúa en poder de los ingleses. Como datos positivos, en el 1712 se creó la Biblioteca Nacional y fueron apareciendo la Academia de la Lengua, la de Medicina y la de Historia. También se reformó la enseñanza universitaria y se crearon diversos Colegios Mayores y Academias. En año 1752, durante el reinado de Fernando VI se fundó la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

En la gastronomía, se impuso la influencia de la cocina francesa, pues los gustos del nuevo rey eran exclusivamente franceses, y si alguna influencia extranjera escuchaba, era la de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya, que además era prima suya y que tampoco manifestó mucho interés por lo español. Se casaron el día 2 de noviembre, un año después de ser coronado rey de España y en su primer banquete de bodas celebrado en España, tal como lo cuenta en sus “Memorias” el duque de Saint-Simón (1), embajador de Francia, ya comenzaron los litigios culinarios: Al llegar a Figueras el obispo diocesano los casó de nuevo con poca ceremonia y poco después se sentaron a la mesa para cenar, servidos por la Princesa de los Ursinos y las damas de palacio, la mitad de los alimentos a la española, la mitad a la francesa. Esta mezcla disgustó a estas damas y a varios señores españoles con los que se habían conjurado para señalarlo de manera llamativa. En efecto, fue escandaloso. Con un pretexto u otro, por el peso o el calor de los platos, o por la poca habilidad con que eran presentados a las damas, ningún plato francés pudo llegar a la mesa y todos fueron derramados, al contrario que los alimentos españoles que fueron todos servidos sin percances. La afectación y el aire malhumorado, por no decir más, de las damas de palacio eran demasiado visibles para pasar desapercibidos. El rey y la reina tuvieron la sabiduría de no darse por enterados, y la Señora de los Ursinos, muy asombrada, no dijo ni una palabra. Después de una larga y desagradable cena, el rey y la reina se retiraron”.

Esta imposición de la cocina francesa como cocina oficial, produjo bastante malestar entre la nobleza española de la Corte, que se resistía a la desaparición de la cocina tradicional española, que consideraban como un derecho y un patrimonio de todos los españoles, pero Felipe V seguía empeñado en imponer su proyecto culinario, no desaprovechando ninguna oportunidad de despreciar todo lo que oliera a comida española, tal como nos lo cuenta el mismo Saint-Simón, en su descripción de una cena que en el año 1721 ofreció el Virrey de Navarra a la familia real: “La comida no se hizo esperar; fue copiosa, a la española, mala; las maneras nobles, corteses, francas. Quiso obsequiarnos con un plato maravilloso. Era una gran fuente llena de un revoltijo de bacalao, guisado con aceite. No valía nada y el aceite era detestable. Por urbanidad comí cuanto pude”

Tampoco parece que el nuevo rey fuera un gourmet muy refinado ni exigente, a tenor de lo que sigue contando el mismo Saint-Simón: A diario tomaba su plato favorito: gallina hervida. La acompañaba con pócimas cuyas propiedades estimulaban su vigor sexual. Cada mañana, antes de levantarse, desayunaba cuajada y un más que dudoso preparado de leche, vino, yemas de huevo, azúcar, clavo y cinamomo. El duque de Saint-Simon, embajador especial de Francia, que se atrevió a probarlo, lo describió como un brebaje de sabor grasiento aunque reconoció que se trataba de un reconstituyente singularmente bueno para reparar la noche anterior y preparar la siguiente”. “El Rey come mucho y elige entre una quincena de alimentos, siempre los mismos, y muy simples. Su potaje es ‘chaudeau’ más vino que agua, yemas de huevo, azúcar, canela, clavo y nuez moscada. Lo toma también para cenar y nunca otro.Bebe poco y sólo vino de Borgoña”.

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Pero los criterios del nuevo rey acabaron por imponerse y la gastronomía francesa, refinada y opulenta, acabó desplazando a la tradicional española en las cocinas de la Corte, imponiéndose también entre la más encopetada nobleza. El pueblo llano, por el contrario, siguió alimentándose como lo había hecho durante siglos.

Felipe V enviudó en el mes de enero del 1714, pero en el mes de diciembre de ese mismo año se volvió a casar en segundas nupcias, esta vez con la italiana Isabel de Farnesio, flamante duquesa de Parma, personaje de gran personalidad, en contraposición de la dejadez y apatía del monarca, por lo que no tardó en tomar las riendas del gobierno. Uno de sus primeros actos fue nombrar Primer Ministro a su valedor el cardenal Alberoni. Tampoco mostró esta aristócrata italiana demasiada afición por las cosas españolas, sus objetivos se centraban en conseguir títulos y riquezas para su numerosa prole, pues en lo único en que se mostraba activo su indolente marido era en las relaciones sexuales, llegando a engendrarla hasta siete hijos, varios de los cuales acabaron con la testa coronada, que con los cinco que tuvo con su primera esposa suman la docena. Entre el pueblo la nueva reina era conocida como “la Parmesana”, pero no contaba con demasiada popularidad.

En lo que se refiere a la gastronomía, la cocina francesa y la italiana pasaron a ser las dominantes, al menos en los fogones de la Corte.

Dos cocineros franceses Pedro Benoist y Pedro Chatelain dirigían las cocinas de palacio, compraban los suministros, redactaban y preparaban las diferentes comidas de la numerosa familia real, bajo la supervisión del Marqués de Santa Cruz, Mayordomo de la reina y de D. Pedro Ramos, secretario del Rey y Controlador de la Casa Real: “Relación de las viandas que se sirven a los Reyes, las Princesas y las Infantas, así en Madrid como en los demás lugares donde resida la Corte.

Cocineros: Pedro Benoist y Pedro Chatelain, Veedores de Viandas y Jefes de la Cocina de Boca de la Reina.

Comida: Una sopa de consumado. Un trinchero con dos pichones de nido. Otro con mollejas esparrilladas. Otro de unas mollejas cocidas con sustancia. Un asado de dos pollas de cebo. Los mismos platos se servían a la cena. Precio: 180 reales diarios.

Viandas de la Reina

Comida: Dos sopas, la una con una polla y la otra con dos pichones. Cuatro principios: un lomo de ternera, otro de fricandaux (o fricandon), otro de seis pichones, y otro de dos pollas rellenas. Un asado con tres pollas de cebo, un pollo y un pichón. Dos postres, una torta de crema y otro de pernil. Los mismos platos se servían para cenar. Precio: 540 reales diarios.

Además se servían un pecho de vaca a mediodía y un lomo a la cena, precio, 60 reales diarios. Y varios platos extraordinarios: Seis trincheros a la comida: Uno de dos perdices, otro de una torta de dos pichones, otro de criadillas de carnero fritas, otro de costillas de carnero esparrilladas, otro de salchichas, otro de un asado con una polla de cebo, una perdiz, un pichón y una codorniz. Y los mismos seis platos a la cena. Precio: 210 reales diarios. Más los siguientes platillos: Dos menestras, un capón relleno a la italiana, unas popietas a la italiana o a la milanesa, una liebre frita, y un postre de dulce a la italiana. Los mismos platillos se servían a la cena. Precio: 90 reales. Pedían los cocineros un aumento hasta 120 reales. Concedido. Total de la vianda de la Reina, 930 reales”.

Todo lo cual nos lleva a establecer la cifra de 2.331 reales de vellón como la cantidad diaria que costaba la alimentación de todos los miembros que integraban la numerosa Casa Real.

Resulta sorprendente y hasta anecdótico, que entre tanta comida italiana y francesa, apareciera de vez en cuando sobre los manteles de palacio un plato tan tradicional y burgalés como la “Olla podrida”, cuya preparación ya figuraba en el recetario que había dejado escrito Martínez Montiño, que fuera cocinero de Carlos II, el último rey de los Austrias, pero con unos ingredientes mucho más abundantes que los que se utilizan actualmente: “ocho libras de vaca, tres libras de carnero, una gallina, dos pichones, una liebre, cuatro libras de pernil, dos chorizos, dos libras de tocino, dos pies de cerdo, tres libras de oreja de cerdo, garbanzos, verduras y especias”.

El estado depresivo y enfermizo en el que estaba sumido el rey Felipe V le llevó, en el mes de enero del 1724, a abdicar a favor de su hijo primogénito Luis, el primero de su matrimonio con Mª Luisa Gabriela de Saboya, su primera esposa. Pero el resultado fue lamentable, pues el joven de rey, de tan sólo 17 años, fallecía 229 días después de haber subido al trono con el nombre de Luis I, el 31 de agosto, a causa de la viruela, obligando a su desesperado padre a ceñirse de nuevo aquella corona que tanto aborrecía. Finalmente, el 9 de julio del 1748, fallecía el rey Felipe V, víctima de un ataque cardíaco. Había gobernado España casi durante 46 años, le sucedió su hijo Fernando VI, el tercero de su primer matrimonio con Mª Luisa Gabriela de Saboya, que reinó en España durante 13 años. Estaba casado con la infanta portuguesa Bárbara de Braganza, que también impuso su influencia en la Corte, desplazando a un segundo plano a la italiana reina madre y su camarilla. La política de Fernando VI se la puede definir como continuista pero conciliadora, por lo que se mereció el sobrenombre de “el Prudente”. En el ámbito cultural continuó con las reformas iniciadas durante el reinado de su padre. El continuismo también se mantuvo en la gastronomía y en la cocina de palacio, pues los antiguos cocineros, ambos fallecidos, fueron sustituidos por otros dos cocineros franceses, Mateo Hervé y Juan Bautista Blancard, que fueron nombrados  “Jefes de las Reales Viandas”, además de Juan Bautista Blancard, otro cocinero francés, jefe de la Real Cocina de Boca de la Reina. La reina madre y su séquito se habían trasladado a la Real Granja de San Ildefonso, en la provincia de Segovia, versallesco palacio de reposo de Felipe V, y disponía de cocinero propio.

Tampoco eran muy diferentes los menús diarios que se servían a la familia real en tiempos de Fernando VI, también figuraba entre ellos la tradicional Olla Podrida, que se servía dos veces por semana y también la víspera de la Pascua de Resurrección. Entre las bebidas, el cava francés cada día fue adquiriendo más presencia, no sólo en la mesa real sino en la de la aristocracia. Se utilizaba la nieve para enfriarlo. El “Valdepeñas” manchego siguió siendo el vino del pueblo madrileño, tanto en invierno como en verano.

La reina portuguesa, mujer de gran cultura que dominaba varios idiomas, era más aficionada al teatro y a la lírica (2) que a los placeres de la mesa, por lo que no era muy exigente a la hora de elegir sus platos favoritos, a pesar de que su figura se veía bastante voluminosa. El rey Fernando y la reina Bárbara formaron, sin duda, un matrimonio muy bien avenido, aunque no tuvieron herederos. La reina portuguesa falleció en el mes de agosto del 1758, a los 46 años de edad. En el mes de agosto del 1769, con 45 años de edad, fallecía el rey Fernando, dejando vacante el trono de España.

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Pero los criterios del nuevo rey acabaron por imponerse y la gastronomía francesa, refinada y opulenta, acabó desplazando a la tradicional española en las cocinas de la Corte, imponiéndose también entre la más encopetada nobleza. El pueblo llano, por el contrario, siguió alimentándose como lo había hecho durante siglos.

Felipe V enviudó en el mes de enero del 1714, pero en el mes de diciembre de ese mismo año se volvió a casar en segundas nupcias, esta vez con la italiana Isabel de Farnesio, flamante duquesa de Parma, personaje de gran personalidad, en contraposición de la dejadez y apatía del monarca, por lo que no tardó en tomar las riendas del gobierno. Uno de sus primeros actos fue nombrar Primer Ministro a su valedor el cardenal Alberoni. Tampoco mostró esta aristócrata italiana demasiada afición por las cosas españolas, sus objetivos se centraban en conseguir títulos y riquezas para su numerosa prole, pues en lo único en que se mostraba activo su indolente marido era en las relaciones sexuales, llegando a engendrarla hasta siete hijos, varios de los cuales acabaron con la testa coronada, que con los cinco que tuvo con su primera esposa suman la docena. Entre el pueblo la nueva reina era conocida como “la Parmesana”, pero no contaba con demasiada popularidad.

En lo que se refiere a la gastronomía, la cocina francesa y la italiana pasaron a ser las dominantes, al menos en los fogones de la Corte.

Dos cocineros franceses Pedro Benoist y Pedro Chatelain dirigían las cocinas de palacio, compraban los suministros, redactaban y preparaban las diferentes comidas de la numerosa familia real, bajo la supervisión del Marqués de Santa Cruz, Mayordomo de la reina y de D. Pedro Ramos, secretario del Rey y Controlador de la Casa Real: “Relación de las viandas que se sirven a los Reyes, las Princesas y las Infantas, así en Madrid como en los demás lugares donde resida la Corte.

Cocineros: Pedro Benoist y Pedro Chatelain, Veedores de Viandas y Jefes de la Cocina de Boca de la Reina.

Comida: Una sopa de consumado. Un trinchero con dos pichones de nido. Otro con mollejas esparrilladas. Otro de unas mollejas cocidas con sustancia. Un asado de dos pollas de cebo. Los mismos platos se servían a la cena. Precio: 180 reales diarios.

Viandas de la Reina

Comida: Dos sopas, la una con una polla y la otra con dos pichones. Cuatro principios: un lomo de ternera, otro de fricandaux (o fricandon), otro de seis pichones, y otro de dos pollas rellenas. Un asado con tres pollas de cebo, un pollo y un pichón. Dos postres, una torta de crema y otro de pernil. Los mismos platos se servían para cenar. Precio: 540 reales diarios.

Además se servían un pecho de vaca a mediodía y un lomo a la cena, precio, 60 reales diarios. Y varios platos extraordinarios: Seis trincheros a la comida: Uno de dos perdices, otro de una torta de dos pichones, otro de criadillas de carnero fritas, otro de costillas de carnero esparrilladas, otro de salchichas, otro de un asado con una polla de cebo, una perdiz, un pichón y una codorniz. Y los mismos seis platos a la cena. Precio: 210 reales diarios. Más los siguientes platillos: Dos menestras, un capón relleno a la italiana, unas popietas a la italiana o a la milanesa, una liebre frita, y un postre de dulce a la italiana. Los mismos platillos se servían a la cena. Precio: 90 reales. Pedían los cocineros un aumento hasta 120 reales. Concedido. Total de la vianda de la Reina, 930 reales”.

Todo lo cual nos lleva a establecer la cifra de 2.331 reales de vellón como la cantidad diaria que costaba la alimentación de todos los miembros que integraban la numerosa Casa Real.

Resulta sorprendente y hasta anecdótico, que entre tanta comida italiana y francesa, apareciera de vez en cuando sobre los manteles de palacio un plato tan tradicional y burgalés como la “Olla podrida”, cuya preparación ya figuraba en el recetario que había dejado escrito Martínez Montiño, que fuera cocinero de Carlos II, el último rey de los Austrias, pero con unos ingredientes mucho más abundantes que los que se utilizan actualmente: “ocho libras de vaca, tres libras de carnero, una gallina, dos pichones, una liebre, cuatro libras de pernil, dos chorizos, dos libras de tocino, dos pies de cerdo, tres libras de oreja de cerdo, garbanzos, verduras y especias”.

El estado depresivo y enfermizo en el que estaba sumido el rey Felipe V le llevó, en el mes de enero del 1724, a abdicar a favor de su hijo primogénito Luis, el primero de su matrimonio con Mª Luisa Gabriela de Saboya, su primera esposa. Pero el resultado fue lamentable, pues el joven de rey, de tan sólo 17 años, fallecía 229 días después de haber subido al trono con el nombre de Luis I, el 31 de agosto, a causa de la viruela, obligando a su desesperado padre a ceñirse de nuevo aquella corona que tanto aborrecía. Finalmente, el 9 de julio del 1748, fallecía el rey Felipe V, víctima de un ataque cardíaco. Había gobernado España casi durante 46 años, le sucedió su hijo Fernando VI, el tercero de su primer matrimonio con Mª Luisa Gabriela de Saboya, que reinó en España durante 13 años. Estaba casado con la infanta portuguesa Bárbara de Braganza, que también impuso su influencia en la Corte, desplazando a un segundo plano a la italiana reina madre y su camarilla. La política de Fernando VI se la puede definir como continuista pero conciliadora, por lo que se mereció el sobrenombre de “el Prudente”. En el ámbito cultural continuó con las reformas iniciadas durante el reinado de su padre. El continuismo también se mantuvo en la gastronomía y en la cocina de palacio, pues los antiguos cocineros, ambos fallecidos, fueron sustituidos por otros dos cocineros franceses, Mateo Hervé y Juan Bautista Blancard, que fueron nombrados  “Jefes de las Reales Viandas”, además de Juan Bautista Blancard, otro cocinero francés, jefe de la Real Cocina de Boca de la Reina. La reina madre y su séquito se habían trasladado a la Real Granja de San Ildefonso, en la provincia de Segovia, versallesco palacio de reposo de Felipe V, y disponía de cocinero propio.

Tampoco eran muy diferentes los menús diarios que se servían a la familia real en tiempos de Fernando VI, también figuraba entre ellos la tradicional Olla Podrida, que se servía dos veces por semana y también la víspera de la Pascua de Resurrección. Entre las bebidas, el cava francés cada día fue adquiriendo más presencia, no sólo en la mesa real sino en la de la aristocracia. Se utilizaba la nieve para enfriarlo. El “Valdepeñas” manchego siguió siendo el vino del pueblo madrileño, tanto en invierno como en verano.

La reina portuguesa, mujer de gran cultura que dominaba varios idiomas, era más aficionada al teatro y a la lírica (2) que a los placeres de la mesa, por lo que no era muy exigente a la hora de elegir sus platos favoritos, a pesar de que su figura se veía bastante voluminosa. El rey Fernando y la reina Bárbara formaron, sin duda, un matrimonio muy bien avenido, aunque no tuvieron herederos. La reina portuguesa falleció en el mes de agosto del 1758, a los 46 años de edad. En el mes de agosto del 1769, con 45 años de edad, fallecía el rey Fernando, dejando vacante el trono de España.

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En lo que se refiere a la gastronomía, se mantiene la etiqueta y el dominio de la cocina francesa, con tres cocineros a cargo de la Real Cocina de Boca de S.M.: Antonio Catalán, Juan Tremovillet y Mateo Hervé, a los que hay que añadir el repostero napolitano Silvestre, traído personalmente por el rey, que le preparaba diariamente para desayunar el chocolate con nata, que era una de sus debilidades. Las comidas y los banquetes oficiales continuaron siendo igual de ostentosas, copiosas y recargadas, en los que predominaba la cocina francesa y se seguía bebiendo vino de Borgoña, al que se había incorporado el Champagne. Sin embargo, particularmente Carlos III era un rey austero, con unos hábitos alimentarios muy sencillos y poco exigentes, con la única salvedad de los citados desayunos con chocolate. El conde de Fernán Núñez, Carlos José Gutiérrez de los Ríos, que fuera embajador en Francia y hombre de su confianza, en su obra biográfica “Vida de Carlos III”, deja muy bien detalladas las costumbres alimentarias y domésticas de este rey:  “Su distribución diaria era ésta todo el año. A las seis entraba a despertarle su ayuda de cámara favorito don Almerico Pini (…). A las siete en punto (…) salía a la cámara (…). Se vestía, lavaba y tomaba chocolate”.

Su vida doméstica también se caracterizó por su sencillez, hombre muy religioso y devoto, también le gustaba la vida hogareña, en compañía de su mujer y sus numerosos hijos, pues tuvieron nada menos que trece, siete hembras y seis varones,  de los que tan sólo siete llegaron a la edad adulta. Desgraciadamente la reina María Amalia, con la salud bastante quebrantada, fallecía el 27 de setiembre del 1760, apenas un año después de haber sido nombrada reina de España, lo que supuso un duro golpe para el rey Carlos, que no volvió a contraer matrimonio, a pesar de las presiones de la Corte.

Otra de sus grandes pasiones era la caza, que practicaría con asiduidad a lo largo de su vida, pues pensaba que la actividad física que realizaba con la práctica cinegética le ayudaba a prevenir la decadencia física y mental en que acabaron su padre Felipe V y su hermanastro Fernando VI. Pero el Destino le tenía reservada otra tragedia familiar, pues el 23 de noviembre del 1788 fallecía a los 36 años su décimo hijo, el infante Gabriel y su esposa la infanta de Portugal Mariana Victoria de Braganza, ambos aquejados de viruela. Estas inesperadas muertes dejaron muy conmocionado al rey, hasta el punto de tener una negra premonición: «Murió Gabriel, poco puedo yo vivir». No se equivocó el monarca con su augurio, pues el 14 de diciembre de ese mismo año fallecía Carlos III, después de una corta enfermedad, de forma tranquila y sin ningún síntoma de locura.

NOTAS 

  • El duque de Saint Simón, Louis de Rouvroy, fue un escritor y diplomático francés, famoso por sus “Memorias”, en las que describe la vida en la Corte de Luis XIV y después en la de Felipe V de España.
  • Es famosa la protección que dispensó al famoso tenor italiano “Farinelli” y también tuvo como maestro de música “Scarlatti”, que compuso varias sonatas en su honor.

Autor Paco Blanco, Barcelona, junio 2018

ESPLENDOR EN LA COCINA BURGALESA. -Por Francisco Blanco-.

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Olla podrida burgalesa

“No te atropelles en el convite. Usa como hombre moderado de aquello que se te pone delante, no sea que por comer mucho te tomen por enojoso. Y si te sentaste entre muchos, no extiendas tu mano antes que ellos, ni pidas el primero de beber.”  (Eclesiastés)

 

Con el Renacimiento no sólo cambió la cocina, también evolucionó la presentación de la mesa, la etiqueta e incluso la forma de llevarse los alimentos a la boca. Aparecieron los manteles, primero en las mesas de los poderosos, pero la costumbre se fue extendiendo por todas las capas sociales; algunos de estos manteles, por sus ricos y damasquinados encajes, eran verdaderas filigranas artesanas. También se impuso la servilleta individual, los vasos y, sobre todo, una variada y artística vajilla, junto con la cubertería, verdaderas piezas de orfebrería, que obligaban a llevarse la comida a la boca utilizando siempre la herramienta adecuada.

 

Fueron aumentando los mesones, figones y casas de comidas, apareciendo además, a partir del siglo XVIII, los grandes restaurantes, en los que dominaba el lujo y la etiqueta. Lógicamente, la figura del cocinero se engrandeció hasta límites insospechados, llegando algunos a convertirse en personajes famosos, admirados y muy solicitados.

 

La cocina burgalesa también fue evolucionando hacia la modernidad, manteniendo, al mismo tiempo, una personalidad propia, basada en la calidad de sus propios productos, y una forma tradicional de elaborarlos, que la confiere un carácter autóctono, pero sin dejar de incorporar las nuevas técnicas culinarias, que han propiciado la aparición de la llamada “Cocina Moderna” o “Cocina de Autor” (1).

 

Tal vez el plato tradicional más paradigmático de la cocina castellana en general y burgalesa en particular, sea el famoso “Cocido Castellano”. En él se reúnen de forma perfectamente armonizada los olores y los sabores de todos los ingredientes, empezando por las verduras, las hortalizas y las legumbres, continuando por las carnes de cerdo, entre las que sobresale el tocino fresco, las de vacuno, como el morcillo de vaca y sin que falten dos espléndidos embutidos, el rojizo chorizo bien curado, impregnado de pimentón y con suave sabor a ajo y la majestuosa y oronda morcilla de Burgos, tripa embutida a base de sangre de cerdo y arroz, con cebolla, manteca de cerdo, sal, pimienta, pimentón dulce y picante y otras especies como el orégano. Se acostumbra a presentar todo junto sobre una gran fuente, excepto la sopa que se sirve en primer lugar, seguida de las legumbres y verduras y finalmente las carnes y los embutidos. Tampoco pueden faltar ni el vino, ni el pan blanco de Tardajos.

 

Sin poderse determinar con exactitud su origen, su consumo se remonta a varios siglos atrás y su receta se ha ido manteniendo en el tiempo, con las variantes lógicas impuestas por las nuevas técnicas, tanto alimentarias como culinarias, pero en Castilla sigue siendo un plato tradicional muy apreciado y en el resto de España existen versiones diferentes, según sus peculiaridades geográficas, pero que también son apreciados y famosos, como el cocido madrileño, el montañés, el extremeño la escudella catalana y otros……,en Burgos el cocido se ha convertido, principalmente durante los largos inviernos burgaleses, en la principal comida familiar, en torno al cual se reúne la familia en pleno, especialmente para celebrar cualquier acontecimiento festivo o familiar.

Muchos han sido los poetas que a lo largo de la historia han alabado el cocido castellano, nos vamos a referir aquí a Josep Berchoux, poeta y escritor francés del siglo XVIII, que en su poema “La gastronomía o los placeres de la mesa”, hace un encendido elogio del cocido:

 

“Ya la sopa presentan en la mesa

de excelente comida anuncio cierto,

dorada, sustanciosa ¡oh cual exhala

el olor de la vaca y de torreznos!

Jugo de vegetales en su caldo,

y de gallina menudillos tiernos,

acompañada con ligera escolta

de platillos hermosos, cuyo objeto

es mover suavemente los sentidos

y abrir el apetito casi muerto.

Con gran pompa y majestad, tras de la sopa

una olla podrida va viniendo,

no deben descubrirse confundidos

la gallina, el chorizo y el carnero,

el jamóny la vaca entre el garbanzo,

acompañados de tocino fresco.”

(Josep Berchoux)

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Cocido burgalés

Una forma de preparación del cocido burgalés puede ser como sigue:

Se pone al fuego una olla con agua abundante, se añadirá la sal y cuando el agua esté caliente se añadirán todos los ingredientes, menos la morcilla, que se pondrá más adelante para evitar que se rompa. Se deja que vaya cociendo todo a fuego lento, vigilando que no se quede sin agua, y se van retirando los ingredientes a medida que se vayan haciendo, depositándolos en una bandeja amplia y honda. Unos 15 minutos antes de que finalice la cocción, se añade la morcilla. Cuando esté todo a punto, se vuelca el caldo en otro recipiente para preparar la sopa añadiéndole unos fideos, y el resto se vuelca sobre la misma bandeja en la que se han echado los ingredientes, separando las verduras y los garbanzos de las carnes y embutidos. En primer lugar se sirve la sopa bien caliente, después los garbanzos y las verdura y finalmente el tocino, las carnes y los embutidos cortados a trozos regulares.  ¡Buen provecho!

Ingredientes: Garbanzos, repollo o berza, zanahorias, patatas, cebolla, pimiento verde, un tomate, laurel, ajos, aceite, tocino fresco, carne de buey o de vaca, gallina, un hueso de jamón, el chorizo y la morcilla.

Otra variante muy popular del cocido burgalés es la “Olla podrida”, en la que las alubias rojas, preferentemente de la zona de Ibeas de Juarros, sustituyen a los clásicos garbanzos.

Los orígenes de la olla podrida castellana, o “poderosa”, como también se la conoce, son los mismos que los del cocido, y proceden de labradores acomodados con tierras propias y criados a su servicio, se trata, por tanto, de una comida popular y muy abundante en cuanto al número y cantidad de los ingredientes que la integraban, propia de días de fiesta o grandes celebraciones, cómo bodas, que solían durar varios días, bautizos y otros acontecimientos similares, sirviendo los restos del banquete para los días sucesivos. Se preparaba, además, en grandes cantidades por ser el mejor sistema de conservar los alimentos en unas épocas en que el frigorífico estaba muy lejos de ser inventado. El añadido de podrida seguramente se deba al hedor que debían desprender todos aquellos ingredientes al cabo de varios días o semanas de haberse cocinado. Con el discurrir del tiempo, siglos en este caso, la composición de la olla podrida ha ido variando en graduación descendente, principalmente en lo que a la cantidad se refiere. La receta que se ofrece a continuación es una variante que se prepara en Burgos, sustituyendo los tradicionales garbanzos por la suculenta alubia roja procedente de la zona burgalesa de Ibeas de Juarros.

La víspera de su preparación se han de poner en remojo, de forma separada, las alubias rojas, y los ingredientes, cuya cantidad estará determinada tanto por el número de comensales como por su nivel de apetito. Estos ingredientes serán: Pata de cerdo, costilla de cerdo adobada, oreja de cerdo y chorizo. (El chorizo conviene  ponerlo antes en remojo si queremos que se vaya desgrasando, pero no es imprescindible)

Antes de empezar a cocinar hay que escurrir bien las alubias y los ingredientes, procediéndose a limpiar con cuidado la pata y la oreja del cerdo, raspándolos con un cuchillo. En una olla al fuego se echan las alubias, los ingredientes del cerdo que estuvieron en remojo, a los que se añade un trozo de tocino blanco, a ser posible sin vetas, se cubre todo con agua fría abundante y se pone a hervir a fuego lento.
En olla o cazuela aparte se pone a hervir la cecina de vaca hasta que esté tierna, cosa que averiguaremos pinchándola con la punta de un tenedor, en cuyo momento, después de escurrirla unos segundos, se añade a la olla con las alubias. Cuando falten unos quince minutos para completar la cocción  añadir las morcillas, que han de ser de Burgos y se sazona todo el conjunto. (Antes de servir hay que probar como está de sal y rectificar si es preciso). Se deja hervir todo lentamente hasta su completa cocción. En el momento de servir, las alubias se ponen en una fuente y los ingredientes en otra, después cada comensal se puede servir por separado o en conjunto. Es imprescindible que la mesa esté presidida por una hogaza de pan blanco de Burgos  y es imprescindible también la presencia de un buen vino tinto o clarete de la Ribera del Duero.

Como postre a esta recia comida castellana se puede recurrir a la tradicional y variada repostería burgalesa, eligiendo, por ejemplo, las famosas “Yemas de Burgos”, que se pueden adquirir en cualquier pastelería, o ser de elaboración casera, de acuerdo con la siguiente receta: En una cazuela con agua se pone el azúcar y la cascara del limón dejándolo que hierva hasta que se forme un almíbar a punto de hebra, teniendo la precaución de ir espumando el liquido mientras hierve. Las yemas de los huevos, sin la clara, se van echando una a una en un bol, batiéndolas a medida que se van echando, agregando a continuación el almíbar que ha de estar algo tibio. Se pasa todo el conjunto a un recipiente que arrimaremos al fuego y lo iremos trabajando con una espátula de madera hasta que la masa quede suelta, es decir, que no se pegue a la cazuela, trasladándola entonces a una fuente y dejándola enfriar, una vez fría se la trabaja con el azúcar glasé, dándole la forma deseada y colocando las figuras en cápsulas de papel rizado, de las que se usan para las magdalenas.

Ingredientes: 10 yemas, 125 gr. de azúcar, 250 gr. de azúcar glasé, 10 cucharadas soperas de agua, la cascara de un limón. ¡Buen provecho!

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Yemas de Burgos

¡A LA OLLA COMENSAL!

“Si está presente el cocido

nos sobran los entremeses.

A la vianda comensales,

que la mesa está servida.

Comeremos con mesura

la sabrosa olla podrida,

beberemos con medida

el vino de la Ribera

y los postres al final,

como colofón goloso.

Si acabaste bien servido,

no lo dudes comensal

y canta con entusiasmo

¡Viva la olla podrida!”

(Paco Blanco)

 

En Ibeas de Juarros, pueblo burgalés situado en el Camino de Santiago y muy cercano a la capital, se puede degustar una extraordinaria “Olla podrida” en el restaurante “Los Claveles”. El que esto escribe, que lo ha visitado en varias ocasiones, siempre quedó encantado con la calidad de su comida y su esmerado servicio.

NOTAS:

  • El periodista y escritor burgalés Felipe Fuente Macho (FUYMA), ha escrito un libro, “Yantar a lo burgense”, en el que trata a fondo la evolución de la cocina burgalesa.

Autor Paco Blanco, Barcelona, mayo 2018

LA DIETA ALIMENTICIA EN ESPAÑA DURANTE LOS SIGLOS XVI Y XVII. -Por Francisco Blanco-.

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Son los siglos XVI y XVII españoles renombrados por su esplendor; Carlos V, hombre de apetito tan voraz que el Papa tuvo que dispensarle de ayunar, rutilante Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, (aunque para serlo tuvo que vaciar, también vorazmente, las arcas públicas y privadas de sus súbditos españoles, a los que ni siquiera conocía), Defensor de la Fe Verdadera, Azote de herejes, y después su hijo, el Prudente Felipe II, talador de bosques, hundidor de barcos, más azote de herejes, dominador de continentes,  burócrata que apenas  veía el sol a pesar de que en sus dominios nunca se ponía, confirieron a la casi recién creada España una gloria y esplendor sin precedentes y, evidentemente, irrepetibles.

Pero entre tanto brillo, y a pesar de que en el inmenso Imperio Español nunca se ponía el sol, existían numerosas zonas sombrías.

Saavedra Fajardo hizo el siguiente análisis de la situación: “Falta el cultivo de los campos, el ejercicio de las artes mecánicas, el trato y comercio a que no se aplica esta nación, cuyo espíritu altivo y glorioso, aun en la gente plebeya, no se aquieta con el estado que ha señalado la naturaleza y aspira a las gradas de la nobleza, desestimando aquellas operaciones que son opuestas a ella……..”.

Las ostentosas fiestas de las clases dominantes, el desdén por el trabajo, el afán por aparentar nobleza o hidalguía, contrastaban tristemente con la general indigencia del pueblo llano, acosado por los impuestos, por sus señores feudales y por la Santa Inquisición, por si faltara algo.

Enormes eran las carencias que la mayoría de los españoles tenían que sufrir en asuntos tan esenciales como la alimentación, la educación, la sanidad, la vivienda, el empleo y algunas cosas más que no incluyo por ser de menor cuantía. Vamos, que el ”estado de bienestar” brillaba por su ausencia.

La dieta alimenticia de los españoles por ejemplo, durante unos cuantos siglos, fue extremadamente variada,  dependiendo, casi en exclusiva, de la clase social en la que a cada cual le había tocado pertenecer. Las más favorecidas, sin duda, eran el clero y la nobleza, que prescindían de la dieta, en la más literal aceptación de la palabra y practicaban una excesiva sobrealimentación, basada casi totalmente en el abusivo consumo de carnes, aves y  pescados, éstos últimos casi únicamente durante  la Cuaresma.

Ya en tiempos de los Reyes Católicos, como consecuencia del remate de la Reconquista, seguida de la expulsión de moros y judíos,  Castilla sufrió una gran despoblación de las zonas rurales, cuyos habitantes emigraron masivamente hacia las zonas urbanas, las ciudades, atraídos por el falso señuelo de una vida fácil y placentera.

Los campos quedaron desiertos y muchas tierras se volvieron improductivas. Sólo los grandes terratenientes, pertenecientes en su mayoría a la nobleza, y los agricultores acomodados se beneficiaron de este despoblamiento. En realidad, este éxodo del campesinado pobre hacia la ciudad provocó la aparición de un proletariado urbano empobrecido, inactivo y hambriento y, en contraposición, con el reforzamiento de las clases dominantes, en especial de la nobleza, la Mesta y la alta jerarquía eclesiástica, que contaban además con el total apoyo de la corona.

Durante el reinado de Carlos V, como se puede apreciar en el cuadro adjunto, que corresponde al censo del año 1491,  el núcleo de población más importante se hallaba concentrado en el centro peninsular y Castilla la Vieja, destacando Salamanca, seguida de Toledo la capital, Burgos y León. Es de destacar también  que Salamanca y Toledo, a pesar de ser las más pobladas tienen el índice más bajo de densidad.

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                                   Km.                Hogares          Habitan.         Dens.

Valladolid                   8.100               43.700                        196.600           24,2

Palencia                      8.000               41.000                        181.400           22,1

Segovia                       6.900               30.700                        138.100           20,0

Burgos                        24.000                        63.600                         286.200           11,6

León                           26.200                        59.300                        266.200           10,1

Soria                           10.300                        32.700                        147.100           14,2

Salamanca                  54.800                       132.100                        594.400          10,8

Toledo                                    35.000                        80.300                        361.300           10,3

 

El siguiente censó se realizó en el año 1591, pero las diferencias con el anterior fueron mínimas y por lo tanto nada significativas.

“A cuanta miseria y fortuna y desastres estaremos puestos los nacidos, y cuán poco duran los placeres de esta nuestra trabajosa vida”

A mediados del siglo XVI aparecen las primeras ediciones de “La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades”, popular y universalmente conocida como “El Lazarillo de Tormes”, de autor desconocido, pero que se ha convertido en una de las obras maestras de la literatura picaresca, tanto española como universal. Se trata de un relato escrito en primera persona, cargado de ironía, que saca a la luz las numerosas carencias que padece la sociedad española pero muy crítico, al mismo tiempo, con la hipocresía y los vicios de  alguna de sus capas, especialmente los clérigos y religiosos.

El cocinero de S. M. Felipe IV, Francisco Fernández Montiño, autor de un “Arte de cocina, pastelería y vizcochería”, propone como comida ordinaria de la familia real el siguiente menú: “Perniles con los principios; capones de leche asados. Ollas de carnero y aves y jamones de tocino; pasteles hojaldrados; platillos de pollo con habas; truchas cocidas; gigotes de pierna de carnero; cazuelas de natas; platillos de arteletes de ternera y pechugas; empanadillas de torreznos con masa dulce; aves en afilete frío con huevos pasados con agua; platos de alcachofas con jarretes de tocino”.

Muy lejana, como podremos comprobar a continuación, del mísero menú con que tenían que sobrevivir la gran mayoría de sus súbditos.

El resto, o sea la mayoría,  pasaba grandes dificultades para poder seguir cualquier dieta alimenticia, por muy exigua que pudiera resultar.

Los trabajadores del campo, al servicio de los señores feudales y de la Iglesia, que formaban el núcleo más numeroso de la población hispana, practicaban, a la fuerza, una dieta diametralmente contraria a la de sus amos y señores. Su base alimenticia eran “las hierbas”, nombre que recibían por aquella época las verduras, acompañadas de algún pedazo de pan negro, (el candeal iba a parar a la mesa de sus amos) y, en casos excepcionales, alguna tira de tocino. La carne la probaban en muy raras ocasiones, cómo cuando se moría algún animal de labranza y los más prudentes, o los menos acuciados por el hambre, acecinaban su carne antes de consumirla. Pero en algunas zonas rurales de España, especialmente de Andalucía y Extremadura,  la dieta llegaba a ser tan drástica que se reducía a las bellotas que caían de los árboles y si no caían había que subir a cogerlas.

Así la dieta normal diaria de un campesino “afortunado” era la siguiente:

 

Desayuno : Sopas de migas de pan con una loncha de tocino ahumado.

Almuerzo del mediodía: Un trozo de pan con cebollas, ajos tiernos y un pedazo de queso.

Cena : Olla de “hierbas”, generalmente de nabos y berzas, acompañadas de un trozo de pan y una loncha de cecina, siempre que quedasen restos del último animal muerto o sacrificado por viejo.

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Teniendo en cuenta que las jornadas de trabajo en el campo duraban de sol a sol, no es de extrañar que resultase difícil encontrar un campesino “metidito en carnes”, más bien ofrecían un aspecto famélico y abatido. No era para menos.

La situación del campesinado español, aunque muy lentamente, fue mejorando durante los siglos siguientes propiciada, principalmente,  por el regreso al suelo patrio de los “indianos”,  descendientes de los conquistadores, aquel enorme tropel de españoles que se embarcaron hacia las Américas descubiertas por Colón, para conquistarlas, saquearlas y, sobre todo, evangelizarlas, los cuales, en una gran mayoría, procedían de Andalucía y Extremadura. Los que hicieron fortuna y decidieron regresar a España, se instalaron principalmente en zonas rurales, en las que adquirieron tierras y ganado,  requiriendo para su explotación mano de obra campesina, paliando un poco el lamentable estado del proletariado campesino español, secularmente sometido a un feudalismo explotador y abusivo, amén de perseguido por sequías, peste y enfermedades.

Sobre el estado del campesinado español Fray Benito de Peñalosa escribía en 1629: “El estado de los labradores de España en estos tiempos es el más pobre y acabado, miserable y abatido de todos los demás estados,…parece que todos ellos juntos se han aunado y conjurado a destruirlo y arruinarlo; y a tanto ha llegado que suena tan mal el nombre de labrador que es lo mismo que villano, pechero, grosero y de ahí bajo”.

En los núcleos urbanos de las grandes ciudades españolas, como Madrid, Sevilla, Toledo, Valladolid, Barcelona, etc., los que pertenecían a los estamentos más bajos de una sociedad absolutamente jerarquizada y que eran los más numerosos, aquellos que tenían que desempeñar “oficios viles y mecánicos”, tampoco lo pasaban mucho mejor que sus vecinos los campesinos. Igualmente no se puede pasar por alto la figura de los hidalgos sin fortuna, a los que su limpieza de sangre les impedía trabajar, que paseaban su hambre y su miseria por las calles de las ciudades españolas con un mondadientes en la boca, como si acabaran de darse un hartazgo. Estos patéticos personajes los retrata Salvador Jacinto Polo de Medina en su mordaz epigrama “A un hombre que se limpiaba los dientes sin haber comido”:

“Tú piensas que nos desmientes

con el palillo pulido,

con que, sin haber comido,

Tristán, te limpias los dientes.

Pero el hambre cruel

da en comerte y en picarte,

de suerte que no es limpiarte,

sino rascarte con él”.

 

Pero la capa social más baja de las ciudades españolas la formaban una legión de vagabundos, mendigos, lisiados, tullidos, pillos, tahúres y toda clase de marginados, que pululaban por sus plazas, calles, callejas y callejuelas, conventos, iglesias y hospitales, en busca de algo tan escaso como el diario sustento. Pudiéndose considerar afortunados aquellos que conseguían un mendrugo de pan que llevarse a la boca.

Autor Paco Blanco, Barcelona mayo 2018

EL COMER, EN TIEMPO DE LOS AUSTRIAS. -Por Francisco Blanco-.

En el año 1516 el trono español pasa de la Casa Trastamara a poder de la Casa de Austria en la persona del joven Carlos I, que ni siquiera había pisado el suelo español. Cuarenta años más tarde, el 28 de setiembre del año 1556 desembarcaba en Laredo el poderoso Emperador D. Carlos V de Austria. Llegaba enfermo y abatido, camino de su retiro final en el modesto monasterio jerónimo de Yuste, por tierras cacereñas. Parece que esta decisión final la tomó el emperador aconsejado por su equipo médico, pues sus preferencias las tenía otro monasterio jerónimo, el de Fresdelval, muy cercano a Burgos,  donde había disfrutado unos días de reposo durante una de sus cortas estancias en su reino de España. Lo extremado de su clima parece que fue la razón por la que sus médicos se inclinaron por Yuste. Al pisar el suelo de Laredo parece que el emperador exclamó: “¡Dios os salve, oh mi querida madre! Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo vuelvo a ti!.

Pero ni España fue su querida madre, ni estaba tan desnudo, ni tan sólo, llegaba acompañado de un séquito compuesto por unas 150 personas, casi todos flamencos, y una guardia personal de 60 alabarderos, estos todos flamencos.

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A los pocos días la comitiva abandona Laredo y se dirige, atravesando el burgalés valle de Valdivielso, por la antigua calzada romana  del pescado, hacia Medina de Pomar, capital de las Merindades, hospedándose en el alcázar propiedad de los Velasco con la intención de pernoctar una sola noche. Pero los planes se torcieron, pues parece que en la cena de aquella noche el emperador se dio tal atracón de truchas en escabeche, uno de sus platos favoritos, que le tuvo indispuesto los dos días siguientes. Reanudada la marcha, llegaron a Burgos el día 11 de octubre, donde les recibió el Condestable de Castilla D. Pedro IV Fernández de Velasco, que alojó al emperador en su palacio de la Plaza del Mercado, conocido como la Casa del Cordón. Durante los tres días que duró su estancia, en la ciudad tuvieron lugar numerosos festejos en honor de su Emperador, descubriéndose en una de las hornacinas centrales del Arco de Santamaría, la puerta principal de la ciudad, una estatua con la figura armada del emperador, modelada por los artistas locales Juan de Vallejo y Francisco de Colonia. La estancia en Burgos resultó muy de su agrado, según cuenta uno de sus secretarios nativos, D. Martín de Gaztelu: “Llegó muy bueno y tal que, trayendo antojo de truchas, las cenó de muy buen apetito”. Es de suponer que en esta ocasión las truchas procedieran del Arlanzón, río que atraviesa la ciudad con fama de truchero.

Una vez instalado en su retiro monacal, se estableció una posta directa entre Santander y Yuste para abastecer de pescado fresco al retirado Emperador. Murió el 21 de setiembre del año 1558.

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Carlos V había cedido su título de Emperador a su hermano Fernando, pero su inmenso imperio español lo heredó su hijo Felipe II, al  que también traspasó muchas de sus características físicas, excepto su voraz apetito y su desmesurada gula por comer y por beber. Felipe II, conocido como “el Prudente”, fue un hombre austero, que nunca gozó de mucha salud, como el mismo reconoció: “Cierto que no estoy muy bueno para el mundo que ahora corre, que conozco yo muy bien que había menester otra condición que la que Dios me ha dado, que sólo para mí es ruin”.

Era de baja estatura y complexión débil, barba y pelo rubios y ojos claros; de forma crónica padecía de asma, afecciones renales y gota, lo que le obligaba a comer de forma austera y rechazaba tanto el vino como la cerveza, todo lo contario que su padre, que consumía grandes cantidades, especialmente de la última. No resulta extraño, por lo tanto, que su equipo de cocineros no fuera ni muy numeroso ni muy selecto, con la excepción de su jefe de cocina, el famoso Martínez Monriño, que continuó en el cargo durante el reinado de su hijo Felipe III. De este cocinero se decía “qué merecía ser cocinero real, porque antes había sido Rey de los cocineros”.

Por el contrario, su equipo médico, que cuidaba diariamente de su salud, era numeroso y selecto, posiblemente gracias a sus permanentes cuidados, el rey Felipe II alcanzó la edad de 71 años, bastante avanzada para aquellos tiempos. Al frente de este equipo de médicos de la Corte figuraba un burgalés de Covarrubias, el Doctor D. Francisco Vallés, quien debido a sus numerosas y hasta milagrosas curaciones, ha pasado a la historia con el sobrenombre de “Divino Vallés”.

Felipe II pasó sus últimos años gobernando su inmenso imperio recluido en otro monasterio jerónimo mucho más lujosos, el de San Lorenzo del Escorial, que él mismo mandó edificar y donde murió el año 1598.

Su hijo, Felipe III el Piadoso, trasladó  de nuevo la Corte a Valladolid, desde donde se trasladaba con frecuencia a la villa burgalesa de Lerma, a la que convirtió en su Corte de verano y en la que fundó diversas Iglesias y Conventos. Su cocinero mayor era Francisco Martínez Montiño, que también lo fuera de su padre, autor de varios tratados de cocina, que le preparaba unos exquisitos hojaldrados de torreznos crujientes y también las sabrosas tortillas cartujanas, precedente de nuestra popular tortilla de patata y cebolla. Este rey, que murió joven, el 31 de marzo del año 1621 a los 42 años, después de casi 23 años de reinado, dejó sus reinos inmersos en una grave crisis económica, herencia de la política llevada a cabo por sus antecesores. Su sucesor, su hijo Felipe IV, encontró las arcas de la Casa Real tan vacías, que apenas si quedaba dinero para atender los gastos de alimentación de la familia real. Un cronista de la época, D. Jerónimo de Barrionuevo, en uno de sus célebres “Avisos”, escribía: “Come el rey pescado todas las vigilias de la Madre de Dios y en las de la Presentación, no tuvo que comer más que huevos y más huevos, por no tener los compradores ni un real para prevenir nada. Todo es tratar de contadurías, arcas y de buscar dineros, y no hay un real por un ojo de la cara”, y en otro de esos “Avisos” añade: “Dos meses y medio ha que no se dan en palacio las raciones acostumbradas, que no tiene el rey ni un real y que el día de San Francisco le pusieron a la infanta en la mesa un capón que hedía como a perros muertos, seguido de un pollo sobre unas rebanadillas como torrijas llenas de moscas, y se enojó de suerte que a poco no da con todo en tierra. Mire vuesa merced como andan las cosas en palacio”. 

Felipe IV comenzó a reinar en el mes de marzo del año 1621 con tan sólo 16 años, pero se mantuvo en el trono nada menos que 44 años, siendo su reinado uno de los más largos de nuestra historia. Era de elevada estatura, ojos verdes, cabello rubio y mentón prominente como todos  sus antepasados. Adoptó el sobrenombre de “Rey Planeta”, tal vez porque el del astro rey ya lo había adoptado el rey de Francia, Luis XIV, el “Rey Sol”, que años después se convertiría en su suegro. El nuevo rey era aficionado a la caza, los toros, el teatro, la buena mesa y, especialmente, a las mujeres, pudiendo ser considerado como un verdadero adicto al sexo. En 1615 casó con Isabel de Borbón, con la que tuvo ocho hijos, de los que tan sólo le sobrevivió la octava, María Teresa de Austria, que acabaría casándose con Luis XIV, el “Rey Sol”, de la que hablaremos más adelante. Su segunda esposa fue su sobrina Mariana de Austria, con la que tuvo cinco hijos, de los que sólo sobrevivió el quinto, Carlos, que acabaría siendo su sucesor y rey de España, Carlos II de Austria, el último de la dinastía. Pero si pasamos al capítulo de sus amores extra matrimoniales, entre amantes oficiales, concubinas, prostitutas y otras muchas de toda clase y calaña, más o menos ocasionales, la lista se hace interminable, así como la de los hijos ilegítimos que engendró, que según el historiador burgalés Padre Enrique Flórez, oscilan entre los 30 y los 60, de los que tan sólo legitimó dos: Juan José de Austria, habido con una de sus amantes favoritas, la célebre actriz de comedias “La Calderona”, que alcanzó gran peso político en la Corte de su padre, y Carlos Fernando de Austria, cuya madre era la aristócrata Casilda Manrique de Luyando y Mendoza, que había sido dama mayor de Doña Mariana de Austria, su segunda esposa. Este hijo bastardo eligió la vida religiosa y llegó a ser canónigo de la catedral de Guadix.

Su afición a la buena mesa, sin embargo, tuvo que pasar por momentos difíciles, debido a la endémica situación económica por la atravesaban las arcas reales y que dejaron las cocinas reales en una difícil situación, que muy a menudo dificultaba la compra de los suministros más indispensables, por lo que la familia real, que acostumbraba a comer en sus habitaciones privadas, tuvo que apretarse el cinturón más de una vez. Lo mismo que les pasaba, salvando las distancias, a la mayoría de los españolitos de a pie.

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Sin embargo, cuando Felipe IV se veía en la obligación de celebrar algún banquete oficial, se ponía en marcha la rigurosa etiqueta de los Austrias, que los convertía en unos ostentosos acontecimientos gastronómicos, capaces de dejar satisfecho el más pantagruélico de los estómagos. La lista de las viandas que se ponían a la mesa resultaba prácticamente interminable, y podía consistir, por ejemplo, en:

-Perniles para los principios

-Ollas podridas

-Pavos asados en su salsa

-Pastelillos hojaldrados de ternera saboyana

-Pichones con torreznos asados

-Tartaletas de aves sobre sopas de nata

-Bollos de vacía

-Perdices asadas

-Capirotada de lomo, salchichas y perdices

.Lechones asados con sopas de queso, azúcar y canela

-Hojaldres de masa de levadura con salsa de puerco

-Pollas asadas

A todo esto hay que añadir los entremeses, las ensaladas, las conservas, los requesones, los quesos, los frutos secos, las frutas, las confituras y los dulces, además del vino, el café y las bebidas, naturalmente. En alguna de estas comidas oficiales llegaron a servirse hasta 38 platos. La mesa estaba presidida por el rey, a quien servían exclusivamente el mayordomo mayor y el sumiller mayor. Antes de dar comienzo el ágape, la mesa era bendecida por el eclesiástico de mayor jerarquía que estuviera presente, pues era normal que hubiera más de uno. Los sumillers de palacio eran los responsables de llenar las copas de los comensales. El rey llegaba a la mesa acompañado por sus servidores más cercanos, precedidos por el ujier de sala, que iba golpeando el suelo con su bastón de mando, al tiempo que gritaba: “A la vianda, caballeros”.

Naturalmente, estos fastuosos ágapes, acompañados de un riguroso y complicado protocolo, se alargaban durante horas, dándose por finalizados cuando el rey, después de lavarse las manos y de que el mayordomo le sacudiese las posibles migas o restos de comida que hubiesen podido quedar adheridas a sus vestiduras, se retiraba a sus aposentos, seguido de todos sus servidores, en ese momento el resto de los comensales, que habían permanecido respetuosamente en pie, podían abandonar la mesa y retirarse.

El verdadero responsable de estos fastuosos banquetes era, sin duda, su cocinero mayor Francisco Fernández Montiño, que ya lo había sido de su padre de y de su abuelo, y a quien Felipe IV otorgaba toda su confianza y aprecio.

Según el cronista de la Casa de Austria, Alfonso Núñez de Castro, del presupuesto de la Casa Real, que ascendía a 670.000 ducados anuales, más del 30% se destinaban a gastos de alimentación. Es decir, más de 200.000 ducados, cantidad que, por aquellos tiempos, podía parecer astronómica.

El día 15 de abril del año 1660 salía de Madrid un inmenso convoy en el que viajaba la familia real y una gran parte de los miembros de la Corte madrileña, acompañados de sus respectivos sirvientes y transportando además sus numerosos enseres y todo lo necesario para su alimentación e higiene.. Estaba integrado por 18 literas, 70 coches, 72 caballos, 2.100 acémilas, 500 mulas de carga, 900 mulas de silla y 32 galeras, tan sólo el ajuar de la novia consistía en 12 cofres de terciopelo y plata, que transportaban 40 mulas.

Su destino era la Isla de los Faisanes y su objetivo era llegar a un acuerdo de paz con Francia, mediante el matrimonio de la Infanta María Teresa, hija de Felipe IV, con Luis XIV, el flamante Rey Sol de los franceses.

Durante su travesía por los intransitables caminos de Castilla, muchos famélicos campesinos contemplaron asombrados el paso de aquella inacabable caravana, en la que el lujo y la ostentación eran las notas dominantes, hubo incluso quien dejando su herramienta de trabajo en el suelo, aplaudió con respeto aquel espectáculo nunca visto.

El 23 de abril llegaron a la villa ducal de Lerma, en cuya monumental Plaza Mayor se celebró una corrida de toros en honor de los reyes. En la tarde del día 24 entraban en Burgos, donde permanecieron 6 días, durante los cuales, a pesar del tiempo lluvioso que les acompañó, en honor de los ilustres visitantes se celebraron numerosas cabalgatas, comedias, corridas de toros, fuegos artificiales y concurridos y espléndidos banquetes. Lamentablemente, una nota trágica ensombreció tanto festejo, pues la tarde del jueves 29, durante la celebración de una corrida de toros en la Plaza Mayor, se desplomó una pared de contención, causando la muerte de cinco espectadores y unos cuantos heridos.

Al día siguiente, viernes 30 de abril, la real caravana vuelve a ponerse en marcha, esta vez en dirección a Briviesca, capital de La Bureba y residencia de la ilustre familia de los Velasco, que fueron sus anfitriones durante los tres días de estancia en la ciudad, donde continuaron  los festejos, corridas de toros y fuegos artificiales en su honor, además de selectos banquetes en los que saborearon los ricos productos típicos de la  cocina burebana.

«Ya morcilla, el adobado,
testuz y cuajar relleno,
el pie ahumado, la salchicha,
la cecina, el pestorejo,
La longaniza, el pernil, …”

(Agustín de Rojas)

El 3 de mayo, tras atravesar el desfiladero de Pancorbo, la caravana penetró en el país vasco, llegando a San Sebastián el 11 de mayo. Los festejos continuaron hasta que el día 3 de junio se celebró en San Sebastián la solemne ceremonia española del matrimonio de la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV, el Rey Planeta, con el rey de Francia Luis XIV, el luminoso Rey Sol.

También se firmó, entre Francia y España el famoso “Tratado de los Pirineos”, que, más o menos, al poco tiempo se convirtió en agua de borrajas.

Felipe IV fallecía el 17 de setiembre del 1665, siendo sucedido en el trono español por su hijo Carlos II,  conocido como el Hechizado, aunque hasta el año 1675, en el que alcanzó la mayoría de edad, España estuvo bajo la regencia de madre, Doña Mariana de Austria, la segunda esposa de su padre. Este rey, el último de la Casa de Austria, ofrecía un lamentable aspecto físico, de naturaleza enfermiza achacable a la consanguineidad de sus progenitores, que le produjo infertilidad, a pesar de sus dos matrimonios, por lo que a su muerte, ocurrida en el año 1700, tras 35 años de reinado, dejó sus reinos inmersos en un grave problema sucesorio.

El 19 de noviembre del año 1679, en la iglesia parroquial de San Esteban, del pequeño pueblo burgalés de Quintanapalla, muy cercano a la capital, en una ceremonia oficiada por el Patriarca de las Indias y en la que estuvieron presentes diferentes personajes importantes de ambos reinos, se celebró la confirmación del desposorio de la duquesa María Luisa de Orleans con el rey de España Carlos II de Austria. La novia, de una gran belleza, era sobrina del rey de Francia Luis XIV y el novio, mucho menos agraciado físicamente, era su cuñado, al estar casado el Rey Sol con su hermana María Teresa de Austria. La real y joven pareja, pues el novio tenía 18 años y la novia 16, antes de regresar a su Corte madrileña, pasó en Burgos una pequeña luna de miel, hospedados en el palacio de los Condestables de Castilla, también conocido como la Casa del Cordón. Durante su estancia, en la ciudad tuvieron lugar numerosos actos y festejos en honor de la real pareja, que también quiso tener un contacto más personal con sus súbditos burgaleses, por lo que algunas de las comidas que se celebraron en los comedores la Casa del Cordón tuvieron carácter público, propiciando que muchos burgaleses acudieran a ver comer a sus reyes y contemplarles de cerca, causando especial admiración la belleza, juventud y simpatía de la joven reina, en fuerte contraste con el aspecto enfermizo del joven rey, que fue incapaz de engendrar en sus dos matrimonios un heredero, ni legítimo ni ilegítimo.

Autor Paco Blanco, Barcelona, mayo 2018.

EL YANTAR EN LA EDAD MEDIA Y EL RENACIMIENTO. -Por Francisco Blanco-.

En el “buen yantar” burgalés actual coexisten dos realidades gastronómicas muy diferenciadas entre sí, pero ambas conviviendo perfectamente y constituyendo una importante realidad gastronómica: Estamos hablando, en primer lugar, de nuestra cocina clásica y tradicional, ¡la de toda la vida vamos!, creada a lo largo de nuestra historia y basada en nuestras tradiciones, nuestras costumbres, nuestra religión y sobre todo en nuestros propios productos.

La segunda, conocida como la “nueva cocina”, o “cocina de autor”, que utiliza unas novedosas técnicas de cocinar, más complicadas y altamente sofisticadas, utilizando unos ingredientes sometidos a complejos procesos de elaboración y cuyo resultado final depende, en un porcentaje muy alto, de los conocimientos, técnica  y habilidad del cocinero, cuya figura se ha convertido en fundamental.

Naturalmente, en las dos cocinas se utilizan productos originarios de la tierra y otros foráneos, y también existen numerosos productos cuya apariencia, sabor y presentación sigue siendo la misma, tal es el caso, por ejemplo, del pan, las frutas o los quesos, cuya presencia sigue siendo muy frecuente en las dos cocinas. Otro elemento común son los vinos, cuya presencia resulta imprescindible en una buena mesa y entre los que se pueden elegir algunos de los que se producen por tierras burgalesas.

Si hablamos de los siglos IX y X, el buen yantar y las mesas bien provistas se encontraban principalmente en los conventos y monasterios, presididas por sus respectivos priores y abades y también en los palacios o castillos de algunos poderosos señores feudales, que anunciaban sus festines con toques de cuerno o de trompeta. Las mesas carecían de manteles, pero los menús eran muy variados y abundantes, llegándose a servir hasta seis servicios diferentes, formados cada uno por cinco o seis platos. Por el contrario, las mesas de la gente del pueblo que podía sentarse a tomar su diario condumio, estaban, generalmente, parcamente surtidas de unos productos sencillos, como el pan negro de centeno, las patatas, legumbres o verduras cocidas y poco más. La carne aparecía cuando se había tenido que sacrificar algún animal doméstico, o en la época de matanza tan sólo aquellos privilegiados  que poseían algún cerdo, pues generalmente el ganado pertenecía al señor, que era quien disponía.

En el siglo XIII, el rey de Castilla Alfonso X el Sabio, en sus “Partidas” define a este campesinado libre y activo, que representaba la fuerza de trabajo más importante de la sociedad medieval como “los que labran la tierra e fazen en ella aquellas cosas por las que los hombres han de vivir y de mantenerse”. También promulgó otra ordenanza por la que se regulaba el consumo de vino en todos los figones, mesones y tabernas del reino, por la que se prohibía servir vino a los parroquianos sin el acompañamiento de algún alimento de boca. Vamos que al Rey Sabio se le puede considerar como el precursor de nuestro popular “tapeo”.

En el año 1332 el rey Alfonso XI, también llamado “el Justiciero”, celebró en la ciudad de Burgos las fiestas de su coronación. Entre otros muchos festejos, en la Capilla de Santiago del Real Monasterio de las Huelgas tuvo lugar el solemne acto fundacional de la “Orden de la Banda”, en la que él mismo se armó caballero, seguido de veinte ricos homes y ochenta y tres hijosdalgos, todos pertenecientes a la alta nobleza burgalesa.

El Estatuto de esta nueva Orden de Caballería venía a ser algo así como un código de buenas maneras y modales. Uno de sus estatutos rezaba de la siguiente forma: “No comer manjares sucios, nin los coman sin mantel, salvo si fuere letuario o fruta. Que en el beber guardaren estas tres cosas: Que nunca beban de pie, salvo el agua, que nunca bebieren vino en cosas de barro o de madera y que, cuando bebieren vino, por mucha sed que tuvieren, nunca se santiguaren con el vaso o taza en que bebieren.” Ni que decir tiene que las reuniones de la Orden se solían realizar en torno a una mesa bien surtida de cosas de comer y de beber.

Esta noble cuna de lo que se convertiría en el arte burgalés del “Buen comer” se fue extendiendo por las restantes clases sociales de la sociedad burgalesa bajo el lema de: “Adobareis vuestro comer bien y honradamente, como los muy buenos y muy honrados hombres deben hacer”. Bajo este lema nació nuestra actual tradición coquinaria, en la que se combinan la abundancia con la mesura, hasta alcanzar ese punto que convierte el comer en un placer.

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El propio monarca Alfonso XI tuvo a su servicio a un famoso cocinero burgalés, Gonzalo Gil, que llegó a ser uno de los “sece homes buenos de la ciudad”.

Los figones burgaleses no tardaron en hacerse conocidos en el resto de España por la largueza y calidad de los condumios que se servían en sus mesas, por lo que, además del citado Gonzalo Gil, también alcanzaron fama como cocineros otros muchos burgaleses como Domingo García, cocinero mayor del Infante D. Juan, corregente de Castilla durante la minoría de edad de Alfonso XI; también por la misma época, fue famoso otro cocinero burgalés, Domingo Gil Aleo, cocinero del rey Fernando IV de Castilla, el padre de Alfonso XI, que parece murió en Sevilla, pero que tiene una lápida funeraria que se encuentra en la catedral de Burgos. Pero tal vez el cocinero burgalés más famoso de la época fue Sancho de Jaraba, cocinero del rey Juan II de Castilla, que colaboró además con D. Enrique de Villena, marqués de Villena, en la composición de su obra “Arte Cisoria”, un detallado tratado sobre el arte de cortar los alimentos con el cuchillo, así como de los instrumentos a utilizar para cada tipo de alimento, de acuerdo con los usos mundanos que oviesen comienço por los omes rasonables capaçes de fallar las cosas a ella nesçesarias convenibles e buenas e conseruacion e inducçion de virtuosa vida, que los apartase de la sensualidat e bestial participio”. El libro se terminó de componer en el año 1423.

En el año 1351 se reunieron en Valladolid las Cortes de Castilla, convocadas por el  rey burgalés Pedro I el Cruel, hijo del citado Alfonso XI:

«…Porque en estas cortes que yo agora fice en Valladolid, los prelados de la mi tierra que aquí conmigo son e los ricos-hombres e caballeros e fijos-dalgo de la mi tierra que hi eran conmigo e que yo mande llamar a las dichas cortes, me ficieron algunas peticiones….»

En ellas se trataron diferentes temas y se adoptaron diferentes medidas, principalmente encaminadas a paliar los efectos de la crisis en que estaban sumidas tanto Europa como España, en pleno apogeo de la Guerra de los Cien Años. Algunas de estas medidas estaban relacionadas con el comercio con Flandes, la administración de justicia y también se establecieron controles sobre los precios de los productos, tratando de frenar que se disparasen y también sancionaron los “Ordenamientos menestrales”, que intentaban paliar la escasez de mano de obra, ocasionada por la tremenda mortandad que había causado la terrible “Peste Negra”, que no se pudo controlar hasta el año 1353. Otro de los temas que se abordaron y sobre el que se sancionaron unas nuevas Ordenanzas, fue el control del elevado gasto que suponían las diferentes visitas que el Rey y su numeroso séquito realizaban por las diferentes villas y ciudades del reino, cuyos concejos tenían que correr con el elevado coste que suponía su manutención y alojamiento, que dejaba esquilmadas las arcas municipales, provocando largas temporadas de pobreza. Este ordenamiento estableció las cantidades máximas de vituallas que se podían dedicar a tal menester, que, como se podrá apreciar, no implicaban muchas estrecheces para el rey y su comitiva:

Ponían a su disposición un máximo de:

-30 carneros a 8 maravedís

-15 docenas de pescado seco a 12 maravedís

-90  maravedís de pescado fresco

-1 vaca a 70 maravedís

-50 gallinas a 16 dineros

-2 cerdos a 20 maravedís

-50 cántaras de vino a 3 maravedís

-1000 panes a 1 dinero

-40 fanegas de cebada a 3 maravedís

Lo que equivalía a un coste aproximado de 800 maravedís, que comparado con el de 1500 maravedís de promedio que suponían los costes actuales, significaba una considerable rebaja para los concejos, que se vieron liberados en parte de aquella carga impositiva (1).

Por la ruta jacobea del Camino de Santiago burgalés desfilaban diariamente numerosos peregrinos que se encaminaban a Santiago. Muchos de ellos carecían de recursos económicos para atender a su sustento diario, por lo que se veían obligados a mendigar para comer. Por la ruta burgalesa, que comenzaba por los Montes de Oca y atravesaba toda la provincia, se construyeron más de treinta conventos y monasterios, en cuyas porterías se repartía a estos peregrinos indigentes que “iban a la sopa”, un tazón de caldo con algún mendrugo de pan con lo que calmar sus vacíos estómagos. Alguno de estos monasterios, como el Hospital de San Antonio de Villafranca Montes de Oca, tenían como norma: “No se den de razón ni permitan en el hospital hacer morcillas, sino que a cada pobre peregrino se le dé una tercia de libra de carnero, repartiéndola con igualdad y no tomando para los dependientes lo mejor y lo peor para los pobres y que los menudos de los carneros se gasten frescos entre dependientes y peregrinos, repartiéndolos por la regulación del peso”. O sea que no podía haber preferencias y el reparto de la comida debía de ser equitativo. Otro, como el Hospital del Rey, se hizo famoso por que en él se servían  hasta tres platos diarios, en los que no faltaba el pan, la sopa y algún pedazo de carne, acompañados además por un cuartillo de vino de la tierra. Este Hospital de Peregrinos fue fundado en el 1195 por el rey Alfonso VIII de Castilla y su esposa doña Leonor de Plantagenet, fundadores también del famoso Monasterio de las Huelgas, del que dependía y era casi contiguo, ambos situados a las afueras de Burgos, en el margen izquierdo del río Arlanzón. Los romeros entraban por “la puerta de Romeros” y en él recibían el alimento diario para el cuerpo y también para el alma, además de hospedaje y cuidados médicos, incluida la sepultura para los fallecidos.

En el siglo XIII se hizo famoso un peregrino francés, de nombre Amaro, que al regreso de su peregrinación a Santiago se instaló definitivamente en Burgos, dedicando el resto de su vida al cuidado de los peregrinos enfermos que acudían al Hospital. En el año 1614 Fray Pedro de Lozano fundó en su honor la Ermita de San Amaro, situada dentro del parque burgalés del Parral (2), a la que en el siglo XVIII se anexionó un pequeño cementerio. Su festividad se celebra el 10 de mayo.

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También en el Monasterio jerónimo de San Juan de Ortega (3), fundado por el santo burgalés Juan Velázquez de Quitanaortuño,  se entregaba diariamente, a cada peregrino, un cuartillo de pan y los ingredientes para que ellos mismos se preparasen la olla, junto a lo que hubiese sobrado de la entrega anterior, que no solía ser mucho.

Dos hechos trascendentales determinan el comienzo de lo que conocemos como la Edad Moderna: El primero es la consolidación y propagación por toda la Europa occidental de un amplio movimiento cultural, conocido como El  Renacimiento, y el segundo corresponde al descubrimiento de América por Cristóbal Colón en el año 1492, durante el reinado de los Retes Católicos, que superó con largueza todo lo que hasta entonces se había descubierto en los viajes a África y Oriente realizados por Marco Polo y los marinos portugueses.

La cultura y los buenos modales empiezan a imponerse a la necedad y la grosería, la elegancia y la educación a la extravagancia y la rusticidad. También significó la gradual desaparición del feudalismo y la lenta aparición de las clases medias y la burguesía. También se trató de recuperar alguno de los valores que caracterizaron la antigua cultura grecolatina.

En la cocina renacentista los cambios también fueron tan espectaculares, que supusieron una verdadera revolución gastronómica, que afectó a la composición de los alimentos, su forma de cocinarlos, su presentación y también su forma de consumirlos. El Renacimiento puede decirse que elevó la cocina europea a unas cotas tan altas de riqueza creativa, así como el más depurado refinamiento a la hora de sentarse a la mesa, que convirtió la Gastronomía en un verdadero arte, además de un auténtico pleno placer.

En gran medida, la herencia culinaria que recibimos del Renacimiento es la base de la gastronomía moderna. Lo mismo se puede decir del arte, la cultura, la ciencia, la filosofía, la arquitectura y muchas cosas más…….

 

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A partir del segundo viaje al Continente americano, el intercambio de productos alimenticios fue constante, de España se llevaron diferentes animales comestibles, así como una gran variedad de frutas y semillas para plantar, mientras que de los nuevos territorios descubiertos nos llegó una enorme variedad de productos gastronómicos, absolutamente desconocidos para nosotros, pero que no tardaron en convertirse en indispensables en la nueva cocina que originaron. Cabe mencionar el pavo, el tomate, el pimiento, la patata, las alubias, las cebollas, el maíz, el cacao, el aguacate y otros muchos, que forman una larga lista.

En cuanto a la comida indígena que se encontraron los conquistadores y colonizadores españoles, era de una gran variedad, destacando especialmente las pertenecientes a las culturas nativas, como la azteca, la inca y la maya, pudiéndose hablar desde la cocina mexicana hasta la cocina argentina, pasando por la boliviana y la peruana, que era de las más apreciadas. Predominaban los productos procedentes de la caza y la pesca, pero también se utilizaban las papas o patatas, el maíz, las sopas o chupes, las empanadas, pero en todas ellas predominaban los productos picantes, como la guindilla, la pimienta, el chile, el tabaco, cuyo consumo sigue siendo masivo y otros muchos. En cuanto a las bebidas predominaban los zumos de frutas, mezclados con clara de huevo. Pero sin duda, la bebida del Nuevo Mundo que más éxito alcanzó y más rápidamente se extendió por Europa fue el café, con el que prácticamente se acaban todas las comidas y también se toma con mucha frecuencia en el desayuno, la cena y entre horas. Posteriormente se fueron incorporando el vino y otras bebidas alcohólicas, la mayoría de ellas traídas por los hombres blancos.

NOTAS

  • Datos sacados de “La Mesa Moderna”
  • En el Parque del Parral se reúnen cada año por la festividad del Corpillos, las Peñas de mozos y mozas burgaleses, que celebran un interesante concurso de comer y de beber, que atrae a un gran número de visitantes, dispuestos s probar sus platos y sus vinos.
  • Juan Velázquez, natural de Quitanaortuño, pasó a la historia ha pasado a la historia como S. Juan de Ortega, discípulo y compañero de Santo Domingo de la Calzada, nacido en otro pueblo burgalés, Viloria de Rioja. Ambos dedicaron su vida a ayudar a los peregrinos que circulaban por el Camino de Santiago, en principio el monasterio se llanó de S. Nicolás y estaba regido por los canónigos agustinos regulares. En el siglo XV su estado era ruinoso, fue restaurado por orden del obispo de Burgos Pablo de Santamaría, pasando a ser ocupado por monjes jerónimos, algunos procedentes del Monasterio de Fresdelval.

Autor Paco Blanco, Barcelona, mayo 2018

LA GASTRONOMÍA CON LOS ÁRABES. -Por Francisco Blanco-.

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El Islam invadió España en el año 711 con tropas musulmanas procedentes de Arabia y del Norte de África, y entre esta fecha y el 719 se estableció Al-Andalus, que puso en marcha un nuevo régimen de sometimiento, principalmente religioso y político, pero también en el ámbito económico, social e incluso moral. Una pequeña minoría musulmana se impuso con relativa facilidad a una gran mayoría cristiano-goda. Dos factores determinantes propiciaron que esta minoría se impusiera tan rápidamente a la mayoría: en primer lugar la sociedad visigoda estaba harta de soportar tanta corrupción e ineficacia por parte de la aristocrática clase dominante y oligárquica que dirigía aquella sociedad decadente, y en segundo lugar, porque los nuevos invasores ofrecieron, al menos de primera mano, una serie de ventajas a los nuevos sometidos, entre ellas la de respetar sus costumbres y tradiciones además de conservar su religión, a cambio, eso sí, del pago del correspondiente tributo. Muchos fueron los cristianos que optaron por la apostasía, otros optaron por el exilio y los restantes se decidieron por la convivencia pacífica con los nuevos invasores. De esta forma el Islam se mantuvo en España durante más de siete siglos, siendo durante buena parte de ellos la nación dominante.

Con los nuevos invasores, además de su lengua, su religión y su cultura, entró también su gastronomía, integrada por las diferentes comidas de cada uno de los pueblos que formaban los llamados Países Árabes, desde la cocina libanesa hasta la de Marruecos y los países del norte de África. Mezcla de la cocina oriental y la cocina mediterránea, ofrece, por lo tanto, un variado repertorio en el que abundan las especies, entre las que predominan las procedentes de la India y otras regiones asiáticas, como el té, la menta, el curry, la cúrcuma, el azafrán, la canela y el arroz. Las verduras se utilizan en numerosos platos, en los que aparecen la cebolla, el pepino y especialmente las berenjenas, el consumo de frutas, por el contrario, es muy escaso, limitándose prácticamente a los cítricos. La carne de cerdo, al igual que en la cocina judía, está totalmente prohibida, pues consideran al cerdo como un animal inmundo, siendo las de cordero y las de pollo las más utilizadas, el pescado es más propio de las zonas costeras.

Uno de los condimentos árabes más conocidos y con más fama, que todavía se sigue utilizando con mucha frecuencia en la actual cocina árabe es el famoso Cuscús o Alcuzcuz en castellano antiguo.

Algunos historiadores y antropólogos aseguran que es de origen bereber y ya se elaboraba unos 200 años a. C., según se deduce de las ollas y utensilios encontrados en las primitivas tumbas bereberes de esa época.

Era muy apreciado en el Norte de África y Al-Andalus,  y en un libro de cocina árabe del siglo XIII aparece una receta sobre su preparación. En el capítulo VI del “Quijote”, se describe como se preparaba el alcuzcuz por tierras manchegas: “Con las pasas y la sémola de trigo se preparaba el alcuzcuz, plato muy apreciado por los moros”. Sus sencillos ingredientes básicos son la sémola de trigo duro mezclada con otros cereales como la cebada, el mijo, la polenta, el arroz y algunos granos de maíz, todo ello molido, pero sin que se llegue a convertir en harina, de forma que al cocinarse se quede con un espesor de aproximadamente medio milímetro. Se cocina en una cuscusera con dos cuerpos, en el de abajo se prepara un estofado de carne, generalmente de cordero o pollo, con verduras y legumbres, generalmente garbanzos, del que el cuscús será la guarnición. Tras varias horas de cocción y vaporización en la parte superior se obtiene una pasta suelta, ligera y aromática, de delicado sabor.

Actualmente la preparación se puede simplificar vertiendo agua hirviendo sobre la pasta del cuscús y dejarle durante unos cinco minutos para que la pasta se hinche y alcance el grosor adecuado.

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El Islam prohíbe también el consumo de vino o cualquier otra bebida alcohólica, en consecuencia, la bebida más utilizada por los árabes es el famoso té moruno ó a la menta, cuyo consumo es masivo y que se prepara y se bebe siguiendo un determinado ritual: Se prepara en una tetera en la que se vierte agua hirviendo para calentarla, a los pocos segundos se vacía y se le echa el té verde, una cucharadita de azúcar por cada taza de té, la menta, que puede sustituirse por hierbabuena y de nuevo el agua hirviendo. Acostumbra a tomarse muy caliente, a pesar de los calores climáticos agobiantes de la mayoría de los países árabes. Aseguran que el té moruno caliente y las comidas picantes estabilizan la temperatura corporal, que se mantiene por debajo de la ambiental.

Hay ocasiones en que el té se ofrece como muestra de hospitalidad y amistad, en esos casos es el jefe de familia el que lo prepara y ofrece. Se sirve en pequeños vasitos hechos ex profeso y se debe de beber a pequeños sorbitos para evitar quemarse la boca. Por la misma razón, el vaso debe de cogerse por su parte superior.

A pesar de que el consumo del vino está prohibido, por qué según el profeta Mahoma distraía a los fieles de su diaria obligación de postrarse en oración varias veces al día mirando a La Meca, muchos grandes poetas musulmanes han cantado dulces poemas  en su honor. Vamos a reproducir a continuación un fragmento de la obra del poeta, astrónomo, matemático, filósofo e historiador persa del siglo XI, Omar Khayyan:

“¿Por qué vendes tu vino, mercader?

¿Qué pueden darte a cambio de tu vino?

¿Dinero?….¿Y qué puede darte el dinero?

¿Poder?…..¿Pues dueño del mundo

cuando tienes en tus manos una copa?

¿Riqueza?…..¿hay alguien más rico que tú

Que en tu copa tienes oro, rubíes, perlas y sueños?

¿Amor?…..¿No sientes ardor en tus venas

cuando la copa besa tus labios; no son los besos del vino

tan dulces como los más ardorosos de la hurí?

Pues si todo lo tienes en el vino, díme mercader:

¿Por qué lo vendes?

Porque cuando estrechas en tus brazos a la amada

me recuerdas.

Porque cuando quieres desear felicidad al amigo,

levantas tu copa,

porque Dios cuando bendijo el agua la transformó en vino,

y porque cuando bendijo el vino lo transformó en sangre….

Si te ofrzco mi vino ¡no me llames mercader!”.

 

También de finales del siglo XI es el poeta musulmán Abu Bakr Muhammad Ibn Quzman, natural de Córdoba, la floreciente capital del Califato, pertenecía a una aristocrática familia y era muy aficionado a vivir rodeado de placeres y de lujo. Es el autor de un magnífico “cancionero”, en el que está recogida toda su obra poética, del que extraemos un pequeño fragmento:

 “Sobre el beber guerra habemus el alfaquí y yo:

Es dulce pecar en días de lechuga e hinojo,

mas al verme mi blanca barba me dice: ¡Arrepiéntete!.

Pero yo, por costumbre, aprendo vías de ilicitud.

 

“Entre la copa, el tarro y el tazón

estoy borracho perdido, ebrio y eufórico,

llegándome un aroma de jazmín y albiha,

como el elogio del más noble señor: Albulhakhan.”

 

Ambos poemas nos llevan a la conclusión de que el vino estuvo presente en la sociedad musulmana, al menos entre las capas más pudientes. Incluso hay quien afirma que el propio Mahoma no lo despreciaba.

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El Corán que Alá reveló a Mahoma, es el libro sagrado que sirve como guía espiritual, religiosa y moral de los mil seiscientos millones de musulmanes que existen actualmente, en él se establece la obligación de cumplir el Ramadán, que consiste en practicar durante todo un mes el ayuno total, que obliga a no ingerir ninguna bebida ni alimento sólido desde que sale el sol hasta que se pone. Naturalmente esta rigurosa regla, de obligado cumplimiento, tiene numerosas excepciones y hay numerosas personas exentas de cumplirla, como los niños, los ancianos, los enfermos, las mujeres embarazadas y otras muchas si se cumplen determinadas circunstancias.

Una vez finalizado el Ramadán y recuperado el ritmo habitual de vida, hay que resaltar que el concepto árabe de la cocina está íntimamente ligado al de la hospitalidad y cuando hay invitados a la mesa la comida árabe se convierte en una ocasión especial de agasajar y honrar a los huéspedes, convirtiéndose el jefe de la casa en el maestro de ceremonias y la comida en un verdadero acontecimiento social en el que aún perduran las viejas tradiciones árabes.

La gastronomía árabe en España es muy variada e incluye diferentes aportaciones de las diversas regiones en las que estuvieron instalados de forma estable, lo que ha dado origen a una gran variedad, tanto de platos como de ingredientes.

El Condado de Castilla fue para los árabes más bien un territorio de razzia, es decir: expediciones de saqueo en busca de esclavos, ganado y alimentos, lo que provocó que, en el sur principalmente, se creara una extensa zona desértica conocida como “el desierto del Duero”, que no se empezó a repoblar hasta que los reinos de taifas árabes tuvieron que replegarse hacia el sur peninsular, obligados por el empuje de la Reconquista cristiana. A esta zona desértica por el norte llegaron los foramontanos y por el sur los mozárabes, los primeros venían de las montañas del norte y los segundos eran los cristianos que habían permanecido en la zona conquistada y colonizada por los árabes, pero conservando su cultura hispano-goda. Los nuevos castellanos, cuya capital era Burgos, se abastecían en el norte de pescado, pero pronto se convirtieron en agricultores que vivían fundamentalmente de trabajar la tierra, aunque también la ganadería fue alcanzando gran importancia, por lo que la carne de bovino, ovino y porcino, esta última prohibida por el Islam, fueron adquiriendo gran peso en su alimentación. También se recuperó el cultivo de la vid, que tanto habían protegido romanos y visigodos, creándose grandes extensiones de viñedos, origen de los que hoy se conocen como vinos de la Ribera del Duero.

La producción agrícola se centraba en los cereales, principalmente el trigo, pero tampoco se descuidó la producción de frutas, verduras y  legumbres, como los garbanzos, las alubias y las lentejas.

Con estos productos fueron apareciendo nuevas preparaciones culinarias, a base de productos sencillos pero sustanciosos, que son el origen de la actual cocina castellana y burgalesa, que sigue conservando sus tradicionales raíces.

Las modestas y sabrosas lentejas son la base de un plato muy apreciado en Burgos y provincia, conocido como “Lentejas Medievales”, cuya receta adjuntamos:

 “Venimos de la función

y hemos comido lentejas

con oreja de lechón”

(Canción popular burgalesa)

Según nos cuenta la Biblia, Isaac casó con Rebeca a la edad de cuarenta años y tardaron otros veinte en concebir dos hijos gemelos, Esaú y Jacob les llamaron. Esaú era virilmente atractivo, extrovertido y desinteresado, Jacob, por el contrario, era físicamente menos favorecido, reconcentrado, poco comunicativo y ambicioso, esta disparidad de caracteres llevó la relación entre los hermanos a un desenlace trágico, Jacob le cambió la herencia a Esaú por un plato de lentejas, rechazó la bendición de Dios, dice textualmente la Biblia.

¿Qué tendrán estas sencillas semillas forrajeras, lens culinarin para los romanos, capaces de ocasionar esa terrible discrepancia fraterna, induciendo a uno de los hermanos a renunciar a su herencia y rechazar la bendición de Dios?.

Si las lentejas fueran de color dorado parecerían pequeñas pepitas de oro, planas y achatadas, pero son pardas, como el color de la tierra que las germina. Burgos es tierra de lentejas, su cultivo es abundante, su producción alta y su calidad extraordinaria. Lógico es, por todo lo expuesto, que las lentejas ocupen un lugar destacado en las artes culinarias burgalesas. De las dos presentaciones más populares, “lentejas a la burebana” y “lentejas medievales”, vamos a ofrecer esta última que, además de ser la más sabrosa, fué un plato obligado en la “III JORNADA GASTRONOMICA BURGALESA” del año 1.983 y que a mí, personalmente, me trae recuerdos muy entrañables:

La oreja, el rabo, la pata, la costilla y la careta del cerdo deben de estar adobados y puestos en remojo desde la víspera, se les cambia el agua y se pone todo a cocer durante cuarenta y cinco minutos, aproximadamente, a continuación se añaden las lentejas y el chorizo y se deja que se vayan cociendo. Aparte, se va preparando un sofrito con aceite caliente, cebolla picada fina, unos dientes de ajo enteros y pelados, y laurel. Cuando la cebolla esté bien dorada se le añade pimentón dulce y se echa a las lentejas. Unos minutos antes de que estén cocidas las lentejas se le añade la morcilla, pues si se echa antes corre el riesgo de romperse. Es imprescindible que la morcilla sea de Burgos. Antes de servir, probar de sal y rectificar si es preciso. Si se quiere reforzar el plato, se puede añadir, al mismo tiempo que la morcilla o un poco antes, el relleno, hecho con ajo y tocino bien  picados y miga de pan, a ser posible de Burgos y de unos cuantos días, empapada en huevo batido. Se sirven primero las lentejas humeantes y en bandeja aparte, bien calientes, el resto de los ingredientes y que cada comensal decida si lo une todo ó lo saborea por separado. ¡A disfrutar y buen provecho!

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Un vino: Sin la menor duda, este plato suculento debe estar acompañado por un vino de la tierra, no obstante, me permito sugerir que, en lugar de los crianzas y reservas, con demasiado cuerpo para una comida de tanta enjundia, se recurra los vinos tintos jóvenes de la Ribera del Duero, más ligeros y con un paladar más suave.

Un postre : Nada mejor para acabar una comida de tanta enjundia que un postre ligero y frío, pero sabroso. Me atrevo a recomendar un buen plato de natillas cuya receta es como sigue :

Natillas : Se pone a cocer durante unos diez minutos 1 litro de leche con canela en rama y una cáscara de limón troceada, dejando a continuación que se enfríe.

En una cazuela aparte se echan dos huevos, tres cucharadas soperas de azúcar y se bate todo junto, añadiendo la leche fría, removiéndolo todo para que se mezcle bien. A continuación, esta cazuela se introduce en otra mayor con agua y se pone al baño maría, removiendo continuamente. Hay que dejar que el agua del baño maría hierva durante unos 5 minutos pero sin que hiervan las natillas. Se dejan enfriar, se vierten sobre una fuente honda, se espolvorean con canela en rama y se ponen a la mesa, la presentación también puede hacerse en terrinas individuales. Como acompañamiento pueden servirse unas galletas o, mejor aún, unos canutillos de barquillos.

¡Buen provecho!  (Esta receta puede servir para 6 comensales)

Autor Paco Blanco, Barcelona, mayo 2018

LA GASTRONOMÍA CON LOS ROMANOS Y LOS VISIGODOS. -Por Francisco Blanco-.

“Cada época de la historia modifica el fogón y cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago. Hay platos de nuestra cocina nacional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un sepulcro”

(Doña Emilia Pardo Bazán)

Antes de la llegada de los romanos, el territorio que comprendía la actual provincia de Burgos estaba habitado por diferentes tribus celtas, como los vacceos, los verones, los arévacos y los celtíberos, que habitaban en pueblos amurallados, situados en los altos de los cerros para facilitar su defensa y vivían prácticamente de la caza, la ganadería y una muy escasa agricultura. Hacia el siglo II antes de Cristo empezaron a aparecer los romanos y comenzaron a surgir los problemas de convivencia, que se rompió definitivamente con la caída de Numancia en el 133 a.C., tras un asedio que duró nada menos que 20 años. La romanización fue progresiva, hasta que se completó en tiempos del emperador Augusto, pasando los territorios conquistados a formar parte de las provincias romanas de Lusitania y Tarraconensis.

Las huellas de los romanos en nuestra provincia son todavía abundantes, destacando los yacimientos arqueológicos hallados en  Roa (Rauda), Valdeande (Ciella), Baños de Valdearados, pero especialmente las ruinas romanas de Clunia Sulpicia, (actualmente Peñalba de Castro), que llegó a ser capital del Imperio en tiempos del emperador Tiberio. Son especialmente destacables su impresionante teatro romano y numerosas  “termas” y “domus”  decorados con bellos mosaicos perfectamente conservados. En el Museo de Burgos también se pueden admirar varias piezas procedentes de diferentes lugares de la provincia.

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Roma, a partir del siglo II antes de Cristo, en que empezaron a extender sus colonias por todo Oriente, dejó de ser un pueblo austero y frugal, para convertirse en un pueblo poderoso, que había recibido de Grecia una valiosa herencia cultural, y que  alcanzó igualmente un gran esplendor en todos los órdenes, incluido naturalmente el gastronómico. Las clases populares siguieron alimentándose a base de tres comidas diarias, de las que la más importante era la cena, pero con el esplendor y la riqueza aparecieron también las grandes diferencias sociales, que a su vez establecieron grandes diferencias en la forma de vivir de los romanos, incluida su forma de alimentarse.

Las grandes victorias militares que propiciaron la expansión de Roma por la mayor parte del mundo conocido, fueron aprovechadas por las clases dominantes para amasar grandes fortunas, que les permitieron llevar un fastuoso tren de vida. El lujo, la ostentación y el despilfarro estaban a la orden del día en la opulenta sociedad aristocrática romana.

Esta opulencia no dejó de sentirse en la comida, que se volvió mucho más abundante y sofisticada, incorporando un gran número de productos exóticos procedentes de los países conquistados. Los platos eran cada vez más complicados y requerían una larga elaboración, lo que dio lugar a que los cocineros alcanzaran una gran valoración.

A la poderosa capital del Imperio llegaban, aparte de numerosas clases de pescados que se fueron aclimatando a las aguas del Mediterráneo, las trufas que se traían de Libia, los melocotones y los melones de Persia, los rábanos y las ciruelas de Siria, los albaricoques de Armenia, los vinos de Siracusa y de Hispania.

Los ciudadanos más poderosos y acaudalados de Roma competían entre ellos en ofrecer a sus invitados los banquetes más sofisticados y suntuosos que se puedan imaginar.

Entre los más famosos se encontraban los que ofrecía Lucio Licinio Lúculo, político y militar durante los últimos años de la República, que acumuló una gran fortuna mientras estuvo en activo y que al abandonar la política se construyó una señorial mansión en el monte Pincio, cercano a Roma, dotada entre otras cosas de diez comedores o triclinios, en los que acogía a sus invitados según su número, ofreciéndoles delicados y exquisitos banquetes, que le convirtieron en el arquetipo del perfecto anfitrión.

Estos fastuosos banquetes romanos de las clases acomodadas, pasaron a tener de dos a tres partes: la entrada o “gustatio”, el plato fuerte o “primae mensae” y el postre o “secundae mensae”. El “gustatio” o “promulsis” se correspondía con nuestro actual aperitivo y consistía en pequeñas pero numerosas raciones de alimentos ligeros, como las aceitunas, las almejas, las ostras, los caracoles y algún otro pequeño molusco. Se acompañaba con el “mulsum”, una bebida hecha con vino y miel, servida fresca, y también con el “hipocrás”, que consistía en vino con azúcar, canela y otras especies que tenía efectos tonificantes. El plato fuerte o “primae mensae”, consistía en carnes o pescados, generalmente asados y acompañados con una gran profusión de guarnición. Para beber se servía vino rebajado con agua, debido a su alta graduación alcohólica, que podía alcanzar los 18 grados. Finalmente llegaban los postres o “secundae mensae”, en los que sobresalían una gran variedad de frutas, como los higos, los dátiles y las nueces, así como pasteles hechos con harina de trigo y bañados en miel. En esta parte final se servía el “passum”, vino dulce y fuerte hecho con pasas. 

Los invitados comían recostados en una especie de diván, llamado “lectus inclinaris”, en el que se podían acomodar hasta tres comensales y se repartían en forma circular alrededor de la mesa o “mensa”. Las mujeres, que durante mucho tiempo no pudieron estar presentes, comían separadas, sentadas en sillas. El servicio corría a cargo de los esclavos, que se ocupaban de partir y servir el pan, cortar las viandas y preparar y escanciar las bebidas, todo lo cual se encontraba en mesas auxiliares.

Antes de dar comienzo al banquete, que generalmente se celebraba por la noche, los comensales estaban obligados a lavarse las manos y los pies. Los alimentos los cogían con los dedos, que se volvían a lavar después de cada bocado, para limpiarse la boca utilizaban las servilletas o “nápae”. Durante su transcurso eran frecuentes las libaciones que se hacían en honor de los dioses y los invitados, perfumados y con las cabezas coronadas de flores, acostumbraban a entablar animadas conversaciones sobre temas filosóficos o literarios, pero también, durante toda su duración, estaba amenizado por acróbatas, bailarines, músicos y poetas.

También, para celebrar grandes acontecimientos, como triunfos militares, juegos deportivos, ceremonias religiosas, funerales o el regreso a Roma de algún militar victorioso, tenían lugar grandes banquetes públicos, que podían ser de dos tipos: el “recta cenae”, que tenía lugar en sitios públicos, y el “sportula”, que consistía en ofrecer a los asistentes cestas conteniendo los alimentos.

Uno de los más famosos, considerado como el más grande de la historia, fue el que ofreció Julio César a su victorioso regreso de sus campañas por Oriente. Se alargó durante varios días consecutivos, en los que se dio de comer a más de 200.000 personas.

Otro ilustre ciudadano romano, Caius Apicius, dejó una importante obra literaria sobre Gastronomía: “De re coquinaria libri decem” (los diez libros de cocina), consistente en diez libros de cocina escritos en griego, cada uno sobre un tema distinto (1).

Otro famoso político y literato romano fue Cayo Petronio, también conocido como “Arbiter elegantiae”, que se encargaba además de organizarle unos orgiásticos banquetes al emperador Nerón, muy aficionado a darse grandes comilonas. Su obra “Libri Satiricón”, compuesta por varios episodios de carácter satírico y festivo, entre los que destaca “El banquete de Trimalción”, se puede considerar como la primera novela picaresca de la historia, precursora de la posterior novela picaresca tanto en Europa como en España. Al perder el favor del emperador, Petronio decidió quitarse la vida, cortándose las venas sumergido en la bañera.

Tanto desenfreno tuvo como resultado la inapelable decadencia del imperio romano, que fue invadido, conquistado y sometido por los llamados “pueblos bárbaros” procedentes del norte de Europa, que no tardaron en llegar a España, imponiendo a su paso una nueva civilización que se impuso en todos los órdenes de la sociedad, incluido el gastronómico. Naturalmente esto tuvo un impacto demoledor sobre la vieja cultura grecorromana, provocando la destrucción o la desaparición de numerosos escritos y documentos, quedando abandonada igualmente cualquier clase de instrucción.

A principios del siglo V España en general estaba completamente romanizada, tanto en las zonas urbanas como las rurales, con la excepción de algunas franjas del norte de la península, en las que se resistían cántabros y vascones, que se mantuvieron al margen de la romanización, aunque en algunos puntos de Cantabria se empezaba a hablar en latín.

En el aspecto religioso, por el contrario, España estaba prácticamente cristianizada, salvo entre los vascones, que siguieron manteniendo sus tradiciones paganas. En el siglo IV por el noroeste peninsular las doctrinas un tanto heterodoxas del priscilianismo, que provocaron  serias disensiones en el seno de la iglesia católica, y una despiadada persecución contra su fundador el obispo Prisciliano (2), que acabó siendo detenido, declarado hereje y decapitado públicamente. El priscilianismo también fue suprimido en el III Concilio de Toledo.

Esta caótica situación en España se prolongó prácticamente hasta principios del siglo VII, con la celebración en el año 619 del III Concilio de Toledo, durante el cual se declaró el Cristianismo como religión oficial del reino visigodo, relegando definitivamente el arrianismo al olvido. De aquí viene el profundo sello eclesiástico que ha caracterizado desde entonces a la monarquía española como una institución al servicio de la Iglesia. A partir de aquí, la instrucción y la cultura durante varios siglos estuvieron exclusivamente en manos de los conventos, monasterios, iglesias y el resto de las entidades religiosas que fueron apareciendo durante la Alta Edad Media, que en parte impidieron que desapareciesen totalmente los rastros de la vieja cultura romana y griega.

En el plano cultural el principal responsable y promotor de esta recuperación de la cultura grecolatina fue sin duda San Isidoro de Sevilla, que presidió el III Concilio toledano, en el que se establecieron toda una serie de nuevas reglas que se consolidaron en el IV Concilio de Toledo del año 633. Este Doctor de la Iglesia, que había nacido en Cartagena el año 556, fue también el autor de “Las Etimologías”, una extensa y erudita recopilación de todos los conocimientos de la época, que la convirtieron en la enciclopedia del saber más importante y completa de todo el Medievo. En ellas su autor hace gala de su enciclopédico saber, haciendo referencia a  casi 160 autores y abordando de forma magistral todas las materias del saber de su época, escrita además en un lenguaje claro y conciso. La obra consta de 448 capítulos, agrupados en 20 libros, de los cuales el vigésimo está dedicado a las provisiones, los utensilios domésticos y agrícolas y el mobiliario.

Básicamente, divide la ciencia en tres partes: 1. La Física, que a su vez la divide en otras tres: geometría, aritmética y música. 2. La Lógica, formada por la gramática, la dialéctica y la retórica. 3. La Ética, que incluye la justicia, la prudencia y la fortaleza.

 

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San Isidoro, además de Arzobispo de Toledo y consejero de Recaredo, fue también uno de los hombres más sabios de su época, considerado como el “Maestro de La Edad Media”, dejó una ingente obra escrita cuya influencia se extendió por España y Europa, llegando hasta el Renacimiento, durante el que sus “Etimologías” fueron reimpresas en varias ocasiones durante los siglos XV y XVI. En Sevilla creó una gran biblioteca en la que figuraban numerosas obras de autores romanos y también de los Padres de la Iglesia. Esta biblioteca fue destruida por los árabes, pero su contenido había sido divulgado por conventos y monasterios, extendiéndose también por los barrios mozárabes. Murió de forma ejemplar el 4 de abril del año 636, después de haber repartido todo lo que poseía entre los más necesitados. Fue enterrado en Sevilla, pero en el año 1063 sus restos fueron trasladados a la basílica de San Isidoro de León, construida por orden expresa del rey de León y conde de Castilla Fernando Sánchez I, sus restos reposan en un panteón dedicado a su memoria.

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Los pueblos bárbaros o germánicos que llegaron a la península fueron los suevos, que se establecieron en Galicia y los visigodos, que se establecieron por toda la Hispania romana. Eran pueblos nómadas, eminentemente guerreros, que vivían de la caza y el pastoreo, que practicaban el pillaje como un modo natural de subsistencia. Como ésta se volvía cada día más difícil, se vieron obligados a practicar la agricultura, principalmente el cultivo de la avena, que se convirtió en un alimento tanto para las personas como para los animales.

Lógicamente el arte culinario sufrió un considerable retroceso, principalmente en la preparación y abundancia de los condimentos, que bajaron en calidad y cantidad. Pero a medida que estos pueblos bárbaros se fueron asentando en los territorios conquistados, estableciéndose de forma estable, construyendo sus hogares y viviendo en sociedad, fueron recuperando las ganas de comer bien y abundante, lo que propició la aparición de una nueva gastronomía, en la que los guisos eran abundantemente sazonados con toda clase especies. Uno de sus banquetes favoritos consistía en asar un buey entero. Sin embargo, este nuevo arte culinario y sus condimentos nunca llegaron a alcanzar el refinamiento de los ágapes romanos. También, con estos cambios en sus costumbres, fueron romanizándose lentamente, aprovechando el enorme legado cultural que la tradición romana les legaba, lo que supuso un refinamiento de su forma de vida y una mejora de su alimentación.

También se fueron consolidando las diferentes clases sociales, que quedaron clasificadas en nobles, libres, semi-libres y esclavos; entre la nueva nobleza también se  integró la antigua nobleza hispano-romana, convirtiéndose en la nueva clase dominante de la sociedad hispano-goda. Esta clase dominante empezó a consumir básicamente los mismos alimentos que en la época romana, predominando los cereales, como el trigo,  el mijo y otras variedades que se utilizaban para elaborar diferentes papillas, así como un pan de baja calidad, el cibarius, que se daba a los siervos. También se elaboraban diferentes labores de pastelería, en las que predominaba la miel, ya que el azúcar no se conocía. Preferían la carne al pescado, siendo la de cerdo la más estimada, aunque también consumían la de vaca y la de oveja en todas sus variantes. Las legumbres, las hortalizas y las frutas también figuraban en su dieta, y según algunos historiadores, introdujeron las alcachofas, las espinacas y el lúpulo, con el que empezaron a elaborar grandes cantidades de cerveza. Como además  eran grandes bebedores, protegieron y promocionaron la fabricación de sidra a partir de la fermentación del zumo de la manzana. En cuanto al vino, le dieron gran importancia, protegiendo las numerosas viñas que habían dejado los romanos y promulgando leyes para su conservación y ampliación. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que los visigodos fueron unos grandes bebedores, propiciando la cultura del vino y también la de la sidra. En la zona que actualmente se conoce como la Ribera del Duero, además de cuidar y conservar los viñedos obra de los romanos, implantaron un gran número de nuevas cepas.

También supieron aprovechar y utilizar las infraestructuras que había levantado los romanos, tales como calzadas, caminos, puentes y acueductos, así como la arquitectura urbana, como los templos, lo teatros, los baños y demás edificios públicos, pero sin demasiadas aportaciones propias.

Pero, en los primeros años del siglo VIII, los invasores visigodos fueron desplazados por otro pueblo invasor, con otra cultura, otra lengua, otra religión………….Naturalmente estamos hablando del Islam, pero eso ya es otra historia.


NOTAS

Sus títulos son:

  1. “Epimeles”: Reglas culinarias, remedios caseros y especies.
  2. Artopus”: Estofados y picados
  3. “Cepuros” : Hierbas para cocinar
  4. “Pandecter” : Generalidades
  5. “Osprión” : Sobre las verduras
  6. “Tropherter” : De las aves”
  7. “Polyteles” : Excesos y exquisiteces
  8. “Tetrapus” : De los cuadrúpedos
  9. “Thalassa” : Del mar
  10. Del pescado y sus variedades.
  • Prisciliano había nacido en la provincia romana de Galaecia el año 340, en el 385 fue detenido por hereje y trasladado a Tréveris, capital de la Renania-Palatinado, donde fue decapitado en la plaza pública.

Autor Paco Blanco, Barcelona, abril 2018

1. INTRODUCCIÓN AL BUEN YANTAR: LAS MIGAS DE PASTOR. -Por Francisco Blanco-.

El ilustre jurista, político y gastrónomo francés Jean Anthelme Brillat-Savarín afirmaba lo siguiente: “Los animales pacen, los hombres comen; sólo el hombre de talento sabe comer bien”.

En realidad, el hombre no empezó a cocinar hasta que aprendió a dominar el fuego, pero desde entonces, afortunadamente para los innumerables aficionados a la buena mesa, cada individuo se ha convertido potencialmente en cocinero. Este hecho provocó además que los individuos de ambos sexos empezaran a reunirse en torno al fuego, no solo para dialogar y calentarse, sino también para comer, al comprobar que el fuego podía transformar por completo tanto el aspecto como el sabor de todo lo que hasta entonces comían. Posteriormente se fueron creando los recipientes de cerámica con sus múltiples aplicaciones culinarias, que permitieron la selección de los alimentos y su preparación de forma variada. ¡Eran los principios de la Gastronomía!

Las primeras referencias gastronómicas se remontan a unos cuatro mil años antes de Cristo, y proceden principalmente de los pueblos orientales. En los “Li Ki”, libros sagrados chinos, aparecen diferentes recetas de cocina, así como las normas de comportamiento a observar durante las comidas. En las “Sagradas Escrituras” también se pueden encontrar referencias gastronómicas, pero únicamente relativas a los tipos de alimentos que consumían, como una especie de código alimentario de los alimentos permitidos y de los prohibidos, pero no a su forma de condimentarlos. También se pueden encontrar referencias gastronómicas en los bajorrelieves, pinturas murales, monumentos funerarios y en las artes cerámicas decorativas, como vasos, ánforas y vasijas de los primitivos pueblos orientales.

“Media vida es la candela,

Pan y vino la otra media”

Lógicamente, la historia de la comida y la historia del vino van íntimamente ligadas. El vino muy pronto se hizo presente presidiendo todas las mesas en las que se celebraban grandes acontecimientos gastronómicos, siendo su presencia indispensable en todos los banquetes y celebraciones más famosos de la Historia.

En el tercer milenio antes de Cristo los chinos y los egipcios ya plantaban viñas y sabían extraer el mosto de la uva, que después fermentaban añadiéndole diferentes sustancias; pero fueron los griegos durante el I Milenio antes de Cristo, especialmente a partir de las conquistas de Alejandro Magno, los que introdujeron en Occidente el cultivo de la vid, que se extendió rápidamente por Italia, Sicilia, el sur de Francia y toda la ribera del Mediterráneo.

En la provincia de Burgos, muy cercana a Aranda de Duero, capital de la Comarca de La Ribera del Duero, se encuentra la pequeña localidad de Baños de Valdearados, en la que se puede admirar una de las primeras referencias vinícolas de la zona: se trata de unos espectaculares y amplios mosaicos con una extensión total de unos sesenta metros cuadrados, erigido por los romanos  hacia el siglo IV después de Cristo. Están configurados por tres estancias, la central está destinada al dios Baco, la segunda a la diosa Ceres, acompañada de otras cuatro figuras representando las Cuatro Estaciones y la tercera, en forma de T, representa el Triclinium o comedor romano. Fueron descubiertas de forma totalmente casual en el mes de noviembre del año 1972, mientras se hacían unas excavaciones en la Villa romana de Santa Cruz, cerca de la ciudad romana de Clunia Sulpicia. Lamentablemente, en el año 2011 la estancia central dedicada a Baco, el dios romano del vino, fue objeto de una violenta agresión por parte de unos desalmados aún sin identificar, que la destruyeron parcialmente. El mayor destrozo lo sufrió la zona en la que se representaba la exaltación de la figura del dios Baco y otras dos escenas menores. Afortunadamente, gracias a las nuevas tecnologías, estos mosaicos se han podido reproducir con una gran fidelidad y estos magníficos mosaicos pueden ser visitados y admirados de nuevo.

En esta localidad ribereña cada año, por el mes de agosto, se celebran unas populares y concurridas fiestas en honor del dios Baco, en las que el vino de la Ribera corre con profusión.

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La Comarca de la Ribera del Duero cuenta con más de dos mil años de antigüedad y está configurada por territorios pertenecientes a las actuales provincias de Burgos, Valladolid, Soria y Segovia, aunque alrededor del ochenta por ciento de su superficie corresponde a la provincia de Burgos.

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Desde los lejanos tiempos del Medievo por Burgos y sus tierras el negocio del buen comer ha sido un importante objetivo para la mayoría de los burgaleses, obligados a cuidar su alimentación, entre otros factores, por la extrema dureza de su meteorología.

Indudablemente, la actual cocina tradicional burgalesa se ha ido generando a lo largo de nuestra existencia como pueblo, basándose principalmente en los productos propios de nuestra tierra, aunque también se hayan incorporado productos foráneos. El resultado ha sido la aparición de una rica cultura propia sobre el arte del buen comer y el buen beber. Actualmente, a esta cocina tradicional burgalesa, en la que predominan los alimentos sólidos y sustanciosos, se ha incorporado la conocida como “Nueva cocina”, un nuevo arte de cocinar, más variado y creativo, que ha incorporado nuevos y apetitoso platos a nuestro acerbo gastronómico, más en consonancia con los modernos tiempos en que vivimos,  pero sin arrinconar  nuestros famosos platos típicos.

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Sobre estos últimos, tal vez deberíamos empezar hablando del modesto yantar de los pastores burgaleses, que pastoreaban sus rebaños por la inmensa planicie burgalesa. Estos personajes, en cuyo honor se ha levantado un monumento en el pueblo burgalés de Ameyugo, muy cerca de Pancorbo, una de las puertas de Castilla, eran gentes de carnes magras, piel curtida por el sol y el viento, ojos claros como los días, pero siempre avizor, cubiertos por vestiduras viejas y descoloridas, tocados con boina o pasamontañas, dependiendo de la estación, un cayado en la mano izquierda y el zurrón a la espalda, flanqueados por uno o dos perros, según el tamaño del rebaño, tan magros como ellos, pero siempre atentos a sus órdenes. Ligero de equipaje camina el pastor al frente de su rebaño, como los hombres de la mar, de la mar inmensa de la meseta castellana. En su zurrón unas pocas vituallas para alimentarse, tan básicas y sencillas como el pan de hogaza de varios días, el tocino fresco o curado, la sal, un poco de cecina, un trozo de jamón muy curado, algún ajo, alguna cebolla, un frasco con aceite de oliva, tal vez como único lujo, la bota con vino de la tierra y un trozo de queso de oveja curado. Con sólo estos sencillos alimentos, el pastor tiene que prepararse su diario refrigerio ¿cómo lo hace para que resulte medianamente sustancioso?, pues con la combinación de dos virtudes: el cariño y la paciencia, cariño a lo que se posee, como si fuera lo mejor del mundo y paciencia para encontrar el punto de condimento adecuado. Seguro que los pastores burgaleses ponían las dosis suficientes de estos dos últimos ingredientes para que su condimento resultase muy reconfortante.

A continuación vamos a trascribir una receta de cómo se pueden preparar unas ricas migas de pastor:

Preparación : Cortar el pan en rodajas finas como si fuéramos a hacer sopas. Aparte, en una sartén con aceite de oliva o manteca, freiremos el tocino y el jamón cortados en tacos muy pequeños, añadiendo los ajos pelados y machacados, cuando se empiecen a dorar añadir el pan y que se vaya rehogando, dando vueltas sin parar al conjunto, añadir el pimentón dulce y seguir rehogando. Para evitar que se pegue se puede añadir un poco de agua, dándole un pequeño hervor, añadir la sal y unas pequeñas arandelas de guindilla, si deseamos que queden picantes, después servir muy calientes.
Un vino: Acompañar siempre las migas con un vino joven, preferentemente tinto, de la zona donde vayamos a degustar las migas, cualquiera resultara adecuado.
Un postre: Sin duda, para rematar esta comida serrana se presta un buen queso curado, puro de oveja, seco como la tierra, con un punto picante que se pega al paladar y reclama el alivio de un buen trago de la bota. Este queso en Burgos se puede encontrar prácticamente en todos los puntos de su geografía, aunque puestos a elegir, yo eligiría el de Sasamón. ¡Buen provecho!.

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El gran maestro Brillat-Savarin en su obra “Fisiología del gusto” escribe lo siguiente: “El placer de la mesa es para todas las edades, para todas las condiciones, para todos los países y para todos los días. Puede asociarse  todos los placeres y se queda el último para consolarnos de la pérdida de los otros”.

Autor Paco Blanco, Barcelona abril 2018