BURGOS MEDIEVAL: D. JUAN II DE CASTILLA Y D. ALVARO DE LUNA. UNA COMPLICADA HISTORIA DE AMOR Y ODIO. -Por Francisco Blanco-.

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«Alfonso Pérez de Vivero, después que ya era e estaba ferido en su malino corazón de la saeta erbolada de trayción que ya le tenía emponzoñado, discurría en sus malos pensamientos a muchas partes sin reparo alguno, espumajando en sus entrañas, e revolviendo e trastornando en ellas por muchas e diversas maneras, la maldad suya”. 

Así se puede leer en la “Crónica de Don Álvaro de Luna”, en la que se relata la conjura urdida por el rey Juan II de Castilla contra su Condestable, inducido por las intrigas de su segunda esposa, Doña Isabel de Portugal, que odiaba al condestable y se había propuesto no sólo apartarle del poder, sino eliminarle físicamente. En esta intriga tuvo parte muy activa un antiguo criado de D. Álvaro de Luna, llamado Alonso Pérez de Vivero, de origen gallego, al que había introducido en la corte y que había medrado a sus expensas, hasta que se apercibió de que su amo había perdido la confianza del rey, momento que aprovecha para cambiarse de bando y ponerse, sin demasiados reparos morales, al servicio del monarca y su esposa para todo aquello que tuvieran a bien encomendarle. Los reyes tampoco tuvieron reparos en aceptarle e incluirle en su séquito de confianza, no tardando en convertirse en uno de los personajes más influyentes de la Corte, al que acabaron premiando su lealtad con el nombramiento de Contador Real.

Pero volvamos un poco hacia atrás. Juan II de Trastamara, hijo de Enrique III el Doliente y Catalina de Lancáster (1), había nacido en el año 1405 y al año siguiente se había quedado huérfano de padre, ocupándose de la regencia de Castilla su tío Fernando de Trastamara (2) y su madre la reina Doña Catalina. Uno de sus preceptores fue el obispo burgalés Pablo de Santa María (3) y en el año 1408 entró a su servicio como paje un muchacho de diecisiete años llamado Álvaro de Luna (4), recomendado por su tío, el arzobispo de Toledo D. Pedro de Luna. Este nuevo paje resultó ser un mozalbete despierto, de apuesta figura y trato afable, que derrochaba simpatía, con la que pronto se ganó la confianza y amistad de muchas damas y caballeros de la Corte, incluidos la reina Catalina y el joven monarca, que pronto empezó a sentir por su paje una especial inclinación, que acabó convirtiéndose en una total devoción y entrega. Uno de sus biógrafos nos la describe así: “No es difícil de comprender que el rey se aficionase con tanta vehemencia a aquel que, sobresaliendo entre todos los que le rodeaban, era el que más gusto le daba cuando niño, el que mejor le entretenía cuando muchacho, el que mejor y más sanos consejos le daba cuando joven”

En el año 1419 el rey fue declarado mayor de edad, por lo que tuvo que encargarse personalmente de gobernar un reino en el que, según el canciller Ayala, todo andaba desgobernado, la corona incapaz de imponer su autoridad, el clero desmandado y en pleno cisma, y la nobleza dividida y enfrentada, ávida de privilegios y prebendas, mientras que el pueblo, como siempre, sufría las consecuencias de la mala gobernación. Difícil tarea para un joven de tan sólo catorce años.

Para complicarle aún más la vida, en el mes de agosto del año siguiente le casaron con su prima carnal María de Aragón, un par de años mayor que él, hija de su tío Fernando de Trastamara, que por entonces ya era rey de Aragón, y su esposa Leonor de Alburquerque. Teniendo en cuenta, además, que en abril del 1416 había muerto el que fuera su protector y consejero, su tío el rey Fernando I de Aragón, y en el 1418 falleció su madre, la reina Catalina, no puede resultar extraño que, en estas circunstancias difíciles, el joven monarca se pusiera en manos de la persona que mayor confianza le inspiraba y en la que había depositado toda su amistad, nos estamos refiriendo, naturalmente, a D. Álvaro de Luna, que pronto pasaría de ser paje y compañero de juegos, para convertirse en su consejero personal más íntimo. Como era de esperar, este favor real provocó la oposición y la ira de los grandes magnates de la Iglesia y de la nobleza, entre los que se encontraban el arzobispo de Santiago, D. Lope de Mendoza; el de Toledo, D. Sancho de Rojas; el almirante de Castilla, D. Alfonso Enríquez; el mayordomo mayor, D. Juan Hurtado de Mendoza; el adelantado, D. Pedro Manrique y el condestable D. Rui López Dávalos; todos ellos aspirantes a hacerse con el favor real, que consideraban al nuevo favorito como un arribista bastardo. Aunque, a decir verdad, los principales rivales del monarca castellano fueron sus propios parientes, los infantes de Aragón, hijos del rey Fernando I, fieles a la política acaparadora de los Trastamara, que extendieron sus ambiciosos tentáculos por todos los reinos cristianos de la península, ostentando el poder, de forma directa o a través de matrimonios, en los cuatro: Castilla, Aragón, Navarra y Portugal (6).

Contra todos tuvo que luchar durante muchos años D. Álvaro de Luna-pues todos estaban contra él- defendiendo los intereses de su rey, D. Juan II, que también eran los de su reino. Para ello tuvo que utilizar unas veces la fuerza, otras la diplomacia y otras la astucia.

Entre los años 1421 y 1423 D. Álvaro de Luna consigue desbaratar una serie de conjuras urdidas contra el rey, en las que aparecen implicados, entre otros, el condestable López Dávalos, el adelantado D. Pedro Manrique y el infante D. Enrique de Aragón. Demostrada finalmente su participación en los diferentes intentos de secuestro que había sufrido D. Juan II, los tres sufren el castigo real: el infante D. Enrique es encarcelado, al condestable se le confiscan todos sus bienes y es desterrado a Valencia, mientras que D. Pedro Manrique consigue escapar y refugiarse en Valencia, donde recibe la protección del rey Alfonso V de Aragón, hermano del infante. Poco después, el rey aragonés presiona a su primo, el rey castellano, para que ponga en libertad a su hermano Enrique, bajo la promesa de exilarse en Aragón.

Estos hechos tienen como consecuencia el nombramiento como nuevo Condestable de Castilla del favorito del rey, D. Álvaro de Luna, con lo que, según la “Crónica de D. Álvaro de Luna”, éste recibió del rey “el bastón de la justicia e el mando e el gobernamiento sobre todas sus huestes”, por lo que pudo ejercer de forma oficial su poder como segunda autoridad del reino. También le concede el rey el título de I Conde de Santisteban, junto con el señorío de la localidad soriana de San Esteban de Gormaz.

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Al desplazamiento de los infantes de Aragón de los asuntos internos de Castilla le siguen unos años de auge y esplendor, si hacemos caso del criterio de Menéndez Pelayo:”Nunca, antes de la primera mitad del siglo XVI, en que todos los elementos de nuestra vida nacional se determinaron con su propio y grandioso carácter, fue tan notable como en el siglo XV el esplendor de las artes industriales, suntuarias y decorativas, la esplendidez de trajes, armas y habitaciones y hasta los refinamientos del gusto en la cámara y en la mesa……….”.

Del rey Juan II puede decirse que no fue una persona de firme carácter ni voluntad propia, sin embargo, era un hombre inteligente y refinado, muy dado al cultivo de las artes y las letras y aficionado al trato personal y epistolar con los poetas y escritores más renombrados de su época; célebres son los epistolarios intercambiados con el obispo de Burgos, Pablo de Santa María y con el poeta italiano Leonardo Aretino. Su cronista Hernán Pérez de Guzmán nos dice de él que “sabía fablar e entender latín, leya muy bien, placíanle muchos libros e estorias, oya muy de grado los dezires rimados, sabía del arte de la música e tañía e cantaba bien……”.

Las riendas del gobierno de Castilla las llevaba su condestable y amigo D. Álvaro con pulso firme, sosteniendo por encima de todo la autoridad real y manteniendo un difícil equilibrio, no sólo con la levantisca nobleza, que seguía considerándole un advenedizo, sino con miembros de estirpe real de su misma familia, incluida la propia reina Doña María, que no tardó en ponerse abiertamente en su contra, lo que no resulta muy difícil de entender, si se tiene en cuenta la enorme ascendencia que el condestable ejercía sobre su esposo, que llegaba al punto, según cuenta la “Crónica de D. Álvaro de Luna”, de intervenir y regular las mismas relaciones sexuales entre ambos cónyuges; las borrascosas relaciones de D. Álvaro con sus hermanos, los infantes de Aragón, también contribuyeron a que su inquina hacia el favorito aumentase, pero ésta llegó a su punto más álgido cuando su esposo, el rey, regaló a D. Álvaro el castillo de Montalbán (7), que ella había recibido en herencia de su madre la reina Doña Leonor de Aragón, convirtiéndose desde entonces en enemiga personal e irreconciliable del condestable D. Álvaro. El bachiller Cibdareal lo cuenta así en su “Centón Epistolario”: “Más se dice que mejor le fuera al Condestable estar sin Montalbán que meter enojo sobre enojo a la reyna”

En aquella Castilla en aparente calma, en cuyas ciudades se celebraban grandes justas y suntuosas fiestas, también estaban presentes la intriga, el complot y la traición.

En el año 1427 los conjurados contra el condestable consiguieron que se formara en el Monasterio de San Benito de Valladolid un tribunal que decidiera, de forma inapelable, si D. Álvaro debía continuar en su cargo o si, por el contrario, debía abandonar sus funciones de gobierno. El Tribunal estaba formado por el maestre de Calatrava D. Luis de Guzmán; el adelantado, D. Pero Manrique; el contador, D. Alonso de Robles y el almirante, D. Alfonso Enriquez, ejerciendo de moderador el propio Prior del Monasterio. Diez días tardaron en redactar la siguiente sentencia: “Todos a uno, el Prior siguiendo a ellos, pronunciaron quel Condestable partiera dentro de tres días sin ver al Rey, e se fuese a su tierra, e que por año e medio no viniese, ni entrase en la Corte, ni quince leguas alrededor……….”. Al sorprendido D. Álvaro no le quedó otra opción que acatar la sentencia y emprender el camino hacia sus tierras de Ayllón, aunque eso sí, acompañado de un numeroso séquito de amigos, seguidores y sirvientes, que dejaron semivacía la Corte de D. Juan II, que por entonces se encontraba en Simancas, quedando el propio monarca desamparado y desconcertado.

Era su primer destierro pero, de hecho, el eje de la política castellana no había hecho más que trasladarse hasta Ayllón, donde, según nos cuenta la “Crónica del Rey Juan II”: “E aunque allí estaba apartado, le seguían e no le dexaban a su guisa, demandándole consejo e favor, para en las cosas que en la Corte habían de facer los que en ella andaban………”.

El destierro del condestable no sólo provocó el descontento del rey, también desencadenó la ambición y la discordia entre sus opositores, que se dedicaron, cada uno por su lado, a aprovecharse de la situación y medrar lo máximo posible. También los infantes de Aragón, D. Juan y D. Enrique, volvieron a aparecer en escena, en un nuevo intento de presionar al rey castellano y conseguir su privanza. Hasta tal punto se descompuso la situación política de Castilla, que algunos de los que habían colaborado en la caída del condestable, empezaron a alzar sus voces reconociendo su error y demandando su regreso:”Fasta tanto que el Rey de Navarra e el Infante e los Arzobispos e Maestres e Prelados que estaban en la Corte con el Rey, todos juntamente llegaron al Rey a le suplicar e pedir por merced que enviase a mandar al Condestable Don Álvaro de Luna que viniese a su Corte, diciendo que ellos habían bien conocido que aquello cumplía más a su servicio e al sosiego e buen regimiento de sus Reynos e a la execución de la su justicia”

El condestable, desde su retiro de Ayllón, se recreó cumplidamente en su triunfo, negándose hasta por tres veces a la petición que sus enemigos le hacían, hasta que finalmente accedió a regresar triunfante a la Corte y al lado del rey, esta vez con su autoridad mucho más reforzada.

En el 1439 el rey D. Alfonso de Aragón y sus hermanos los infantes, que habían regresado bastante malparados de su campaña militar por tierras italianas, volvieron a injerirse en los asuntos internos de Castilla, creándose nuevamente en el reino un clima de tensión y de enfrentamiento que provoca una nueva división de la nobleza castellana en dos bandos, el monárquico del Rey y su Condestable y el aragonés, encabezado por el propio rey Alfonso V, en el que se integraron algunos magnates castellanos, que volvieron a confabularse contra la privanza de D. Álvaro. La presión ejercida sobre el rey por estos últimos, que habían conseguido el apoyo del Príncipe de Asturias D. Enrique, de cuya educación precisamente se encargaba el propio condestable, obligó al monarca a ceder a sus pretensiones de juzgar de nuevo la gestión de su condestable, al que acusaban de aprovecharse de su cargo para enriquecerse y colmar de prebendas a sus allegados, en clara alusión al nombramiento en el año 1431 de su hermano materno, D. Juan de Cerezuela, como Arzobispo de Toledo; también se le reprochaba que se hubiera convertido en el ayo y educador del príncipe D. Enrique, considerando que dichas funciones no eran compatibles con las de gobierno. El dubitativo y pusilánime D. Juan II cedió de nuevo a las demandas de este poderoso grupo de oposición, poniéndose en marcha un gran proceso político contra D. Álvaro de Luna, que se celebró en la ciudad de Tordesillas, por lo que se le conoce como el “Seguro de Tordesillas”. Esta vez el moderador fue el burgalés D. Pedro Fernández de Velasco, también conocido como el “Buen conde de Haro” (8). Estuvieron presentes, además del rey y su condestable, los infantes de Aragón D. Juan (9), que por entonces ya era rey de Navarra, D. Enrique y D. Pedro, junto con todos los magnates de la Iglesia y la nobleza de Castilla. Al cabo de más de cuarenta días de complicadas e infructuosas sesiones en las que parecía que todo acuerdo era imposible, se tuvo que recurrir a un nuevo arbitrio, presidido igualmente por el conde de Haro, pero asistido únicamente por el Condestable, el Almirante, el Adelantado y el conde de Benavente. De estas reuniones, celebradas en la localidad de Villafranca (10), se convino finalmente, de mutuo acuerdo, que D. Álvaro de Luna permaneciese durante seis meses en sus tierras, lejos de la Corte, sin comunicarse con el Rey, ni intentar cosa alguna contra el rey de Navarra y sus hermanos; como compensación, se le aseguró la inmunidad para su persona, su familia, sus servidores y sus propiedades. En este segundo destierro, el Condestable se despidió del rey, de sus amigos y de sus enemigos, y se marchó con su séquito para sus tierras de Escalona, íntimamente convencido de la injusticia que con su persona se había cometido, pero también con la esperanza de que pronto el rey D. Juan II reclamase su presencia junto a él, a pesar de la dejación de autoridad que había mostrado en los dos procesos a que había sido sometido por sus enemigos.

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No se equivocaba mucho el condestable pues, tras su marcha, Castilla se volvió a convertir en una nave sin timón, desatándose de nuevo la ambición, la inquina y la traición, mientras que el monarca, falto del apoyo y el consejo de su privado, se veía incapaz de contenerlas, volviendo a ser dominado por sus primos aragoneses. El peligro de una guerra civil se cernía cada vez con más fuerza sobre Castilla. En las ciudades de Toledo, León, Zamora, Salamanca, Segovia, Ávila, Valladolid, Burgos, Guadalajara y Plasencia, se creó una liga antimonárquica, llegándose a redactar un documento en el que se acusaba a Juan II de estar endemoniado y poseído por su válido: “Quel Condestable tiene ligadas e atadas todas vuestras potencias corporales e intelectuales por mágicas e diabólicas encantaciones, para que no pueda al hacer salvo lo que él quisiere, ni vuestra memoria remiembre, ni vuestro entendimiento entienda, ni vuestra boca hable, salvo lo que él quiere, e con quien e ante quien, tanto que religioso de la orden más estrecha del mundo no es ni se podría hallar tan sometido a su mayor, cuando lo ha sydo e es Vuestra Real Persona al querer e voluntad del Condestable”.

En el año 1441, con las hostilidades definitivamente rotas, el rey de Castilla, seguido de una tropa que no llegaba a los 500 jinetes, se refugió en la plaza vallisoletana de Medina de Rioseco, tratando de escapar del acoso del rey de Navarra y sus hermanos los Infantes de Aragón, cuyas huestes eran muy superiores numéricamente. De forma inesperada, la situación del acosado rey pareció cambiar con la llegada del Condestable, acompañado por su hermano el Arzobispo y el maese de Alcántara D. Gutierre de Sotomayor, al frente de una tropa de más de 1.600 hombres, entre jinetes y peones de a pie. Este refuerzo convertía al bando monárquico en el más fuerte, pero no contaron con los medinenses, entre los que abundaban los seguidores de los rebeldes, al tratarse Medina de un feudo del almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez, abiertamente partidario del bando aragonés. Una noche, con la ronda de vigilancia comprada, las puertas de la ciudad se abrieron sigilosamente, dando paso por un lado a las huestes del rey navarro y por otro a las de su hermano el infante D. Enrique, que cogieron por sorpresa y en pleno sueño a las huestes del rey y el condestable. Cercados en la Plaza Mayor, D. Juan II ordena a su valido que intente salvarse dándose a la fuga, pues de esta forma podrá ayudarle mejor más adelante. D. Álvaro, obedeciendo las órdenes de su rey, espada en mano y seguido de los suyos, consigue romper el cerco y salir a campo abierto, no parando hasta refugiarse en su castillo de Escalona, que él mismo había mandado construir y era el más inexpugnable de los de su época.

El Rey, prácticamente indefenso, se entregó al Almirante, que le besó la mano y se arrodilló ante él, rindiéndole pleitesía, a continuación aparecieron el rey navarro y sus hermanos, celebrando la victoria y unos días después llegaron a Medina sus hermanas, la reina de Portugal Doña Leonor y la de Castilla Doña María, esposa de D. Juan II, acompañada ésta del Príncipe de Asturias, su hijo D. Enrique, todos dispuestos a participar en la victoria de su causa, convirtiéndose Medina en la nueva Corte de Castilla. La primera medida que tomaron los vencedores, fue la de expulsar de la Corte a todos los seguidores del Condestable, entre los que figuraban su hermano el arzobispo, el conde de Alba y el obispo de Ávila D. Lope Barrientos.

El Rey, desvalido y sin nadie que le apoyara, quedó prácticamente a merced de sus parientes, que no dudaron en aprovechar una ocasión tan propicia para tratar de eliminar definitivamente de la escena política al Condestable, que era su principal objetivo, lo que les permitiría manejar a su antojo los asuntos de Castilla. Por tercera vez se formó un Tribunal para juzgarle, integrado esta vez por la reina Doña María, su hijo el príncipe D. Enrique, el almirante D. Fadrique y el conde de Alba, único defensor del condestable, que prácticamente actuó de convidado de piedra. Dada la manifiesta parcialidad de semejante tribunal, la sentencia, dictada en los primeros días de julio de 1441, sólo podía ser condenatoria. Por ella, al condestable se le apartaba de la Corte durante un periodo de seis años, que tenía que pasar recluido, según eligiera, en su villa de San Martín de Valdeiglesias o en la de Riaza, reduciendo su séquito únicamente a 50 personas. Se le prohibía mantener con el rey ningún tipo de correspondencia ni comunicación oficial; para cualquier asunto particular debía pasar previamente por las manos de la reina Doña María o su hijo el príncipe D. Enrique. Quedaba prohibido, tanto para el condestable como para el rey, mover ligas o confederaciones con personas o grupos contrarios a los intereses del bando vencedor. Finalmente, como garantía del cumplimiento de lo anteriormente expuesto, se le confiscaban sus tierras de Ayllón, San Esteban de Gormaz, Maderuelo, Canga, Rexas, Maqueda, Montalbán, Castil de Vayuela y Escalona, aparte de quedar como rehén su hijo D. Juan, bajo la custodia del conde de Benavente.

Para completar la limpieza, a los partidarios del Condestable denunciados por el rey de Navarra, su hermano D. Enrique y el resto de los jefes rebeldes, se les dio un plazo de tres días para que abandonasen la Corte; entre estos últimos se encontraba su criado de confianza, D. Alfonso Pérez de Vivero.

Al derrotado, abatido y humillado rey D. Juan II, no le quedó otra opción que poner su firma en aquella ignominiosa sentencia, que le dejaba atado de pies y manos, a merced de su esposa, su hijo y sus primos aragoneses.

Pero como había ocurrido en las ocasiones anteriores, la falta de entendimiento y de unidad de criterio entre los cabecillas del bando vencedor no tardó en provocar que la discordia se apoderase de nuevo de la Corte castellana, en la que todos desconfiaban de todos, procurándose cada cual el mejor acomodo posible, aunque buena parte de la nobleza era consciente de que la mejor forma de ganarse la confianza y el aprecio del rey D. Juan II era estar a bien con su favorito, el desterrado Condestable. D. Álvaro, entretanto, sin cumplir lo dispuesto en la sentencia, seguía atrincherado en su fortaleza de Escalona, esperando el momento más favorable para volver a hacer acto de presencia. Por su parte, el rey Juan II de Navarra y su hermano el infante D. Enrique, empezaron a desconfiar de la actitud del almirante D. Fadrique, al que el rey parecía haber devuelto su favor. Por si esto fuera poco, la postura beligerante del príncipe D. Enrique contra su padre y D. Álvaro empezó a cambiar, tal vez porque le acometieron razonadas sospechas de que su título de Príncipe de Asturias también era apetecido por sus codiciosos primos. Estos cambios de tendencia alarmaron aún más a los aragoneses, que volvieron a maquinar la forma de impedir que su enemigo el condestable volviera a recuperar su poder.

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En 1443, con motivo del traslado de la Corte a Madrigal de las Altas Torres, se puso en marcha una comitiva en la que figuraban D. Juan II y su esposa Doña María, el príncipe heredero D. Enrique, el rey D. Juan II de Navarra, el almirante D. Fadrique Enríquez y el resto de magnates de la itinerante corte castellana. Llegados a la localidad abulense de Rámaga, el rey decidió pasar allí unos días de descanso, a la espera de que se acabasen de acondicionar los aposentos de Madrigal. El rey navarro vio en aquella parada una magnífica oportunidad para apoderarse de la persona del rey castellano y dar así el golpe de Estado definitivo. Convenció a su yerno, el príncipe D. Enrique (11), para que solicitara del rey la convocatoria de un Consejo Real, con la asistencia de la Corte en pleno. Reunidos todos los caballeros, prelados y doctores que lo integraban, el rey navarro acusó de traidores a todos los partidarios de D. Álvaro de Luna que allí se encontraban, siendo detenidos entre otros D. Alfonso Pérez del Vivero, D. Fernán Yañez, D. Juan Manuel Delando y D. Pedro de Luján; también mandó que salieran todos los oficiales sospechosos de ser fieles al rey de Castilla, y una vez quedó éste indefenso, según cuenta la “Crónica del Rey D. Juan II”, se dirigió a él en los siguientes términos: “No fuese a parte alguna, ni eso mesmo viniese aél persona alguna a hablar con él, sin sabiduría dellos, e sin su voluntad e acuerdo; e así lo pusieron por obra e lo continuaron dende adelante, e pusieron sus guardias, así en el palacio como en la cámara del Rey, e pusieron a D. Enrique e a D. Ruy Díaz de Mendoza por principales guardias de la persona el Rey, para que no consistiesen llegar a le hablar en secreto a persona alguna en que oviesen sospecha e oyesen cualesquier hablas que le fuesen hechas, e durmiesen en el palacio del Rey, así que no se partían dél, salvo a las horas de comer, y entonces, partiéndose D. Enrique, quedaba Ruy Díaz, el cual muchas veces dexaba en su lugar a un caballero sobrino suyo, que se llamaba Lope de Mendoza, el cual era hijo bastardo de Diego Hurtado de Mendoza, Montero mayor del Rey”.

Preso, maniatado e incomunicado quedó el desdichado monarca en aquel castillo de Rámaga, hasta que aquella comitiva real salió de nuevo hacia Madrigal, pero esta vez no como su séquito, sino como fuerza que le conducía prisionero. De Madrigal, el rey fue trasladado a Tordesillas, donde quedó encerrado en su castillo bajo la vigilancia del conde de Castro.

Este nuevo secuestro y encarcelamiento del rey de Castilla desató entre la nobleza que había permanecido fiel a su persona y los que desconfiaban de las intenciones del rey navarro y sus hermanos, numerosas reacciones de indignación que reforzaron los lazos de afecto y fidelidad a la institución monárquica. El condestable D. Álvaro, puesto al corriente de lo ocurrido, empezó a movilizar, desde su castillo de Escalona, las voluntades de sus todavía numerosos seguidores. Como una tela de araña, por toda Castilla se fue tejiendo una liga antiaragonesa, dispuesta a enfrentarse con el rey Juan II de Navarra y sus seguidores, hasta conseguir expulsarles del reino. Uno de los más activos conspiradores fue el obispo de Ávila, D. Lope Barrientos, que consiguió atraer para su causa al señor de Villena, D. Juan Pacheco (12), Camarero mayor del príncipe D. Enrique, sobre el que había alcanzado una gran ascendencia, consiguiendo que éste hiciera desde Ávila, sede del obispo, un llamamiento a todas las ciudades y villas del reino, proclamando su fidelidad al rey, su padre, y su aceptación del condestable.

En la capital abulense se reunieron, además del obispo, el príncipe, el condestable, que había abandonado su reclusión en Escalona; el nuevo arzobispo de Toledo D. Gutierre Álvarez de Toledo, tras la muerte de D. Juan de Cerezuela y el conde de Alba. Todos juntos, seguidos de sus respectivas huestes, se dirigieron hacia Burgos, donde les esperaban los condes de Haro, Plasencia y Castañeda y el marqués de Santillana D. Íñigo López de Mendoza, con todas sus mesnadas, llegándose a reunir una tropa de tres mil jinetes y cuatro mil peones, con la que emprendieron la marcha hacia la localidad burgalesa de Pampliega, donde al parecer se había hecho fuerte el rey navarro y sus huestes. Llegados a la vista de Pampliega, a un tiro de ballesta de las tropas encabezadas por el rey de Navarra, los castellanos se dispusieron a acometer al enemigo, aprovechando su superioridad numérica. Al parecer, tras una escaramuza en la que fue apresado el señor de Pedraza D. García de la Herrera y los suyos, que se dirigían a unirse a las tropas navarras, el rey navarro empezó a reconsiderar su posición y viéndose muy inferior a sus oponentes, aprovechó la oscuridad de la cercana noche para levantar su campamento y emprender una prudente retirada, lejos de sus adversarios.

Mientras por tierras burgalesas se desarrollaban estos acontecimientos, se produjo el hecho sorprendente de la fuga del rey, que había conseguido burlar la vigilancia de su carcelero el conde de Castro, fugándose de su prisión de Tordesillas y consiguiendo refugiarse en Valladolid. La noticia de que el rey se encontraba en libertad causó un gran alborozo entre sus seguidores, adelantándose el obispo D. Lope pata informar al rey de todo lo acaecido en la breve y reciente campaña contra sus parientes, acompañándole después hasta Dueñas, donde se produjo el reencuentro del monarca con su hijo el príncipe D. Enrique y su valido y amigo, el condestable D. Álvaro de Luna. Por su parte, al conocer la noticia de la fuga del rey, D. Juan II de Navarra decidió dar la partida por perdida y regresar a su reino; algunos de sus seguidores le acompañaron, otros regresaron a sus respectivos señoríos, para acabar rindiéndose sin oponer resistencia a la Liga que en esta ocasión había resultado vencedora. D. Álvaro volvió a coger las riendas del reino, con el rey más entregado si cabe a su persona, mientras que las relaciones entre el monarca y su hijo D. Enrique parecieron encauzarse favorablemente. Por fin, Castilla quedaba libre de conspiradores, desapareciendo de sus campos las intrigas y las contiendas.

La derrota definitiva de los Infantes de Aragón se produjo, sin embargo, unos años más tarde, en el 1445, pues los tozudos aragoneses no se habían dado por vencidos y una vez repuestos decidieron volver a la carga, aunque en esta ocasión prescindieron de subterfugios y complots, lanzándose directamente al enfrentamiento armado, Con una tropa de dos mil jinetes y un número indeterminado de peones penetraron en Castilla, les acompañaban el almirante D. Fadrique, el conde de Benavente, el conde de Castro y otros caballeros castellanos y aragoneses. A su encuentro salió el rey de Castilla, seguido de su condestable, el príncipe D. Enrique, el obispo de Ávila, el conde de Haro, el marqués de Santillana y D. Juan Pacheco, al frente de dos mil jinetes y otros tantos peones. El choque se produjo el 19 de mayo de 1445 en la localidad vallisoletana de Olmedo, por lo que ha pasado a la Historia como la batalla del mismo nombre. En la “Crónica de D. Álvaro de Luna” se describe el desarrollo de esta trascendental batalla con gran lujo de detalles; baste decir que se produjeron diferentes alternativas y ambos contendientes se emplearon con denodado brío y bravura, decantándose finalmente la victoria hacia el lado de los castellanos, que obligaron a los aragoneses a abandonar el campo al grito triunfal de ¡Castilla! ¡Castilla! ¡Castilla!………..

El rey D. Juan II dispuso que en el cerro donde se libraron los combates más decisivos se erigiese una ermita para conmemorar la batalla, a la que puso el nombre de “Santi Espíritus de la Batalla”.

Resulta obligado reseñar que durante el tiempo que duró esta campaña se produjeron dos luctuosos sucesos: En Toledo falleció la reina consorte de Portugal, Doña Leonor de Aragón y unos días más tarde, en la localidad segoviana de Villacastín, su hermana Doña María de Aragón, esposa de D. Juan II de Castilla. Ambas eran hijas de Fernando de Antequera, hermanas, por lo tanto, de los Infantes de Aragón, empeñados en una lucha dinástica contra Castilla. Según parece, las relaciones de la reina Doña María con su esposo distaban mucho de ser cordiales, tal vez a causa de las relaciones del rey con su favorito el condestable D. Álvaro y las de éste con sus hermanos los infantes. La “Crónica del Rey Don Juan II”, nos dice que al recibir el rey la noticia del fallecimiento de la reina, se limitó a comentar que “tuvo el sentimiento que de razón debía”.

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Es más que posible que en la boda de D. Juan II con Doña Isabel de Portugal interviniese la mano de D. Álvaro, pues razones de Estado le impulsaban a buscar alianzas con los vecinos portugueses, en previsión de nuevos posibles enfrentamientos con los reyes de Navarra y Aragón. La boda real se celebró en Madrigal de las Altas Torres el día 17 de agosto de 1447, con gran pompa y boato y la asistencia de los grandes magnates de ambos reinos, que celebraron la belleza y juventud de la nueva reina. Pero en esta ocasión el olfato de estadista del condestable le falló, pues la portuguesa resultó poseer un carácter independiente y dominador, que se propuso, desde los primeros tiempos de su matrimonio, sustituir al condestable en el aprecio del rey, para lo cual utilizó todas las artimañas de una joven y bella esposa para conseguir el cariño y la entrega de un hombre en su madurez, como era D. Juan II, doblegando al mismo tiempo su voluntad, lo cual, como se ha podido apreciar por situaciones anteriores, no era tarea excesivamente difícil. Poco a poco, D. Álvaro, vencido e impotente, veía como no sólo iba perdiendo su ascendencia personal y político sobre el monarca, sino también su aprecio y su confianza. Por Castilla volvió a soplar el viento de la discordia, y la conjura y la traición se agazapaban otra vez a la vuelta de cada esquina. A las intrigas de la reina doña Isabel para apartar al condestable de su esposo, se unieron las del heredero D. Enrique y su valido D. Juan Pacheco, flamante marqués de Villena, personaje ambicioso y astuto, que tal como hiciera D. Álvaro con D. Juan II, se había apoderado de la voluntad del Príncipe de Asturias, de carácter manifiestamente débil e inestable como su padre.

La mediación del arzobispo de Santiago D. Alfonso de Fonseca y el nacimiento el 22 de abril de 1451, en el castillo de Madrigal de las Altas Torres, de la primera hija de D. Juan II con su segunda esposa Doña Isabel de Portugal, que recibió el nombre de Isabel de Trastamara y Avis (13), marcó una pequeña tregua en las internas disensiones de la corte castellana, pero el odio y la intolerancia se habían apoderado de los sentimientos de los principales protagonistas de aquellas tumultuosas relaciones, que acabarían en una cruel e inevitable tragedia.

Alfonso Pérez de Vivero, que ya se había pasado al servicio de los reyes, recibiendo como premio a su vasallaje incondicional el nombramiento de Contador mayor del Reino, se convirtió en el cómplice más taimado de la reina Doña Isabel en las intrigas que ésta empezó a tramar contra el Condestable, con el firme propósito de eliminarle en el sentido más amplio de la palabra.

El bachiller Cibdareal lo cuenta así: “Ya la saña de la Reyna con el Condestable rebosa, e el Condestable, enfurecido de cólera e de malatía de mente, peor se gobierna cada día”.

Como es de suponer, no escaparon al avisado condestable las sospechas de que algún grave peligro se cernía sobre su cabeza, por lo que decidió velar por su seguridad rodeándose de una fuerte guardia personal, comandada por D. Pedro de Luna, un hijo bastardo suyo, que le acompañaba a todas partes, procurando no dejarle solo en ningún momento. Gracias a esta protección había conseguido salir indemne de varios atentados perpetrados contra su persona en varias ciudades castellanas, aprovechando los continuos desplazamientos de aquella Corte itinerante.

En la primavera de 1453, coincidiendo con la Semana Santa, la Corte se había trasladado a Burgos. La reina se había quedado en su feudo de Madrigal, pero las consignas para el nuevo atentado ya habían sido dadas. El rey, conocedor de toda la trama, en la que había participado activamente, se instaló con su séquito en el castillo que domina la ciudad. D. Álvaro, siempre prudente, se había hospedado con su escolta en el palacio de D. Pedro de Cartagena, sobrino del obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena.

Llegada la solemne festividad del Viernes Santo, el condestable, a quien ahora acompañaba uno de sus lugartenientes, D. Fernando de Ribadeneyra, pues su hijo Pedro había sufrido un aparatoso accidente mientras disputaba una justa, se dirigió a cumplir con sus deberes religiosos a la Catedral de Santa María, donde también se encontraban el rey y sus cortesanos. Un predicador dominico se subió al púlpito para pronunciar el consabido sermón. Ante el asombro de la numerosa y selecta asistencia, el sermón consistió en una dura y velada diatriba contra el condestable y su gestión, aunque en ningún momento osó pronunciar su nombre, pero llegando a lanzar vehementes exhortaciones a todos los presentes sobre la necesidad de su rápida eliminación. El rey, sorprendido por el furibundo e inesperado ataque del dominico, al que era ajeno, le hizo callar con un gesto de su mano, pero el condestable, rojo de ira, se dirigió al obispo D. Alonso exigiéndole que interrogara al insolente fraile. Detenido e interrogado por el obispo, el predicador aseguró que nadie le había inducido a pronunciar aquel sermón, que más bien se debía a una revelación divina. El condestable, más furiosos todavía, le replicó: “Hágale Su Señoría interrogar según mandan las leyes, pues escarnio es decir que un fraile gordo e bermejo e mundanal oviese revelación de Dios”.

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Según nos cuenta el bachiller Cibdareal, de vuelta a su hospedaje, D. Álvaro de Luna, su hijo Juan de Luna y su lugarteniente Ribadeneyra, celebran un consejo en el que se toma la decisión de eliminar a su antiguo criado Pérez de Vivero, sobre el que tenían sobradas pruebas de su traición y del que sospechaban estaba detrás de todo lo que se urdía sobre su antiguo señor. Ribadeneyra fue en su busca y lo trajo a presencia del condestable, quien, mostrándole unas cartas, le acusó: “¿Conocéis de quién es esta letra?-Sí, es del Rey-e esta otra ¿de quién es?- Es mía, señor”.

Acto seguido se le leyeron las cartas, en las que se demostraba claramente su traición, mientras el semblante del acusado quedaba lívido por el espanto que se iba apoderando de todo su ser. Terminada la lectura, el condestable sentenció: “pues que han sido inútiles las amonestaciones que os hice para apartaros de las maldades que habéis urdido contra mí, cúmplase hoy lo que ya en otra ocasión os juré”. Dicho lo cual, mandó a sus ayudantes que lanzasen al aterrorizado Alfonso desde lo alto de la escalera de la torre donde se encontraban. Las cosas, según el relato del bachiller Cibdareal, ocurrieron de la siguiente forma: “Achácanle que fizo mazar con una maza a Alonso Pérez de Vivero, e después despeñado de la ventana, a manera de quél se hubiera arrimado a las verjas de las ventanas, e se hubieran salido de la pared, e caído él de sí mismo. E no parece questo pudiera ser, por mucho que lo aliñan, mas contra el Condestable no se pueden facer disputas. E así, lo que sin disputa es vero, es que Alonso Pérez de Vivero finó súpitamente”.

El asesinato del Contador real se convirtió, además, en el detonante que movió la voluntad del rey, todavía llena de dudas y de escrúpulos, a deshacerse definitivamente de su condestable, dando así satisfacción a los deseos de la reina Doña Isabel. El miércoles de ceniza había llegado a Burgos por orden suya uno de los principales conjurados, D. Álvaro de Zúñiga, hijo del conde de Plasencia, que además ocupaba el cargo de Justicia mayor de Castilla, acompañado de doscientos experimentados jinetes. Traía una consigna: acabar con el Condestable, pero esperaba la orden expresa del rey para cumplir su misión; esta llegó mediante una cédula, escrita por su propia mano, en la que le daba la siguiente orden: D. Álvaro de Stúñiga, Alguacil mayor, yo vos mando que prendades el cuerpo a Don Álvaro de Luna, Maese de Santiago, e si se defendiere, que lo matéis”.

Salió el de Zúñiga con sus jinetes en busca del Condestable para cumplir la orden recibida, mientras el rey y su escolta le esperaban en la cercana plaza de las Carnicerías.

Era la mañana del lunes siguiente a la Pascua, 4 de abril de 1453, cuando el de Zúñiga y sus lanceros rodean la casa donde se hospedan el Condestable y los suyos, conminándoles a que se rindan. La respuesta fue una serie de tiros de espingarda y de ballesta que dieron por tierra a dos de los lanceros. D. Álvaro de Luna no estaba dispuesto a humillarse y, con el total apoyo de los suyos, se había hecho fuerte dentro del palacio del sobrino del obispo, negándose a parlamentar con nadie que no fuera el propio rey. El asedio se prolongó durante varias horas, durante las cuales el condestable, con la ayuda de dos de los suyos y camuflado bajo un disfraz de villano, logró romper el cerco saliendo de la casa por una puerta secreta que le indicó el propio D. Pedro de Cartagena, que le guió por las intrincadas calles de la ciudad, conduciéndole hasta el otro lado del Arlanzón. La libertad estaba al alcance de D. Álvaro, pero su orgullo le impidió huir: “Más valía morir con sus criados que salvarse andando por albañales escondidos e tenebrosos, como home bellaco e de ninguna condición”. Dicho lo cual, resolvió regresar con los suyos, vertirse de nuevo con sus ropas de Condestable, enfundarse su armadura, empuñar su espada y afrontar dignamente lo que tuviera que ocurrir.

El rey, impaciente y desasosegado, esperaba en la plaza de las Carnicerías, rodeado de los suyos y con el pendón real desplegado, al recibir de su Justicia mayor la noticia de que D. Álvaro únicamente se rendiría a su persona, montó en cólera, pues no tenía ninguna gana de verse frente a frente con su condestable, por lo que decidió enviarle a dos caballeros de su Consejo, su mayordomo mayor, D. Rui Díaz de Mendoza, y el propio obispo de Burgos, D. Alonso de Cartagena, para que, en su nombre, pidieran al condestable que se entregara. La respuesta que recibieron por parte del condestable fue la siguiente: “Pues decid a su señoría que su querer es mi querer, pero para poder cumplir su mandamiento le suplico me de seguridad de mis enemigos, que han llenado de indignación contra mí su voluntad”. Llevada la respuesta al impaciente monarca, éste hizo que redactasen el siguiente seguro: “El Rey le aseguraba por su fe real, por él e por cuantos con él eran a la sazón, e por todos los de su casa, e corte e compañía, e lo recibía en su seguro, asegurándolo de muerte e de lisión e de prisión, así a él como a su fijo e sobrino, e a todos los suyos, e assimismo a sus bienes e faciendas, e con esto que Don Álvaro viniese con Rui Díaz e con el Obispo, fasciendo lo que su Rey le mandaba sin contradicción alguna”. Estas capitulaciones, según el cronista D. Gonzalo Chacón, testigo presencial de los hechos, fueron juradas por el Rey Juan II de Castilla ante el obispo de Burgos, y después firmadas y selladas con el sello real para, de esta forma, serlas entregadas a D. Álvaro de Luna, Condestable de Castilla y Gran Maestre de Santiago, que durante tantos años había sido su amigo, compañero, favorito y consejero.

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El condestable, después de leer el seguro firmado por su rey, y a pesar de los avisos de sus seguidores, que le recordaron un proverbio castellano, muy popular por entonces, que decía: “El que no asegura no prende” , tratando de convencerle de que no se entregara y siguiera luchando, con rostro sereno y ademán severo, respondió: “No quiera Dios que estando yo al final de mi vida eche yo sobre mi nombre la mancilla de pelear contra el Rey mi señor, contra los suyos e contra el pendón real. Hagan Dios e el Rey mi señor lo que les plazca, pues yo no haré otra cosa que ponerme en sus manos. El Rey me hizo e me puede deshacer si quisiere”.

Después de tomarse un tiempo para poner en orden sus papeles, escribir a su esposa y despedirse de sus parientes y servidores, D. Álvaro de Luna montó su caballo, mandó abrir la puerta y cabalgó al encuentro de sus aprehensores. Fue la última cabalgada del hombre que durante más de veinte años había ejercido un poder casi omnímodo en el agitado e inestable reino de Castilla.

El rey, que aguardaba impaciente, haciendo caracolear su caballo, en la plaza de las Carnicerías, acompañado de D. Álvaro de Zúñiga (14) y el resto de su séquito, al serle confirmada la prisión del condestable, miró al cielo y respiró hondo, como si se le hubiera caído repentinamente un gran peso de encima, después se apeó de su caballo y mandó a sus acompañantes que le siguieran a la cercana Catedral de Santa María, donde penetraron para dar gracias a la Virgen por el buen fin de tan delicada operación.

Bajo la custodia de D. Diego López de Zúñiga, el prisionero fue conducido a la fortaleza de Portillo, a unos veinticinco kilómetros de Valladolid, a la espera de que tuviese lugar su último proceso, que le conduciría al cadalso.

En el mes de mayo la Corte volvió a trasladarse a Valladolid, donde tuvo lugar el cuarto y último proceso contra D. Álvaro de Luna, aunque en esta ocasión la sentencia ya estaba dictada de antemano. El 3 de junio de 1453, en la Plaza Mayor de Valladolid, ante una excitada y vociferante muchedumbre, el Condestable de Castilla, D. Álvaro de Luna, muy dueño de sí, subió al patíbulo para inclinar su orgullosa cabeza bajo el hacha del verdugo para ser degollado. Sus restos descansan en la Capilla de Santiago de la catedral de Toledo, que el mismo había mandado construir.

D. Juan II de Castilla no tardó en seguirle a la tumba, pues falleció en la misma ciudad de Valladolid el 22 de julio de 1454. Recibió sepultura en la Iglesia de San Pablo de Valladolid, hasta que su hija la reina Isabel I de Castilla ordenó que sus restos, junto con los de su segunda esposa Doña Isabel de Portugal, fueran trasladados a la Cartuja de Miraflores de Burgos, donde descansan en un suntuoso sepulcro de alabastro, impresionante obra del escultor Gil de Siloé, que llegó a Burgos acompañando al obispo D. Alonso de Cartagena, cuando éste regresó del Concilio de Basilea.

Como epílogo de esta historia, en la que tan presentes han estado los enfrentamientos entre los Trastamara de Castilla y sus parientes de Aragón, añadiremos que el 19 de octubre de 1469, tras falsificar una bula papal, contraían matrimonio la princesa Doña Isabel, primera hija del rey D. Juan II de Castilla y su segunda esposa Doña Isabel de Portugal y el príncipe D. Fernando, primer hijo varón del segundo matrimonio del rey D. Juan II de Aragón con Doña Juana Enríquez. Con estos esponsales quedaría definitivamente resuelta la cuestión dinástica entre los Trstamara, pues ambos llegaron a ser reyes de Castilla y Aragón, pasando a nuestra Historia como los Reyes Católicos.

NOTAS:

(1)  Catalina de Lancáster era hija de Juan de Gante y Constanza de Castilla, hija de Pedro I de Castilla, desposeído del trono y asesinado por su hermanastro Enrique de Trastamara, bisabuelo de Juan II.

(2)  Fernando de Trastamara era hermano de Enrique III el Doliente, tío por tanto de Juan II. El 28 de junio del 1412, como consecuencia del Compromiso de Caspe, se convirtió en rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Córcega, conde de Barcelona y Rosellón y duque de Atenas y Neopatria. En el año 1394 se había casado con su tía Leonor de Alburqueque, nieta de Alfonso XI y su favorita Leonor de Guzmán, la madre de los Trastamara; de este matrimonio nacieron nada menos que siete hijos, conocidos como los Infantes de Aragón. El sobrenombre de Antequera le viene de su brillante actuación durante el asedio y conquista a los árabes de la plaza de Antequera, ocurrida durante el mes de setiembre del 1410. Está enterrado en el Monasterio de Poblet.

(3)  Pablo de Santa María era un judío converso, bautizado en julio de 1390 por S. Vicente Ferrer con el nombre de Pablo García de Santa María, también conocido como el Burguense. Fue obispo de Cartagena y Burgos. también fue Canciller de Castilla y consejero de Enrique III, Juan II y Fernando de Antequera.

(4)  Álvaro de Luna, había nacido en Cañete (Cuenca) y era hijo bastardo de D. Álvaro de Luna, señor de Cañete, Jubera y Covargo y Copero mayor del rey Enrique III. A la muerte de su padre, con tan sólo seis años, quedó bajo la tutela de su tío abuelo D. Pedro Luna, futuro papa Benedicto XIII, también conocido como el Papa Luna.

(5)  María de Aragón, (1402-1445) hija de Fernando de Antequera y Leonor de Alburquerque, era prima del rey Juan II, con el que tuvo cuatro hijos: Catalina, Leonor, Enrique y María, de los cuales sólo sobrevivió Enrique, futuro rey Enrique IV de Castilla, sus tres hermanas no cumplieron los tres años de edad.

(6)  Los Infantes de Aragón fueron siete, Alfonso el primogénito fue rey de Aragón con el nombre de Alfonso V; María, reina de Castilla por su matrimonio con Juan II; Juan, rey de Aragón desde la muerte de su hermano en 1458 y de Navarra por su matrimonio con Blanca de Navarra en el 1425; Enrique, duque de Alburquerque y Gran Maestre de Santiago; Leonor, reina de Portugal por su matrimonio con el Eduardo I; Pedro, duque de Alburquerque y Sancho, Maestre de la Orden de Alcántara.

(7)  En el castillo de Montalbán D. Juan II estuvo cercado durante dos meses por las tropas de su primo, el infante D. Enrique de Aragón, hasta que fue rescatado por D. Álvaro y los suyos.

(8)  D. Pedro Fernández de Velasco y Solier fue nombrado I Conde de Haro por el rey D. Juan II de Castilla, en agradecimiento por la defensa que hizo de la villa de Haro, atacada por el rey de Navarra D. Juan II en una de sus incursiones por Castilla. También era señor de Cuzcurrita de Río Tirón y Belorado.

(9)  D. Juan II de Navarra, tercer hijo de Fernando de Antequera, nació en Medina del Campo el año 1390. En el 1429 casó con Blanca de Navarra, hija del rey Carlos III de Navarra, por lo que a la muerte de éste, en el 1425, fue nombrado rey consorte de Navarra. En 1445, tras la muerte de Blanca, casa por segunda vez con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez y en 1458, tras la muerte sin sucesión de su hermano, el rey Alfonso V, se convierte en Rey de Aragón.

(10)Seguramente se trata de la localidad abulense de Villafranca de la Sierra, perteneciente al                 señorío de D. Pedro Dávila, uno de los incondicionales del bando aragonesista, que había sido Camarero mayor de Fernando de Antequera.

(11) El príncipe D. Enrique de Trastamara, futuro rey Enrique IV de Castilla, se había casado en 1440 con su prima Blanca de Navarra, hija del rey Juan II de Navarra y Blanca de Navarra. La repudió en 1453.

(12) En agradecimiento el rey D. Juan II le nombró I Marqués de Villena

(13) Se trataba de la futura reina Isabel I de Castilla, también conocida como la Católica.

(14) D. Álvaro de Zúñiga, tras la decapitación de D. Álvaro de Luna, fue nombrado su sucesor como nuevo Condestable de Castilla.

Paco Blanco, Barcelona, mayo 2014

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