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LA RECUPERACIÓN DE LOS RESTOS DEL CID EN 1883. -Por Juan Antonio García Rojas-.

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Transcurría el mes de abril de 1882, cuando al académico sanroqueño Francisco María Tubino, que se hallaba en Viena como Comisario de España de la Exposición Internacional de Bellas Artes, le llegaron noticias de que en el museo del Castillo de Sigmaringen (Alemania), propiedad del príncipe Carlos Antonio Hobenzollern, se hallaban custodiados parte de los restos del Cid y de Jimena, los cuales habían sido saqueados del Monasterio de Cardeñas, Burgos, durante la invasión napoleónica. Tras las indagaciones realizadas por Tubino en el lugar, en Francia y España, y verificada la autenticidad por expertos, dichos restos regresarían a Burgos en febrero de 1883, siendo depositados en el ayuntamiento en un cofre. Aquí permaneció hasta el año de 1921, en el que dicho cofre sería trasladado a la catedral.

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1  Fotografía de Francisco Maria Tubino
de la época de la recuperación de los restos del Cid. Archivo de su sobrina bisnieta Mercedes Tubino Solís.
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2  Urna de mármol negro donde estuvieron depositados en Alemania los restos saqueados del Cid y de Jimena.
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3  El Rey Alfonso XIII en los actos del traslado de los restos del Cid desde el Ayuntamiento a la Catedral de Burgos.
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4  Cofre con los restos del Cid en la Catedral de Burgos.
Fuentes de la que se ha extraido los datos del texto:
–  La Ilustración Española y Americana  Año XXVII.  Número XI.  22 de marzo de 1883.  Páginas 111, 114, 171 y 174.

BURGOS MEDIEVAL. TRES GESTAS DEL CID. -Por Francisco Blanco-

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“Gesta bellorum possumus referre
Paris et Pyrri necnon et Eneae,
multi poete plurima in laude
que conscripsere.”
 

(Gestas guerreras podemos narrar
de Paris y Pirro, y también de Eneas
que muchos poetas en loor suyo
han reunido.)

Estos son los primeros versos del “Carmen Campidoctoris”, poema épico y panegírico en el que se ensalzan tres de las gestas del héroe burgalés Rodrigo Díaz de Vivar, más universalmente conocido como el Cid Campeador. No caben muchas dudas  sobre las intenciones del autor de equiparar al caudillo castellano con los fabulosos héroes de la mitología greco-latina, como Paris y Eneas, cantados por Homero y Virgilio, de ahí que también se le conozca como El Poema latino del Cid.

Según la opinión de historiadores medievalistas tan eminentes como D. Ramón Menéndez Pidal o el burgalés D. Gonzalo Martínez Díez (1), está escrito entre los años 1182 y 1193 y su autor pudiera ser un monje del Monasterio de Roda de Isábena, por entonces capital del condado de Ribagorza, perteneciente actualmente a la provincia de Huesca. Posteriormente fue trasladado al Monasterio de Ripoll, en Gerona, donde fue encontrado y en la actualidad, sin que el que esto escribe sea capaz de explicar las razones, se encuentra en la Biblioteca Nacional de París.

Del Códice original tan solo se conservan 129 versos, los primeros 128 formados por estrofas de cuatro versos, tres sáficos y uno adónico; del verso 129 únicamente son legibles las dos primeras palabras. Se trata de un fragmento de un poema encomiástico de la figura y hazañas del Cid, escrito en un latín culto, posiblemente compuesto para celebrar las bodas del conde catalán Ramón Berenguer III el Grande, con la hija menor del Cid, María Rodríguez, que tuvo lugar el año 1098, viajando ese mismo año el matrimonio al Monasterio de Ripoll. Es muy posible que el autor se inspirase en la “Historia Roderici”, una crónica biográfica escrita por un testigo presencial durante la segunda mitad del siglo XII, que es la biografía más antigua y más fiable de la vida y hazañas del héroe de Vivar. Existe otro poema, “El Cantar de mio Cid”, sin duda el más famoso, que es un cantar de gesta anónimo, en el que se relatan hazañas heroicas del Cid, en las que se mezclan lo real con lo imaginario, relativas a los últimos años de la vida del Campeador. Se compuso hacia el año 1200 y está escrito en “lengua romance” de alto valor literario, alcanzando en poco tiempo una gran difusión popular.

La primera gesta que se describe en el “Carmen Campidoctoris” tuvo lugar en el año 1063 y se refiere al singular combate que mantuvo Rodrigo, cuando era un mozalbete de quince años de edad, con el gigante navarro Eximeni Garcés, caballero de la Corte de Pamplona que se había ganado merecida fama de invencible, a quien, tras más de tres horas de duro e implacable combate, consiguió vencer asestándole un terrible mandoble en plena cabeza, que casi le parte en dos. Esta sonada victoria le valió el sobrenombre de “Campeador”, que según Martínez Díez se identifica con el concepto de luchador, guerrero o campeón que reta a sus enemigos a combate singular. No tardó en difundirse este triunfo por todos los reinos cristianos, causando la admiración de las gentes y también la del infante D. Sancho, futuro rey de Castilla, que le tomó bajo su protección, no tardando en armarle caballero y convertirle en su lugarteniente favorito nombrándole Alférez general del reino.

La segunda hazaña del Campeador, cantada en el poema, tiene lugar en el 1079, siete años después de que Alfonso VI el Bravo se hiciera con el trono de Castilla, tras el asesinato a los pies de las murallas de Zamora de su hermano mayor, el rey Sancho II el Fuerte, por el traidor Bellido Dolfos. Las discrepancias entre el Campeador y su nuevo rey, principalmente por causa del juramento que le tomó en la burgalesa iglesia de Santa Gadea de no haber tenido parte en la muerte de su hermano, relegaron a D. Rodrigo a un segundo plano en la Corte leonesa, pero sin perder totalmente la confianza real, prueba de ello es que le casó con Doña Jimena Díaz, hija del conde Diego Fernández, del linaje de los Flaínez, prima en segundo o tercer grado del propio rey Alfonso, pues ambos compartían como ancestro a Bermudo Núñez, primer conde de Cea y fundador del linaje de los Flaínez. Después de la boda, que se celebró entre los años 1074 al 1076, el matrimonio se retiró a vivir a las posesiones de D. Rodrigo en la ciudad de Burgos, donde el Campeador llevó una vida tranquila y hogareña, cuidando de sus propiedades en el cercano señorío de Vivar y dedicado a la caza y a la vida cortesana, aunque en ocasiones el rey Alfonso le encomendaba algún encargo o misión que cumplir.

En el 1079 el Campeador recibió la orden de Alfonso VI de cobrar las parias o impuestos anuales a su tributario, el rey de Sevilla Al-Mutamid. La misma misión, pero en la taifa de Granada, gobernada por Abd Allah al-Muzaffar, le fue encomendada al conde riojano

García Ordóñez (2), también conocido como “El Crespo”, que en la Corte de León ocupaba el cargo de primer Alférez del reino, el mismo que durante el reinado de Sancho II ostentara D. Rodrigo, lo que había suscitado una incipiente aversión entre ambos magnates.

Por aquellos azarosos y agitados años Castilla se había convertido en un reino emergente, cuyo poderío, en constante aumento, le había permitido alcanzar la supremacía política y militar sobre el resto de los reinos de la península, tanto moros como cristianos. Los árabes, tras casi tres siglos de dominación, estaban en franca decadencia, divididos en pequeñas taifas desde la caída de los Omeya y enfrentados entre ellos, necesitaban la protección de aliados militarmente poderosos para conservar su independencia. Tanto la taifa de Sevilla como la de Granada recibían la protección del rey Alfonso VI de Castilla, a cambio del pago anual de las correspondientes parias. Esta protección incluía la defensa de posibles ataques tanto de otras taifas como del resto de los reinos cristianos.

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En el año 1079 el Campeador, seguido de sus mesnadas, se trasladó a Sevilla con el objetivo de cumplir la orden de su señor, el rey Alfonso VI. Una vez en la corte del rey Al-Mu’tamid, llegó a Sevilla la noticia de que una numerosa tropa formada por moros y cristianos, a cuyo frente figuraban el conde castellano García Ordóñez y los hermanos navarros Lope y Fortuño Sánchez, yernos del rey García de Navarra, había sido enviada por el rey de Granada, Abd Allah al-Muzaffar, con la sana intención de saquear la taifa de Córdoba, que también era tributaria del rey de Castilla.

El Campeador, creyéndolo sin duda su deber, no lo dudó mucho y con sus fieles mesnadas y la tropa que le prestó el rey sevillano, se dirigió con presteza en busca de los supuestos saqueadores. El encuentro se produjo frente a las murallas de la ciudad cordobesa de Cabra, ambos ejércitos se embistieron con furia, pero el empuje de las huestes del Campeador fue tan terrible, que pronto pusieron en desbandada a sus rivales, causándoles gran mortandad y cogiendo hacer prisioneros a los hermanos navarros. El conde García Ordóñez, a la vista del desastre, emprendió la huida, pero avisado el Campeador de sus intenciones, a lomos de su caballo “Babieca” se lanzó en su persecución, dándole alcance y derribando al mismo tiempo caballo y caballero. El Campeador, poniendo pie a tierra, agarró al abatido conde por las crespas barbas e izándole como un muñeco le acusó de cobarde, traidor, felón y otros cuantos epítetos más que dejaron al conde lívido y tembloroso, totalmente entregado a la fuerza de su apresador. El Campeador y los suyos, con rico botín y muchos prisioneros, regresaron victoriosos a Sevilla, donde fueron triunfalmente recibidos por la población, que les aclamó como héroes, especialmente a su caudillo D. Rodrigo. El rey Al-Mu’tamid se portó generosamente con el Campeador, pagándole no solo las parias, sino entregándole una buena parte del botín obtenido, conteniendo valiosos regalos, parte de los cuales fueron para el Campeador, como premio a su brillante victoria. El conde García Ordóñez y los otros jefes apresados fueron puestos en libertad por orden del Campeador, que tampoco quiso pedir ningún rescate, coso muy infrecuente por aquellos tiempos, especialmente si se tiene en cuenta que se trataba de personajes de alto rango, emprendiendo el regreso a la corte de Alfonso VI, vencidos y humillados, especialmente el conde riojano, que no podía olvidar la afrenta que su rival le había inferido cogiéndole por las barbas e iba rumiando la forma de vengarse. De hecho, la malquerencia del magnate riojano hacia el magnate burgalés duró toda su vida, intentando una y otra vez, utilizando principalmente la calumnia y la mentira, desprestigiarle ante el rey de Castilla, cosa que consiguió en más de una ocasión.

Finalmente, la tercera gesta del Campeador, que narra el “Carmen Campidoctoris”, se refiere a la decisiva actuación del Campeador en la batalla de Almenar durante el verano del año 1082, cuando el Campeador, que el año anterior había sido desterrado de Castilla por Alfonso VI, estaba como mercenario con sus mesnadas al servicio del rey de la taifa de Zaragoza, Al-Muqtadir, una de las taifas árabes, junto con la de Sevilla, más poderosa de la península, pues sus fronteras llegaban hasta Tortosa y Denia, por lo que también estaba rodeada de enemigos, principalmente los reinos de Aragón y Navarra por el norte y el oeste y los condados catalanes por el sur. A estos condes catalanes había ofrecido primero sus servicios el Campeador, siendo rechazados, razón por la que pasó a servir al rey zaragozano.

En el año 1082 Al-Muqtadir, viejo y enfermo, dividió sus reinos entre sus dos hijos; Zaragoza fue para Al-Mutaman y Lérida para su otro hijo, Al-Mundir. Esta división, a la muerte del viejo Al-Muqtadir, ocurrida ese mismo año, provocó la disensión y el enfrentamiento entre los dos hermanos, pues cada uno aspiraba a quedarse con la parte del otro. El Campeador permaneció al servicio de Al-Mutaman, el más poderoso de los dos, mientras que Al-Mundir, consciente de su inferioridad, formó una coalición con el rey de Aragón, Sancho Ramírez I; el conde Barcelona, Berenguer Ramón II, también conocido como “El Fraticida” y el conde de Cerdaña, Guillem Ramón I. Pronto se produjeron diferentes encuentros militares en las plazas fuertes fronterizas de Zaragoza y Lérida, como Monzón, Peralta de Alcolea o Tamarite de Litera, en los que el Campeador y sus huestes siempre salieron vencedores. Pero mientras el Campeador se encontraba en Monzón, las tropas de Al-Mundir, a las que se habían unido las de los condes catalanes, pusieron sitio al estratégico castillo de Almenar, muy próxima a la ciudad de Lérida, donde los zaragozanos habían dejado una pequeña guarnición, incapaz de resistir un asedio tan numeroso. El Campeador reunió el grueso de sus huestes y se dirigió a defender a los de Almenar, a pesar de estar en inferioridad numérica. A los pies del castillo de Almenar tuvo lugar una terrible batalla campal, en la que el empuje y la audacia del Campeador y los suyos pusieron en fuga al ejército de la coalición árabe-catalano-aragonesa, haciéndose con la victoria, lo que supuso la obtención de un gran botín y la captura del conde de Barcelona, Berenguer Ramón II y una buena parte de los caballeros de su corte personal, por cuya libertad tuvieron que pagar un elevado rescate, como era costumbre en aquellos belicosos tiempos. El gran artífice de esta victoria fue sin duda el héroe burgalés Rodrigo Díaz de Vivar, al que a partir de entonces tanto sus numerosos enemigos  como sus amigos, empezaron a llamar “sidi”, o señor, convirtiéndose en adelante en el legendario y temido  Cid Campeador.

No acabaron con esta batalla las rencillas ni los enfrentamientos entre el Cid y los condes de Barcelona, aunque las causas de las futuras desavenencias tienen una génesis diferente. Precisamente hasta el año 1082 los condados de Barcelona, Osona, Gerona y Carcasona habían sido gobernados por los hermanos mellizos Ramón Berenguer II, también conocido comoCap d’Estope” (Cabeza de estopa), a causa del color  pajizo de su cabellera y  Berenguer Ramón II, que acabó conociéndosele por  el Fratricida”. A la muerte del primero, ocurrida en el 1082, al parecer en un accidente durante una cacería en la sierra del  Montseny, Berenguer Ramón II quedó como amo y señor de los citados condados, a pesar de que el Cap d’Estope” había dejado un hijo, de nombre  Ramón Berenguer, que fue apartado inmediatamente por su tío de la línea de sucesión. Pero la sospecha sobre la complicidad del nuevo conde en la muerte de su hermano llevó a unos cuantos nobles de su corte a acusarle de asesinato, exigiéndole, para demostrar su inocencia, que se sometiera a una Justa o juicio de Dios, tal como era costumbre por aquellos años del Medievo. Perdida la Justa, que tuvo lugar hacia el año 1097 en la corte castellana de Alfonso VI, fue considerado culpable, desposeído de su título de conde y obligado a abandonar sus posesiones, marchando con la Primera Cruzada a la conquista de Jerusalén, en cuyo cerco murió. Quedaba como sucesor su sobrino Ramón Berenguer III, más tarde conocido como “El Grande”, que por entonces contaba unos quince años de edad, por lo que quedó bajo la tutela de Berenguer Sunifredo, que era el obispo de Vic. La asamblea de nobles catalanes que había provocado la caída de Berenguer Ramón II, estuvo a punto de entregar el condado de Barcelona al rey Alfonso VI de Castilla, pero la oposición del vizconde de Cabrera consiguió que se deshiciese el proyecto, consolidándose Ramón Berenguer III como único Conde de Barcelona, Girona, Carcasona y Rasés. Este conde, al que se le concedió el apelativo de “El Grande”, practicó una política de expansión territorial a consta, principalmente, de sus vecinos, en la que utilizó los tratados y los pactos en unos casos, y en otros la fuerza de las armas. Los condados de Osona, Besalú, Cerdaña y Provenza pasaron a depender del conde de Barcelona; también repobló la comarca de Tarragona, en poder de los musulmanes y consiguió la independencia eclesiástica de Cataluña con respecto a Francia.

Aunque en el año 1097 también consiguió conquistar Amposta, fracasó, sin embargo, en uno de sus principales objetivos, la conquista de Tortosa, importante plaza militar árabe, que era una amenaza para su dominio sobre Tarragona y comarca. Tal vez fuera este revés el que indujo al conde catalán a poner cerco a la plaza de Oropesa, que era una posesión del Cid Campeador, viejo y conocido enemigo, que había derrotado en más de una ocasión a los anteriores condes, su padre y su tío, con lo que volvían a renacer viejas enemistades. La respuesta del Cid, que por aquellas fechas vivía en su variopinta y polifacética corte valenciana, un tanto alejado de los asuntos de la guerra, disfrutando de la compañía de su mujer y sus dos hijas, pues su hijo Diego había perecido el 1097 en la batalla de Consuegra, luchando al lado del que siempre fue su  señor, el rey Alfonso VI, fue reunir de nuevo sus fieles mesnadas y dirigirse a levantar el sitio de Oropesa, aunque esta vez, antes de entrar en combate, envió una delegación al conde catalán advirtiéndole de que no solo se conformaría con levantar el sitio a su castillo, sino que continuaría invadiendo y asolando sus posesiones en la comarca de Tarragona. El conde pareció  entender el mensaje, pues su respuesta fue conciliadora, invitando al Cid a sentarse a la mesa de las negociaciones y llegar a un acuerdo del que ambas partes salieran satisfechas. Uno de los acuerdos a que se llegó fue el matrimonio de la hija menor del Cid, doña María Rodríguez, con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III. La boda se celebró a finales del año 1098, marchando después el matrimonio hacia sus posesiones de Ripoll, posiblemente el “Carmen Campidoctoris”, se compuso para celebrar este acontecimiento.

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El Cid fallecería el año 1099, según Martínez Diez el 10 de julio, recibiendo sus restos sepultura en la catedral de Valencia, fundada por él mismo, aunque más tarde fueron traslados al Monasterio de San Pedro de Cardeña.

El acuerdo al que llegaron el conde de Barcelona y el Cid Campeador, sin duda debió de tener aspectos muy positivos para ambos. Para el Cid, al que el peso de las numerosas heridas recibidas en cientos de batallas, de las que siempre salió vencedor, habían debilitado su cuerpo y mermado sus fuerzas, relajando, al mismo tiempo, su carácter beligerante y luchador, le supuso, sin duda, un gran respiro en su militar andadura, que le permitió continuar con su vida familiar y de holganza en su corte valenciana. Significaba, igualmente, conseguir un heredero varón que rigiera sus dominios cuando muriese, además de un poderoso aliado militar contra la constante amenaza de su encarnizado e implacable enemigo Ben Yusuf, el emir de los almorávides, quien a pesar de las numerosas derrotas que el Cid le había infligido, seguía obstinado en la reconquista de Valencia, por lo que sus tropas siempre estaban al acecho y dispuestas al asalto. Para el conde catalán, contar con el apoyo del Cid y conseguir el señorío de Valencia significaba consolidar su supremacía sobre el resto de los condes catalanes y la preponderancia sobre todo el mediterráneo oriental, lo que le permitiría continuar con su tan ansiada expansión territorial, que incluía las cercanas islas de Ibiza y Mallorca.

Pero, desde la muerte del Cid, la defensa de Valencia, a pesar de los esfuerzos de Doña Jimena y de su yerno el conde de Barcelona, cada día se hacía más insostenible. Finalmente, en el año 1102, Doña Jimena pidió ayuda a su pariente el rey Alfonso VI, que tampoco pudo controlar la situación; en el mes de mayo, Doña Jimena y los suyos, protegidos por las tropas de Alfonso VI, abandonaron la ciudad, después de haberla pegado fuego por sus cuatro costados. Con ellos, bajo la atenta custodia de sus fieles mesnaderos, viajaban los restos del burgalés D. Rodrigo Díaz  de Vivar, convertido ya en el inmortal Cid Campeador. Su destino: el Monasterio de San Pedro Cardeña de Burgos. Los deseos del Cid de convertir Valencia en un señorío fuerte, independiente y soberano se habían desvanecido, pero todavía…..” a todos alcanza honra por el que en buen hora nació”.   

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NOTAS:

  • Gonzalo Martínez Diez (Quintanar de la Sierra, Burgos, 20-V-1924-Villagarcía de Campos, Valladolid,22-IV-2015). El recientemente fallecido jesuita burgalés, miembro de la Compañía de Jesús desde 1942, fue un destacado medievalista, historiador y académico con un impresionante historial: Licenciado en Filosofía y Derecho Canónico por la Universidad de Comillas, en Teología por la Innsbruck, en Derecho Canónico por la Estrasburgo en Derecho por la de Valladolid y en Filosofía y Letras por la Central de Madrid. Desde 1958 fue profesor y catedrático en varias Universidades como la de Comillas, la Complutense, la de San Sebastián y la de Valladolid; académico de la Real Academia de la Historia y de la Institución Fernán González. Se le puede considerar un experto en la historia medieval de Castilla, sus orígenes, sus figuras, especialmente la del Cid Campeador, sus fueros y sus Instituciones. A lo largo de su larga vida, dedicada a la investigación histórica, nos ha dejado una ingente obra Imposible de referenciar, por lo que vamos a citar algunos títulos tan importantes como “El Condado de Castilla (711-1038) la historia frente a la leyenda”, “Historia latina de Rodrigo Díaz de Vivar”, “El Cid histórico”. También fue un destacado y activo castellanista, participando en la fundación de la “Alianza Regional de Castilla y León” y del PANCAL, (Partido Nacionalista Autonómico de Castilla y León), fundado en Toro en 1977. Sobre el tema castellanista, suyas son las obras “Castilla, víctima del centralismo”, publicada en 1977 y “Castilla, manifiesto para su supervivencia” de 1984. Sobre Burgos cabe mencionar “Fueros locales del territorio de la provincia de Burgos” y “Génesis histórica de la provincia de Burgos y sus divisiones administrativas “

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GONZALO MARTINEZ DIEZ

  • García Ordoñez, también conocido como “El Crespo”, conde de Nájera, era hijo del conde Ordoño Ordoñez, descendiente del rey Bermudo II de León, por lo que estaba emparentado con el rey Alfonso VI en el mismo grado que Doña Jimena, la esposa del Campeador. Había nacido hacia el año 1060, por lo que era más joven que el Campeador, con quien mantuvo una larga rivalidad, que a veces se convirtió en enemistad. Murió peleando en la batalla de Uclés el 29 de mayo del año 1108.

Autor: Paco Blanco, Barcelona, setiembre 2015

EN TORNO AL CID CAMPEADOR DESPUES DE MUERTO. -Por Francisco Blanco-

El Cid falleció en Valencia el 10 de julio de 1099, después de  conquistarla y someterla en más de una ocasión y haber sido su señor indiscutible e indiscutido. Un vecino de Valencia, el cronista árabe Ben Amuz, ya lo había pronosticado: “En fin, las cosas de este mundo se pasan muy presto, y el corazón me dice que no durará mucho la premura en que nos tienen los cristianos, porque el Cid anda ya hacia el cabo de sus días, y después de su muerte, los que quedemos con vida seremos señores de nuestra ciudad”.

Su esposa, doña Jimena,  se mantuvo al frente de la ciudad  en un desesperado esfuerzo por evitar que cayera de nuevo en manos de los almorávides. Pero el emir Ben Yusuf, viejo enemigo del Campeador, que ya había sentido con anterioridad el peso de su espada, no estaba dispuesto a dejar pasar tan tentadora ocasión de recuperarla, de modo que puso a su general Mazdalí al frente de un poderoso ejército y le envió a sitiar la ciudad.

El rey Alfonso VI, que en dos ocasiones había desterrado de su reino al caudillo burgalés, esta vez acudió a defender a la mujer de su fallecido súbdito (que, por cierto, también era su sobrina), consiguiendo levantar el cerco, pero el ejército almorávide permaneció a la expectativa, en la seguridad de que la ciudad levantina era una fruta madura, a punto de caer en su poder. No había, entre las huestes cristianas, un líder capaz de sustituir la jefatura del de Vivar, “el que en buena hora nació”.

En una mañana del recién comenzado  mes de mayo del año 1102,  bajo un sol y un cielo mediterráneos, por las puertas de  la amurallada ciudad valenciana comienza a salir un largo tropel de hombres a pie y a caballo: Son las tropas del rey Alfonso, las mesnadas del difunto Campeador y el séquito de su viuda, doña Jimena, protegiendo los restos mortales del invicto D. Rodrigo, cuyo cuerpo había sido embalsamado, camino de su descanso eterno en el Monasterio de S. Pedro de Cardeña, allá por sus tierras burgalesas.

El rey castellano ha decidido abandonar la ciudad, después de haberla saqueado a conciencia y haber dado  orden de incendiarla a su salida. Enormes columnas de humo, como mudos testigos del cumplimiento de la orden, se levantan hacia el cielo, cubriéndolo y ensuciándolo de negro. Pero los almorávides permanecen al acecho, sin entablar batalla, esperando que su ansiada presa quedara libre de cristianos para poner sus plantas sobre sus cenizas.

A partir de aquí, la leyenda y la fama del que fuera invicto Cid Campeador, que ya corría de boca en boca por todos los reinos de la Península, e incluso habían superado nuestras fronteras, fue aumentando de forma imparable y progresiva,  llegando a encarnar su épica figura el prototipo del héroe y del caballero cristiano medieval. La Literatura, el Teatro, la Poesía, la Historia, han convertido al Cid en un mito que sigue totalmente vigente en nuestros días.

El “Carmen Campidoctoris” es una de las crónicas más famosa  y más antiguas que se conocen sobre las gestas del Cid. Aunque  según algunos estudiosos está  escrita antes de su muerte, lo más probable, según nos apunta Menéndez Pidal, es que naciese a partir de recopilaciones de tradiciones orales convertidas, posteriormente, en crónica. Se trata de un poema laudatorio, escrito en latín culto, del que se conservan 129 versos sáficos y adónicos, en los que se ensalzan las hazañas juveniles del Cid hasta su segunda victoria en Almenar (Lérida), sobre el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, en el año 1082. Probablemente su autor fuese un monje benedictino del Monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona), donde apareció hacia el año 1200, (actualmente se encuentra en la Biblioteca Nacional de París). También es muy probable que fuese el punto de partida del posterior “Cantar del mío Cid”. Su primera estrofa dice así:

“¡Ea, gentes del pueblo, jubilosas,

  del Campeador oíd este poema!”  

La “Historia Roderici”, procedente de las “Crónicas Najerenses” según algunos eruditos, aparece a finales del siglo XII, entre los años 1180 y 1190. Es una biografía histórica del Cid, escrita en setenta y siete capítulos; comienza por el casamiento del de Vivar con doña Jimena y concluye con la recuperación de Valencia por los almorávides, después de que aquélla la abandonase con el cadáver de su esposo, escoltada por Alfonso VI. Está escrita en un latín vulgar, sin grandes aspiraciones literarias. Tanto la “Historia Roderici” como el “Carmen Campidoctoris”  son, sin duda, las fuentes que dieron origen al “Cantar del mío Cid”.    Fue hallado en la Colegiata de San Isidoro de León y en la actualidad se encuentra en la Real Academia de la Historia.

También los árabes ensalzaron, en alguna ocasión, las virtudes guerreras del Campeador, pero, al mismo tiempo, no omiten la rudeza y la crueldad con que actuaba en muchas ocasiones. En “La tesorería de las excelencias de España”, del cronista árabe Alí Ibn Bassam, se cuenta como el Cid, nada más poner sus pies en Valencia, haciendo caso omiso de las capitulaciones pactadas en la entrega, da orden de apresar al cadí, y lo hace meter hasta la cintura en un hoyo rodeado de leña, amenazándole con pegarla fuego si no revela el lugar donde el emir había hecho enterrar sus tesoros antes de darse a la fuga.

En el año 1260 el rey de Castilla, Alfonso X el Sabio, puso en marcha su gran proyecto de escribir la “Estoria de España”, al que da fin en el 1274. La crónica del reinado de Alfonso VI comienza en el capítulo 845, con el juramento que le obliga a hacer el Cid, “sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo”, en la iglesia burgalesa de Santa Gadea; fórmula que el recién nombrado monarca, que con aquel acto acumulaba sobre su cabeza las coronas de Galicia, León y Castilla, consideró ofensiva y que, muy posiblemente, fuera una de las causas de su futura enemistad. Los capítulos dedicados a la historia del Cid incluyen desde el 851, con  la salida de sus tierras hacia  su primer destierro, hasta el 865 en el que el hijo del Campeador, Diego Rodríguez, muere en la batalla de Consuegra (Toledo), luchando al lado del rey Alfonso VI.

En el siglo pasado Menéndez Pidal realizó una refundición del texto, conocida como “Primera Crónica General” a la que incorporó nuevos acontecimientos históricos.

El “Cantar de Myo Çid”, compuesto posiblemente durante el reinado de Alfonso VIII (1158-1214), primer monarca castellano descendiente del Cid, lo que hace es transformar las gestas históricas del Cid en leyendas épicas, creando personajes ficticios e inventando episodios inexistentes, todo ello con el propósito de reforzar y esclarecer la figura central  del Campeador como héroe y caballero medieval por antonomasia.

Pertenece al género poético del “Mester de Juglaría” y está escrito por un “Juglar de gesta”, categoría en la que se incluían los poetas que cantaban las gestas épicas y amorosas de los héroes medievales.

Según el hispanista galés, Ian Michel, la primera versión del Cantar estaba incluida en el “Codice de Per Abbat”, nombre del copista que lo transcribió, fechado en mayo de 1207. Este manuscrito se perdió, pero un copista anónimo (posiblemente un monje del Monasterio de Cardeña), hizo una copia que fue a parar a Vivar del Cid, donde permaneció hasta finales del siglo XVIII, en que fue trasladado a la Biblioteca Nacional de Madrid, donde se encuentra actualmente.

A finales del siglo XVI el genealogista vallisoletano  Juan Ruiz de Ulibarri visita el pueblo de Vivar y hace una copia del manuscrito. El mismo da fe de su trabajo: “Yo, Juan Ruiz de Ulibarri y Lejba, saqué esta historia de su original, el cual queda en el archivo del Concejo de Vivar. En Burgos a veinte días del mes de octubre de 1596. Faltan en el original muchas hojas y comiença enlas que quedan dela manera siguiente: “De los ojos tan fuertemente lorando”.

En el año 1601, otro historiador, el fraile benedictino Fray Prudencio de Sandoval, que fuera obispo de Tuy y Pamplona, también estudió el manuscrito, sobre el que comentó que contenía “unos versos bárbaros notables”.

La parte del Poema que se conserva está formada por 3.730 versos divididos en tres partes: El destierro, La boda de las hijas del Cid y La afrenta de los condes de Carrión en el robledal de Corpes. Permanecen en el misterio tanto la identidad del autor o autores (no se puede descartar la posibilidad de que en su confección participase más de una persona), ni tampoco el título que se le dio a lo que, sin duda, se trataba de un Cantar, al estilo de los que circulaban por la época. Con respecto a la fecha, en el explicit del pergamino figura la de mayo de la era M e CC XLV, que corresponde al año romano de 1245, equivalente al 1207 de la era cristiana, aunque el espacio existente entre la segunda C y la X,  es posible que figurase otra C, que se pudo borrar, lo que abre la posibilidad de que se escribiera realmente en el 1307. En el explicit también aparece el nombre de Per Abbat, que, al igual que la fecha, ha dado origen a innumerables teorías sobre su identificación: ¿Era el autor o el copista? ¿Clérigo o laíco? ¿Burgalés, soriano o aragonés? ¿Pedro el abad o Pedro Abad?. Numerosos eruditos que han estudiado el tema con el máximo rigor han  elaborado hipótesis para todos los gustos. En lo que prácticamente coinciden todos ellos es en que se trataba de una persona de gran cultura y rico vocabulario, conocedor de las leyes medievales y con acceso a numerosos documentos, lo que hace pensar que podía estar al servicio de algún gran señor o de alguna importante familia de la época. Para los que quieran profundizar en el tema existe una copiosa bibliografía.

Uno de los primeros monarcas castellanos que se interesaron por la figura del Cid, fue, como ya se apuntó con anterioridad, Alfonso X el Sabio, que en el año 1272 visitó el Monasterio de San Pedro de Cardeña, quedando muy sorprendido de que  el sepulcro del Campeador careciera de un epitafio en su memoria.  Solucionó la falta componiendo unos versos latinos, en los que comparaba al héroe de Vivar con el rey Arturo de Inglaterra y Carlomagno de Francia, acabándolo  con un dístico formidable escrito en latín:

“Belliger invictus, famosus Marte triumphis,

 Clauditur hoc tumulo manus Didcai Rodericus”

Los monjes, encantados y agradecidos, regalaron al cultivado monarca una copia de la “Estoria de Cardeña”, códice que ellos mismos habían elaborado, en la que se relata la muerte del Campeador en Valencia y el viaje, a través de la península con su cuerpo embalsamado, hasta llegar al monasterio acompañado por su viuda. Allí permaneció expuesto durante diez años, sentado en un trono de marfil, hasta que se le empezó a descomponer la punta de la nariz y tuvieron que enterrarlo.

El códice, también conocido como “La leyenda de Cardeña”, se perdió, pero gran parte de su contenido está incluido en la “Estoria de España”, del Rey Sabio.

También los Reyes Católicos apoyaron la exaltación y el culto al Cid en Cardeña. La reina Isabel, en especial, estuvo en el monasterio en más de una ocasión para visitar su tumba y la de su esposa. La reina, además, era muy devota de los 200 frailes cistercienses, martirizados por las hordas de Abderramán III durante una incursión musulmana, el 6 de agosto del año 953, cuyos cuerpos  fueron enterrados en el claustro del monasterio. Finalmente, fueron canonizados conjuntamente en el año 1603. Sobre estos mártires corre la leyenda de que en cada aniversario del martirio, la tierra del claustro se teñía del color de su sangre.

En el año 1541, los monjes trasladaron los restos del Cid a una tumba situada en la sacristía, pero enterado el emperador Carlos V, dio inmediatamente la orden de que los devolviesen a su primitiva tumba, dentro de la nave central de la iglesia.

Su hijo, Felipe II, quiso elevarlo a los altares, para lo cual inició en Roma un proceso de beatificación que, finalmente, no prosperó.

Felipe V, el primer rey de la Casa de Borbón que ocupó el trono de España después de una larga guerra civil, fue más generoso con la memoria del Cid, pues en el año 1736 dotó a los monjes del monasterio con los fondos necesarios para añadir al templo una grandiosa capilla de estilo barroco, que se denominó “Capilla de los Reyes y Condes”, en la que se instalaron los nuevos sepulcros de Don Rodrigo y Doña Jimena, así como numerosos nichos para los supuestos restos de su hijo Diego, y también los de los jueces Nuño Rasura y Laín Calvo (su antepasado), y el conde Garci Fernández, el de “Las Manos Blancas”. También se acordó de “Babieca”, el caballo del Cid, enterrado en la explanada donde se alza el monasterio, muy cerca de la entrada.  Sobre su sepultura mandó plantar un grupo de olmos, supongo que para aliviar sus restos de los rigores del verano castellano.  Los olmos ya no existen, pero queda una placa conmemorativa. 

Cuando en 1808 las tropas napoleónicas invadieron y saquearon Burgos, el monasterio de Cardeña no se salvó. El propio mariscal Soult mandó abrir todas las tumbas e incluso ordenó a uno de sus médicos que hiciera la autopsia de los esqueletos. En su informe, el médico francés asegura que los restos del Cid correspondían a los de un hombre de gran estatura, sin embargo, los de Doña Jimena, según su dictamen, pertenecían a una persona joven del sexo masculino. Los huesos acabaron en el ayuntamiento de Burgos, excepto el codo derecho del Campeador, que se convirtió en un trofeo de guerra y fue paseado por Europa hasta acabar en manos del príncipe alemán Carlos Antonio de Hollenzollern, padre del príncipe Leopoldo, a quien el general Prim propuso como sucesor de la expulsada Isabel II, aunque el candidato no llegó a prosperar y, en su lugar, nos colocó a un pariente suyo, D. Amadeo de Saboya, que tampoco duró mucho. En 1891, la mediación de D. Alfonso XII, el restaurado monarca hijo de la expulsada reina, consiguió que el hueso-reliquia fuera devuelto y se uniese al resto, que permaneció en el ayuntamiento burgalés hasta que en 1921, bajo la supervisión de D. Ramón Menéndez Pidal, fueron a reposar, cubiertos por una sencilla losa, en el crucero central de la Catedral de Burgos. Sobre la losa una sencilla inscripción:

“A todos alcança honra por el que en buen ora nació”. Verso número 3725 del “Poema”.

También en el siglo XVII los romances cidianos fueron aprovechados por algunos notables dramaturgos que los  convirtieron  en dramas teatrales. Juan de la Cueva lo hace en  “La muerte del rey don Sancho” y Lope de Vega en “Las almenas de Toro”, ambas relativas a las andanzas del de Vivar mientras estuvo como lugarteniente a las órdenes del rey Sancho II, primer rey castellano-leonés, que ambicionaba anexionarse Zamora, feudo de su hermana doña Urraca.

Pero el más conocido es, sin duda, el que escribió el valenciano Guillén de Castro con el título de “Las mocedades del Cid: Primera Parte y Segunda Parte”, que  en el año 1618 se representó con gran éxito en Madrid.

Tampoco se puede pasar por alto “Le Cid”, escrito por el gran dramaturgo francés Pierre Corneille que, según su propia confesión, se ajustaba casi literalmente al texto de la obra de Castro. El drama se estrenó en París, en enero de 1637 ante la corte francesa en pleno. A pesar del notable éxito de público  que alcanzaron sus representaciones en la capital francesa, recibió duras críticas de parte de la Academia Francesa por no ajustarse a los cánones clásicos de tiempo, lugar y acción, provocando un enorme escándalo literario que se conoció como “La querelle du Cid”. La obra de Corneille se convirtió posteriormente en la base de muchas adaptaciones literarias, teatrales, musicales. Debussy dejó incompleta la ópera “Rodrigue et Chiméne”, y hasta cinematográficas: cabe recordar la película “El Cid”, que se rodó por las tierras burgalesas de Salas de los Infantes, dirigida por Anthony Man e interpretada por la exuberante Sofía  Loren  y el fornido Charlton Heston en los papeles de Doña Jimena y Don Rodrigo.

En siglo XVIII, el de la Ilustración, la figura del Cid pierde parte de su relieve, hasta el punto de que un historiador español, el jesuita Juan Fernández Masdeu, se atrevió a asegurar que nunca llegó a existir; claro que semejante aseveración la hizo después de verse obligado a abandonar España, tras la real orden de expulsión de Carlos III. Otro “ilustrado” español, D. Antonio Alcalá Galiano, gaditano y liberal, afirma, por el contrario, que hubo más de uno.

Con el Romanticismo los temas cidianos vuelven a tener vigor y son aprovechados como fuente de inspiración para obras de exaltación nacionalista como “La jura de Santa Gadea”, de Eugenio de Hartzenbusch, o “La leyenda del Cid”, del inmortal Zorrilla. También fueron muy populares las novelas por entregas de Manuel Fernández y González y Ramón Ortega Frías.

En 1861 el ciudadano D. Casimiro Orense y Ravazo, que afirmaba ser descendiente del Campeador, llegó a llevar sus reivindicaciones hasta los tribunales de justicia; el pleito no se llegó a cerrar por fallecimiento inesperado del demandante.

A principios del siglo XX, el político  reformista aragonés, D. Joaquín Costa, aseguró que hacía falta “echar doble llave al sepulcro del Cid para que no volviera a cabalgar”. Naturalmente, semejante afirmación organizó un gran revuelo que dio origen a una nueva exaltación de su figura, a la que se empezó a considerar como un verdadero valor nacional. La gran labor de estudio e investigación realizada por D. Ramón Menéndez Pidal sobre los diferentes aspectos y características de la vida y obra del inmortal personaje, en la que se mezclan la historia y la leyenda, quedó plasmada en su obra “La España del Cid”, muy utilizada por los políticos nacionalistas que, junto con Santiago Apóstol y los Reyes Católicos, los convirtieron en el símbolo y la esencia de la España imperial, inamovible y eterna.

DIEGO LAINEZ «Un luchador de frontera» -Por Francisco Blanco-

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DIEGO LAÍNEZ, el padre del Cid, pertenecía al noble linaje leonés de los Flaínez, al que también pertenecieron los reyes Ramiro II y Alfonso V de León. Nació hacia el año 1023, posiblemente en León, capital de la corte, y en un diploma del año 1047 aparece documentado como Didaco Flaginiz, hijo del conde de León Laín Muñoz, figura importante en la corte del rey Fernando I, con el que también estaba emparentado.

Sobre la aparición de Diego Laínez por la villa de Vivar, situada a siete kilómetros de la frontera de Castilla con Navarra y presa apetecida por el rey García Sánchez III, el de Nájera, se barajan dos posibles causas: La primera es que estuviera implicado en una conspiración de algunos miembros de la familia Flaínez, encabezada por su sobrino Flaín Fernández II, contra el rey Fernando; pero si es cierto que esto ocurrió hacia el año 1060, para esas fechas Diego Laínez ya estaba instalado en Vivar y había nacido su hijo Rodrigo, que sí fue aceptado poco después  en la corte de Fernando I. Por lo tanto, hay que dar por más plausible la teoría de que era hijo natural o ilegítimo del conde Laín, razón por la cual se vio apartado de la rama principal de la familia.

El pequeño pueblo de Vivar, de apenas sesenta casas, está situado en uno de los altos valles de la meseta del Duero, en el norte de la provincia de Burgos, a tan sólo nueve kilómetros de la capital; su tierra, ni rica ni pobre, se extiende por una llanura cubierta de sembrados, principalmente de trigo y de cebada, insuficientemente regados por las escasas aguas del río Ubierna. Los inviernos son largos y fríos y los veranos cortos y calurosos: “nueve meses de invierno y tres de infierno”, según el dicho popular; sus campesinos, ni ricos ni pobres, como la tierra, tienen que trabajar duramente y soportar muchas fatigas para arrancar su sustento a esta tierra no demasiado generosa. En la lejanía, las cumbres de la Sierra de la Demanda cierran el horizonte.

Por aquellos tiempos las luchas fronterizas eran constantes y no se limitaban a las que separaban los reinos moros de los cristianos, también entre estos últimos era frecuente que disputaran con las armas en la mano la propiedad de algún villorrio, vico, villa, ciudad y hasta reino.

El reino de Navarra estaba en plena expansión y, naturalmente, quería hacerlo a consta de apoderarse de los territorios castellanos más próximos a sus fronteras. Ya en el año 1029, al caer asesinado en León el conde castellano García Sánchez, precisamente cuando se disponía a contraer matrimonio con doña Sancha, hija del rey de León Alfonso V, su cuñado, el rey de Navarra Sancho III el Mayor, casado con su hermana doña Muniadona, no tuvo reparo en hacer valer sus derechos y apoderarse del condado de Castilla. (1)

En el año 1035, a la muerte de este rey navarro que había logrado unificar bajo su mando una gran parte del territorio peninsular, de acuerdo con la ley sucesoria navarra, sus posesiones se repartieron entre sus hijos: A García Sánchez III, el de Nájera, le correspondió el reino de Pamplona y  Fernando Sánchez I el Grande recuperó gran parte de los territorios de su tío asesinado, es decir, del antiguo condado de Castilla. (2)

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Naturalmente ninguno de los dos hermanos quedó satisfecho con este reparto, pues el de Nájera, que era el primogénito, se sentía con derecho al condado Castilla y Fernando, por su parte, estaba dispuesto a recuperar todos los territorios que habían sido de su tío, y de todos sus antepasados hasta Fernán González. Ante la imposibilidad de un entendimiento amistoso, el arreglo, como en tantas ocasiones pasadas y venideras, pasó por el inevitable enfrentamiento armado. Las luchas fronterizas entre ambos hermanos duraron hasta el año 1054, en que las tropas castellano-leonesas, comandadas por el rey Fernando, derrotaron a las navarras, al frente de las cuales iba su hermano García, que resultó muerto en la batalla que tuvo lugar el 1 de septiembre, en una llanura frente a la sierra burgalesa de Atapuerca, dentro del territorio del reino de Navarra, pero lindando con la frontera que le separaba del condado de Castilla. Naturalmente, Fernando aprovechó esta victoria para recuperar los territorios que se había anexionado Sancho III el Mayor. Entre los más importantes estaban Montes de Oca, La Bureba, Trasmiera y Las Merindades. Sin embargo, respetó los derechos al reino de Pamplona de su joven sobrino, Sancho, al que proclamó rey con el nombre de Sancho Garcés IV en la misma capilla ardiente donde reposaban los restos mortales de su padre, tomándole, además, bajo su protección. No obstante, esta derrota marca el comienzo de la decadencia del reino de Navarra.

Diego Flaínez, como señor de Vivar, que había tenido que defenderse en más de una ocasión de las incursiones navarras, también tomó parte activa en la batalla al lado del rey Fernando, su pariente, y también sacó provecho de la victoria, pues se apoderó de la villa y el castillo de Ubierna, siete kilómetros al norte de Vivar, así como del también cercano castillo de Urbel, con el pueblo de La Piedra. Además, incorporó a su dominio extensas heredades y varios molinos, consolidándose, de esta forma, como señor de Vivar, pasando a dominar por completo la frontera con el vecino reino.
¡Váyase a río de Ubierna los molinos a picar
y a cobrar maquilas, como las suele cobrar!

Poco a poco, este oscuro infanzón, desplazado a otro oscuro rincón fronterizo, fue dando solidez a su pequeño señorío, poniéndose casi a nivel de los poderosos magnates castellanos de la época. A ello coadyuvó de forma importante su matrimonio con Teresa Álvarez, hija del magnate Rodrigo Álvarez, tenente de diversos territorios como Luna, Mormojón, Moradillo y Cellórigo, quién, con sus hermanos Nuño Álvarez, Diego Álvarez, Fortún Álvarez y Gonzalo Álvarez, formaban una de las más influyentes familias del Condado de Castilla, que muy pronto se convertiría en el reino más poderoso de la península.

No se sabe que tuviera más descendencia que su hijo Rodrigo, el futuro Cid Campeador, aunque algunos historiadores aseguran que tuvo un hijo ilegítimo, de nombre Fernando Díaz, que acompañó a Rodrigo en su destierro, aunque no existen noticias documentadas sobre su persona. Tampoco se conoce el año exacto de su muerte, que debió ocurrir  poco después del año 1060, siendo todavía muy joven si se tiene en cuenta que su hijo Rodrigo contaba tan sólo once años de edad. 

NOTAS: 

(1) Precisamente en el asesinato del joven conde aparecen implicados algunos miembros de la familia Flaínez.

(2) Fue conde de Castilla desde 1029 y en el año 1035 se convirtió en rey de León por su matrimonio con doña Sancha, hermana del rey Bermudo III, que no tenía descendencia y al que derrotó en la batalla de Tamarón, donde, además del trono, también perdió la vida. 

Paco Blanco, Barcelona, junio 2012.

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DOÑA JIMENA -Exégesis y disección del personaje histórico- -Por Francisco Blanco-

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La historia y la leyenda de nuestra Edad Media siempre acaban convirtiéndose en complementarias; unas veces la leyenda precede a la historia, condicionándola con su fantasía y guiándola por rutas poco creíbles, otras es la leyenda la que aparece en segunda instancia para rellenar las partes oscuras o confusas de la historia, confiriéndolas atributos de carácter más bien mágicos. En cualquier caso, si nos queremos introducir por sus apasionantes vericuetos, vale la pena que lo hagamos de la mano de ambas.

El Cid y su andadura por la borrascosa España medieval de moros y cristianos en continuo batallar, ha dado origen a una más que copiosa literatura sobre su figura y sus hazañas, en la que se hallan profusamente repartidos lo veraz y lo legendario.

Mas, en esta ocasión, vamos a tratar de sacar a primer plano una de las figuras más determinantes en la vida del Campeador, sobre la que la literatura, tanto histórica como legendaria, ha sido bastante menos generosa. Se trata, naturalmente, de su esposa Doña Jimena, en la que también convergen la historia y la leyenda.

DOÑA JIMENA DÍAZ DE VIVAR, gran señora de todos los deberes”(1), fue algo más que la sombra inseparable del héroe legendario y del invicto guerrero, vencedor en todas las batallas, fue una esposa abnegada y fiel y una leal compañera en el diario caminar, compartiendo las fatigas, los infortunios y la gloria. Ya en el verso 1604 del “Cantar del Mío Cid”, el propio Campeador habla de ella como su “querida y ondrada mugier”. El gran poeta chileno Vicente Huidobro, en su novela “Mío Cid Campeador”, hace de Doña Jimena una bella descripción: “Tenía ojos de esposa y de madre. Era bella de toda belleza, de la belleza que yo amo, belleza de España. Cuando yo llegaba ella abría los brazos de par en par como las puertas del alba”.

Si hacemos caso a Fray Prudencio de Sandoval, D. Rodrigo Díez de Vivar casó en primeras nupcias con Jimena Gómez, hija del conde D. Gómez de Gormaz, al que el de Vivar había dado muerte en caballeresca lid, que provocó la querella de su hija ante el rey Fernando I, al que reclamó, a cambio de su perdón, que la esposara con su matador. Puestas las partes de acuerdo, el obispo de Palencia no tuvo ningún reparo en bendecir aquella unión, de la que no se conoce la fecha ni se  tienen noticias posteriores. (2)

El Romancero la canta de esta manera: 

Maté a tu padre, Jimena,
Pero no a desaguisado;
Matéle de hombre a hombre
Para vengar cierto agravio.
Maté hombre, y hombre soy;
Aquí estoy a tu mandado.
Y en lugar de vuestro padre
Cobraste marido honrado.» 

Más real que  esta primera supuesta boda es el matrimonio de D. Rodrigo con Doña Jimena Díaz, celebrado, según figura en la carta de arras que se otorgaron los contrayentes, el 19 de julio de 1074. No deja de sorprender, sin embargo, la edad de los contrayentes: la novia tenía 28 años y el novio 31. Edad muy avanzada para una época en que las parejas solían casarse antes de cumplir los veinte. Este hecho deja margen a la especulación sobre la posibilidad de que alguno de los contrayentes, o tal vez los dos, hubieran estado casados con anterioridad.

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También es muy posible que esta boda se debiera a razones de estado impuestas por el monarca leonés Alfonso VI el Bravo, que pronto empezó a autodenominarse el Emperador, quien había accedido al trono de Castilla el año 1072, tras largos y turbulentos enfrentamientos con su hermano Sancho II el Fuerte, heredero del trono castellano a la muerte de su padre, Fernando I, en el 1065, que había repartido sus reinos entre sus cinco hijos, siguiendo la ley Navarra de sucesión. Este conflicto entre hermanos acabó, después de un prolongado periodo de violencia, que duró siete años, y en el que se produjeron distintas alternativas, con el asesinato del rey Sancho a las puertas de Zamora por Bellido Dolfos, un noble leonés partidario de Alfonso, que había heredado el reino de León. Este magnicidio permitió a Alfonso convertirse en rey de León, de Galicia y de Castilla.

La nobleza leonesa, partidaria de Alfonso, y la nobleza castellana, que se había mantenido siempre al lado de Sancho, siguieron, no obstante, manteniendo sus viejas rencillas y sus líderes más representativos continuaron política y personalmente enfrentados. Por esa razón, el rey Alfonso, aunque fuera su obligación buscar una buena esposa a sus vasallos, trató, al mismo tiempo, de limar asperezas poniendo en marcha una política de matrimonios y de cesiones territoriales  hereditarias que acercaran a las partes enfrentadas.

Doña Jimena pertenecía a la más alta nobleza leonesa, su padre era el conde Diego Fernández, hijo del conde Fernando Flaínez y de Elvira Peláez, y sus hermanos, Rodrigo y Fernando, ostentaban los títulos de condes de Asturias y Astorga. El linaje de los Laínez era uno de los más ilustres de Asturias y León y a él pertenecía también el rey Alfonso, por lo que Jimena Díaz resultaba ser prima suya en segundo o tercer grado.

Por su parte D. Rodrigo, huérfano de padre a los 15 años, vivió durante cinco años en la corte leonesa de Fernando I, donde compartió estudios y juegos con el infante Sancho, quien trabó con él gran amistad y le tomó bajo su protección, y es de suponer que ocurriera algo parecido con sus hermanos, los infantes García y Alfonso, de edades más similares a las de Rodrigo, pues el infante Sancho le llevaba siete u ocho años. No sería de extrañar, igualmente, que durante estos años de estancia en la corte leonesa conociera también a su futura esposa doña Jimena. El joven Rodrigo recibió no pocos privilegios por parte de su protector el infante Sancho: antes de convertirse en rey de Castilla le armó caballero en Zamora y también fue su compañero de armas en varias de sus numerosas expediciones militares por los reinos de taifas. Una vez sentado en el trono de Castilla le nombró Alférez Real, lo que le convirtió en jefe de las fuerzas reales, título, todo hay que decirlo, al que Rodrigo se hizo acreedor por méritos propios, pues su fama de gran guerrero y sus hazañas ya se habían extendido por todos los reinos de la península. El título de Campidoctor, o Campeador, que significa “el que defiende la justicia en el campo de batalla” (3), lo consiguió el año 1066, con tan sólo 20 años, al presentarse para dirimir un litigio entre el rey de Navarra Sancho IV y el de Castilla Sancho II, por la posesión de la aldea riojana de Pazuengos. El litigio se resolvió mediante una ordalía, también conocida como Juicio de Dios, que consistía en un combate a muerte entre “caballeros campeones”; por parte navarra luchó  el gigante  Jimeno Garcés, vencedor en más de treinta combates anteriores, mientras que Rodrigo de Vivar defendió los intereses de su señor, Sancho II. La terrible pelea, que duró más de una hora, se dirimió en campo abierto a mandoblazo limpio, acabando con un golpe mortal que el burgalés asestó al navarro.

La prolongada presencia de Rodrigo en la corte de Fernando I, conviviendo prácticamente en un plano de igualdad con sus hijos y sus más cercanos allegados, hace pensar que el linaje del joven de Vivar estaba también ligado a la más alta aristocracia astur-leonesa. Efectivamente, el padre del Cid, Diego Laínez, descendía en línea directa del linaje de los Flaínez, lo que lleva a la conclusión de que o bien los abuelos o los bisabuelos paternos de Jimena y Rodrigo eran hermanos y, por lo tanto, sus descendientes primos. Posiblemente la querella que los Flaínez mantuvieron con el rey Fernando I provocara que la rama correspondiente a los abuelos de Rodrigo quedara desplazada a la frontera de Castilla con Navarra. Vivar, patria del Cid y señorío de su padre, estaba tan sólo a siete kilómetros del límite con los dominios del rey de Navarra. Su madre, Teresa Rodríguez, que fue la que propició el traslado de su hijo a León al quedarse viuda, era hija del magnate  Rodrigo Álvarez, tenente de numerosos territorios del valle de Sedano y de la comarca de Juarros, que pertenecía a una de las más poderosas familias del condado de Castilla; uno de sus miembros, Alvar Fáñez, primo de Rodrigo, llegó a ser su lugarteniente y compañero en su aguerrida y azarosa vida militar. En la carta de arras que Rodrigo concede a Jimena se cita a este pariente suyo y a Álvaro Álvarez, con el mismo grado de parentesco:

 “Et donno tibi istas villas, quoe sunt supra scriptas, pro ipsas villas, quoe mihi sacarunt Alvaro Fànniz, et Alvaro»

«Alvariz sobrinis meis”

(Doy todas estas villas sobredichas por las villas que me sacaron Alvar Fáñez y Álvaro Álvarez mis primos-hermanos).

Rodrigo Díaz de Vivar, por lo tanto, al proclamarse rey de Castilla Alfonso VI, aunque de escasa hacienda, era uno de los prohombres más representativos de la nobleza castellana y contaba con la estima y la confianza del nuevo monarca, a pesar de haber sido sustituido en su cargo de Alférez del Rey por el conde leonés García Ordoñez. A pesar de ello, al concertar el rey Alfonso la boda de su prima Jimena estaba buscando el acercamiento entre la nobleza astur-leonesa y la castellana, cuyas relaciones no eran lo que se dice muy cordiales. Con esta boda, por lo tanto,  quedaban mas estrechamente ligadas dos de las más poderosas familias del reino castellano-leonés.

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La boda se celebró el 19 de julio del 1074 y el contrato matrimonial quedó sellado por las arras que ambos esposos se concedieron, prohijándose mutuamente y designándose herederos universales de sus propiedades en el caso del fallecimiento de uno de ellos.

El Fuero leones establecía las arras matrimoniales en el 50% de los bienes, mientras que el Fuero castellano las limitaba al 10%, no obstante Rodrigo, «por el decoro de vuestra hermosura y en alianza del matrimonio virginal», prefirió acogerse al Fuero leonés entregando a Jimena un total de 39 villas de las 80 que por entonces ya poseía el Campeador. Poco después el rey Alfonso le confirmará el título de Señor de Vivar con carácter hereditario, lo que viene a ratificar las buenas relaciones existentes entre ambos. (4)

Durante los primeros años el matrimonio vive en las propiedades de Rodrigo en Burgos, llevando una vida hogareña y apacible, aunque el Campeador, que sigue al servicio del rey Alfonso, tiene que efectuar algunos viajes para actuar como juez en la resolución de varios procesos y también como recaudador  de las parias que algunos reinos de taifas tributaban por la protección que recibían del rey de Castilla y León. Nada, dentro de las relaciones entre señor y súbdito, hacia presagiar el trágico enfrentamiento que iba a surgir entre ellos al cabo de pocos años.

También, como es lógico y natural en la mayoría de los matrimonios, fueron llegando los hijos. Hasta tres alumbramientos tuvo Doña Jimena en los tres años siguientes a su matrimonio. La primera en nacer fue Cristina, en 1075, la siguió en 1076 un varón, Diego, y finalmente, en 1077, nació María, la última de su descendencia.

El Romancero nos habla de la belleza de Jimena cuando acudió por primera vez a misa después de su primer parto: 

“Tan hermosa iba Jimena
que suspenso quedó el sol
en medio de su carrera
por poderla ver mejor.” 

Esta vida apacible, sedentaria para Jimena, que se dedicaba en exclusiva a la educación de sus hijos y el cuidado del hogar, algo más activa para Rodrigo, que tenía que atender los negocios que su señor le encomendaba por diferentes puntos del reino, se rompió bruscamente al cabo de siete años, al desatarse sobre la persona del Campeador la conocida como “Ira Regia”, que acarreaba la inmediata ruptura de los vínculos entre el rey y su vasallo. El rey Alfonso, cuya política con respecto a los reinos de taifas se basaba en sembrar la discordia entre ellos para fomentar su división y debilitamiento, en el año 1081 se encontraba en el reino de Toledo ayudando al rey Alcadir, que se había declarado vasallo suyo y se encontraba amenazado por el resto de los caudillos árabes, que se habían apoderada de la plaza castellana de Gormaz. Esta ocupación llegó a conocimiento del Campeador, que rápidamente se puso al frente de sus huestes liberando de nuevo la plaza, apoderándose, de paso, de un enorme botín y haciendo, además, más de siete mil prisioneros, que puso a disposición de su rey y señor, después de haber gratificado a sus huestes y quedarse él mismo con la parte que le correspondía. Pues bien, este éxito militar de Rodrigo, uno más en su impresionante historial, no fue del agrado del rey, quien consideró que dicha acción había puesto en peligro la realización de sus planes y su propia seguridad personal. El rey disfrutaba del privilegio de romper la relación de vasallaje con sus súbditos de forma arbitraria, sin acusación formal y sin dar explicaciones sobre su decisión, atendiendo, en muchas ocasiones, a acusaciones lanzadas por los llamados “mastureros” o “mezcladores”, enemigos del perjudicado, sobre el que lanzaban toda clase de infundios. ¿Participó el conde García Ordóñez, nuevo Alférez Real y enemigo declarado del Campeador, en esta campaña de desprestigio que acabó con la pérdida del favor real?. Es muy posible que así fuera, dada la antigua rivalidad existente entre ambos caballeros.

El “Cantar del Mío Cid nos lo cuenta así:   

“Así me han pagado, así, mis enemigos malvados” 

Nueve días eran el plazo del que disponía el Campeador para abandonar Castilla después de que el portero del rey le entregara la carta de destierro, que acarreaba también la pérdida de sus bienes y de su honra. En tan corto tiempo Rodrigo debe resolver el inmediato futuro de su familia, así como organizar la intendencia de aquellos de sus vasallos que debían expatriarse con él, sirviéndole en el destierro hasta “ganarle el pan”. Y esto es, precisamente, lo que el Cid va a hacer, ganarse el pan como puede, pues “todo caballero desterrado se iba a tierra de moros, ya que se puede  decir que casi no tenía otro medio de ganarse la vida…” 

“He gastado el oro y toda la plata,

bien lo veis vos que conmigo no llevo nada,

y lo necesitaré para toda esta compañía.

He de obtenerlo por fuerza, que de regalo no tendré nada” 

Esta reflexión hace el Campeador con su fiel servidor Martín Antolinez, “el burgalés de pro”, y entre los dos traman un plan para conseguir que los prestamistas judíos, Raquel y Vitas, les concedan un crédito con el que poder afrontar los primeros gastos. (5)

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La leyenda cidiana nos cuenta como consiguieron convencer a dichos usureros, lo cierto, aunque resulte difícil de creer, es que Rodrigo recibió de sus manos la suma de 600 marcos que le sirvieron para hacer frente a los primeros y numerosos gastos que abandonar su familia, sus posesiones y el reino le iban a ocasionar.

Como primera medida Rodrigo entrega a su familia en encomienda al Monasterio de San Pedro de Cardeña, un cenobio benedictino rico y poderoso, muy cercano a Vivar y a Burgos, donde gozarían del privilegio de inmunidad contra los sayones del rey y donde podrían permanecer hasta que él pudiera regresar, conseguido el perdón real, o bien les llamara a su lado cuando tuviera aposento para ellos. El pacto o contrato entre el abad don Sisebuto (6) y el de Vivar queda reflejado de esta forma en el “Cantar”: 

“Gracias, señor abad, os lo agradezco mucho.

Mas porque voy desterrado os entrego cincuenta marcos,

si yo viviera más tiempo, eso se os doblará.

No quiero en el Monasterio causar perjuicios económicos.

Y aquí, para Doña Jimena os doy otros cien marcos.

A ellas, a sus hijas y a sus damas servidlas este año.

Os dejo dos hijas niñas, cuidádmelas,

os las encomiendo a vos, abad don Sancho,

de ellas y de mi mujer cuidad con gran esmero.

si esa cantidad se acaba o si os falta algo,

proveedlas debidamente, yo os lo mando:

Por un marco que gastéis, daré al Monasterio cuatro” 

Aceptado el trato por las dos partes, llega el doloroso momento de la despedida, pues el plazo se está acabando y el Campeador debe partir sin demora para el destierro, si no quiere ser perseguido por los sayones reales. En presencia del abad don Sisebuto, los monjes del monasterio y  las cinco damas de compañía de Doña Jimena, ésta y sus dos hijas le abrazan tiernamente, besándole las manos y llorando amargamente: 

“¡Gracias, Campeador, que en buena hora nacisteis!

Por malvados intrigantes sois desterrado.

Henos aquí, ante vos, a mí y a vuestras hijas, niñas son y muy pequeñas”. 

El Campeador, sin poder evitar que unas lágrimas se deslicen por sus mejillas, humedeciendo su tupida barba, coge a sus hijas en brazos estrechándolas contra su pecho, mientras se despide de su mujer, que le contempla llorando también desconsolada: 

“¡Ea, Doña Jimena, mi extraordinaria mujer,

como a mi propia alma yo os quiero!”. 

Mientras el Campeador se aleja galopando a lomos de su caballo,  las campanas de San Pedro tañen en su honor. Al otro lado del puente que atraviesa el Arlanzón 115 de sus fieles vasallos le esperan para acompañarle en su próxima andadura. Ninguno de ellos sabe lo que les va a deparar el destino, ni como van a sobrevivir en tierra de moros. Bueno, esto sí que lo intuyen: ¡Guerreando!.

Doña Jimena, viendo como la figura del Campeador desaparece en la lejanía, es consciente también de que una nueva vida comienza para ella y sus acompañantes: sus cinco damas de compañía y sus dos hijas, Cristina, de seis años, y María de cuatro, incapaces todavía de comprender la dimensión de la tragedia familiar que ha originado el destierro de su padre. Pero también, en este punto, una pregunta se hace inevitable: ¿Dónde está Diego, su hijo varón y heredero, que a la sazón debía de contar cinco años de edad?. Para responder hay que recurrir a las suposiciones, puesto que ni el “Cantar” ni la “Historia Roderici” ni ningún documento de la época aclara su paradero cuando estos hechos se producen. Resulta difícil pensar que, dada su corta edad, se pusiera de parte del rey y en contra de su padre en el pleito entre ambos. Más fácil resulta suponer que fuera prohijado por alguno de sus tíos o familiares, paternos o maternos, para atender a su educación mientras durase el destierro, cosa que en el Monasterio hubiese resultado mucho más complicada. En realidad no era muy extraño por aquella época que los sobrinos se educasen en casa de los tíos maternos, por lo que no resulta improbable que Diego estuviera en Asturias, en la corte de alguno de los hermanos de Jimena. A pesar de que no hay noticias documentadas sobre las relaciones del Campeador con su hijo, los indicios apuntan a que no fueron excesivamente cordiales hasta que se produjo el segundo perdón del rey, lo que permitió la reunificación familiar en Valencia, ciudad conquistada por Rodrigo a los almorávides, de la que era dueño y señor.             

Tampoco se sabe con exactitud el tiempo que permaneció Jimena en Cardeña, al cuidado de sus hijas, con la ayuda de sus cinco damas de compañía. Estaban instaladas en las casas del Monasterio más cercanas a la portería y en ellas, según el “Cantar”, permanecieron nada menos que durante diecisiete años hasta que pudieron reunirse con el Cid-para entonces ya era conocido con dicho sobrenombre-en la ciudad de Valencia. (7)

¿No la llamó a su lado el Campeador durante los cinco años que permaneció en Zaragoza al servicio del rey Moctadir primero, y de su hijo y sucesor Mutamin después?. Parece ser que la actividad militar del Campeador era tan intensa que no había lugar ni tiempo para la vida familiar. No obstante, en el “Cantar” se refleja que después de tomar a los moros la plaza y el castillo de Alcocer, lo que le representó un sustancioso botín, manda a Minaya Alvar Fáñez, su lugarteniente y pariente, a la corte de Castilla con un regalo de treinta caballos, con sus sillas y arreos y treinta espadas en los arzones, para su señor el rey Alfonso, pero sin olvidarse de su mujer y sus hijas, que esperaban sus noticias en Cardeña: 

“Aquí tenéis oro y plata,

una bota llena que nada le faltaba.

En Santa María de Burgos encargad mil misas,

y lo que sobrare dadlo a mi mujer y a mis hijas,

que pidan por mí noche y día,

que si yo viviere serán damas ricas”. 

El rey aceptó gustoso el obsequio, pero eludió otorgar su perdón alegando que todavía era demasiado pronto. Pero no pasó demasiado tiempo sin que esto ocurriera. En el año 1082 el Campeador acude en ayuda del rey, que estaba sitiado en el castillo de Rueda. Alfonso, agradecido por su gesto, le levanta el destierro y le pide que vuelva con él a Castilla, pero los intereses del de Vivar estaban entonces en Zaragoza, por lo que declina la oferta y decide continuar al servicio del rey Muntamin, pero con la gracia del rey recuperada.

El Cid, o zidi, como le habían empezado a  llamar los moros, continuó sus correrías al frente de sus mesnadas, que ya superaban los tres mil hombres, por tierras de Aragón, de Cataluña y de Levante, consiguiendo victoria tras victoria sobre sus enemigos, fueran éstos infieles o cristianos, apoderándose, de paso, de todo lo que de valor encontraban. Tanto saqueo había enriquecido al Campeador, que nunca ocultó su afán de riqueza, tal vez para resarcirse de las penurias pasadas, pero también sus hombres participaron en el reparto de tanto botín, por lo que se habían convertido en fieles seguidores de su caudillo, al que obedecían fielmente y estaban dispuestos a dar su vida por él. En el “Cantar” se refleja una conversación sobre el tema entre el Cid y su fiel Minaya Álvar Fáñez : 

“¡Demos gracias a Dios, Minaya, y a Santa María su Madre!

Con mucho menos salimos de la villa de Vivar.

Ahora tenemos riquezas y más tendremos en adelante”. 

Mientras el Cid y su hueste guerrean y saquean, en Cardeña siguen viviendo Doña Jimena y sus hijas, que los años van convirtiendo en apuestas doncellas, siempre servidas por sus damas, con la esperanza puesta en que algún día, cada vez menos lejano, cambie su suerte y aparezca su esposo, padre y señor para llevárselas consigo. En tanto esto ocurre, Doña Jimena, que además de ser mujer de alta estatura lo es también de elevado carácter, se ocupa de que la educación de sus hijas sea acorde con su linaje, aunque es de suponer que en esta labor también contara con la ayuda de alguno de los doctos monjes del monasterio. Su vida es cómoda y apacible-de nada les falta-pero la añoranza de su esposo sigue albergada en su alma. En muchas ocasiones, en especial cuando oye algún galopar que se acerca por el camino del monasterio, su cuerpo se estremece y su corazón se pone a latir aceleradamente: “¿Será él, por fin?”, se pregunta con ansiedad. La decepción la inunda de melancolía, pero pronto se sobrepone y continúa con sus cotidianas labores: “Será cuando Dios quiera”, es su cristiano consuelo.

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¿Pasó alguna vez el Campeador a visitar a su familia después de su primera reconciliación con Alfonso VI?. Lo cierto es que, en el año 1087, los almorávides desembarcan de nuevo en la Península con la intención de recuperar Toledo e infringen severas derrotas a las tropas castellanas, quedando el monarca castellano-leonés en precaria situación, con todos los reyes de taifas alzados contra él. De nuevo acude el Campeador al frente de sus mesnadas, en ayuda del que siempre consideró como su rey y señor. Con su ayuda la situación se reestableció a favor de Alfonso VI y Toledo permaneció en poder de los cristianos. El rey, en agradecimiento, le acoge como el más fiel y esforzado  de sus vasallos, y como recompensa le otorga la tenencia de siete castillos con sus correspondientes alfoces: Dueñas, Gormaz, Ibia, Iguña, Campoo, Langa y Briviesca. Esta última villa, la actual capital de la comarca de la Bureba, no dista excesivamente del Monasterio de Cardeña, no obstante, no hay ningún documento ni referencia de que el Cid se desplazara hasta él para estar con su familia.

También es muy posible que ya para esas fechas, dado que el Campeador había recuperado el favor real y con él todas sus posesiones, Doña Jimena, sus hijas y su séquito, hubiesen abandonado el monasterio para trasladarse a sus casas de Burgos o de Vivar y su hijo Diego se hubiese reunido con ellas. Esto pudo ocurrir en el 1083, con motivo de un más que probable viaje de Doña Jimena a Asturias para solventar con sus hermanos un asunto de herencias. En cualquier caso, no consta que Doña Jimena tuviera ningún encuentro con su marido. 

A pesar de todos sus generosos obsequios y de toda la ayuda militar que el de Vivar ha prestado a su rey, no tarda mucho en caer de nuevo en desgracia. A finales de 1089 los almorávides, al mando de su emir Yusuf, vuelven a desembarcar en Algeciras y, en unión del rey Moctadir de Sevilla y el resto de los reyes de taifas, forman un poderoso ejército con el que acosan todos los territorios cristianos de Andalucía y Murcia; el rey Alfonso llama en su ayuda al Campeador, pero en esta ocasión se produce una descoordinación entre ambos que impide que las huestes del Cid se encuentren con las del rey y se produzca la ayuda. Esta vez se le acusa de infiel y traidor, y el rey, haciendo caso nuevamente de sus acusadores, ordena que sea desposeído de todas sus villas, castillos y tenencias, así como del resto de sus bienes, añadiendo, además, pena de prisión para su mujer y sus hijos. El Cid se defiende con firmeza de dichas acusaciones, exigiendo sean escuchadas sus alegaciones y, en último caso, tenga lugar el consabido duelo jurídico, a lo que el rey se niega, accediendo, sin embargo, a que su familia sea puesta en libertad y pueda acompañarle en el destierro. En esta última decisión del rey influyó, sin duda, la petición de clemencia para su marido y sus hijos,  hecha por Doña Jimena al rey Alfonso en su calidad de pariente consanguínea, evitando que el baldón de la deshonra cayera sobre miembros de su misma estirpe.

Pero no se produce todavía la reunión familiar. Parece ser que Doña Jimena y sus hijos, al abandonar la prisión, partieron de nuevo hacia sus propiedades en Castilla.

En el año 1092 se produce de nuevo la reconciliación entre el rey y su vasallo; el Cid, sin embargo, ofendido y defraudado por la actitud de su rey para con él y su familia, acepta el perdón y su rehabilitación, pero está decidido a forjarse su propio señorío, por lo que continúa su campaña triunfal por tierras levantinas, que culminará con la conquista definitiva de Valencia a finales del año 1092.

No se vuelve a saber nada más de Doña Jimena y sus hijos hasta finales del año 1094, cuando el Cid, después de infligir una severa derrota a los almorávides en la célebre batalla de Cuarte (8), consolidando de esta forma el seguro dominio sobre Valencia, manda en su busca a su lugarteniente Minaya, reuniéndose esta vez la familia de forma definitiva. Sólo la muerte les iba a separar.

El encuentro de Minaya con Doña Jimena y sus hijas el “Cantar” nos lo cuenta así:

                              “Me humillo ante vos, Doña Jimena,

                               ¡que Dios os guarde de todo mal!

                         y así lo haga también con vuestras hijas!

                            Os  saluda mío Cid desde donde está”

 Si se ha de hacer caso a estas palabras de Álvar Fáñez, se llega a la conclusión de que el hijo y heredero del Cid, Diego Rodríguez, que por entonces contaba con dieciocho años de edad, ya se encontraba acompañando a su padre en sus correrías contra el rey de Denia y los almorávides.

A Doña Jimena y sus hijas, en la última etapa de su viaje hacia Valencia, viene a recogerlas Pedro Bermúdez, otro de los más valiosos y fieles capitanes del Cid, al frente de cien guerreros.

El Cid, acompañado por el obispo Don Jerónimo y sus respectivos séquitos, salen a esperarlas a las puertas de la ciudad. El encuentro resulta de lo más solemne y emotivo. El “Cantar” lo cuenta así: 

“Cuando le vio Doña Jimena se echó a sus pies.

¡Oh Campeador, que en buena hora ceñiste espada,

muchas veces me habéis sacado de muchas vergüenzas malas;

henos aquí, señor, a mis hijas y a mí,

para Dios y para vos son buenas y están ya criadas”. 

El Cid, muy emocionado, pero con grandes muestras de alegría, las abraza estrechamente, al tiempo que las invita a entrar en su ciudad: 

“Vos, Doña Jimena, mi querida y honrada mujer,

y vosotras, hijas mías, mi corazón y mi alma,

entrad conmigo en la ciudad de Valencia,

este feudo vuestro, que yo he ganado para vos”. 

Después de recibir la bendición del obispo Jerónimo, entre la alegría y el bullicio de la población que ha acudido a recibirlas, y el estruendo que produce el entrechocar de las armas de las mesnadas del Cid, en señal de bienvenida, entran Doña Jimena y sus hijas en la ciudad que iba a ser su hogar durante los siguientes siete años.

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No puede decirse que la vida de Doña Jimena y sus hijas resultara excesivamente placentera en la opulenta y cultivada corte que el Cid había montado en Valencia, en la que se desarrollaba una importante actividad cultural y en la que no faltaban los poetas, tanto árabes como cristianos. Las continuas y sangrientas batallas que el de Vivar tuvo que sostener para mantener a raya a sus numerosos enemigos mantenían a su familia en un casi permanente estado de ansiedad y temor. Finalmente, en el mes de agosto del año 1097, se produjo la primera tragedia. Un poderoso ejército almorávide capitaneado por Mohammed Ben al Hach se dirige a la ciudad de Toledo, donde Alfonso VI tenía establecida su Corte, con intención de sitiarla. El rey decide salirles al paso en la plaza fuerte de Consuegra, pero para reforzar sus huestes decide pedir ayuda de nuevo al Campeador. El Cid no puede abandonar Valencia, pero, como fiel vasallo, envía a su hijo Diego y a su lugarteniente Álvar Fáñez  con un numeroso y aguerrido grupo de jinetes para que ayuden al monarca castellano-leonés. Desde el castillo de Consuegra la caballería y la infantería castellanas se lanzan contra los almorávides, a su frente van Álvar Fáñez, Pedro Ansúrez, García Ordóñez, el viejo enemigo del Cid, y su propio hijo Diego. Pero esta vez el ímpetu sarraceno fue superior al cristiano y la caballería almorávide comenzó a infligir un duro castigo a la infantería cristiana, obligándola a retirarse hacia el castillo en franca desbandada. En la confusión de la huída el hijo del Cid y muchos de sus hombres fueron rodeados y pasados a cuchillo. La victoria almorávide fue total. Esto ocurría en el atardecer del día 15 de agosto de 1097, Diego Rodríguez de Vivar, el único hijo varón del Cid Campeador y heredero de su linaje tan sólo tenía veintiún años de edad. (9)

La noticia de la muerte de su hijo, con el que realmente había llegado a convivir poco tiempo, causó un profundo dolor en el corazón del Campeador, que tenía puestas sus esperanzas en que le sucediera al frente de sus ya importantes dominios. No obstante, su orgullo de guerrero supo sobreponerse a su amor de padre y durante lo que quedaba de aquel año de 1097 y la primera mitad de 1098, completó la conquista de las plazas de Almenara y de Sagunto, que cayó el 24 de junio, sometiéndolas a su vasallaje.

Más difícil es describir el dolor que la infausta noticia causó en Doña Jimena. ¿Quién puede saber los sentimientos de dolor, de angustia, de desesperación, de impotencia y de rabia que se apoderan de una madre ante la noticia de la muerte de un hijo?. Sólo otra madre nos podría responder.

Para siempre quedará fijada en la mente de Doña Jimena la imagen de su hijo Diego, cabalgando erguido y orgulloso al frente de su tropa-tal vez por primera vez-saliendo de Valencia para acudir en ayuda de su rey y pariente, acosado por los infieles. ¡Muy caros pagaron, su esposo y ella, sus servicios al rey Alfonso, su señor!. Pero, en el caso de Doña Jimena, al dolor de madre hay que sumar la zozobra y la incertidumbre que la producen las continuas salidas al campo de batalla de su esposo Don Rodrigo, “el que en buena hora nació”.

Tal vez la muerte de su hijo hizo reflexionar al Campeador sobre la azarosa y belicosa existencia que había llevado hasta entonces, o tal vez tuvo una premonición sobre lo cercano de su fin, el caso es que después de la conquista de Sagunto se retiró a su corte valenciana, a disfrutar del descanso del guerrero y de la compañía de su esposa y de sus hijas.

Poco duró esta vida tranquila, sin guerras ni cabalgadas; la fuerte naturaleza del Campeador estaba minada por las numerosas heridas recibidas en decenas de años de incansable guerrear y por ellas se le escapaba la vida, su gloriosa vida de caudillo invencible. El Cid murió un día de julio del año 1099. Contaba 50 años de edad. La noticia de su muerte pronto se propagó por los cuatro puntos cardinales. Un monje francés escribió su epitafio: “En España, en Valencia, murió el conde Rodrigo con gran duelo de los cristianos y gozo de los enemigos paganos”.

De acuerdo con las arras establecidas en su matrimonio y el diploma concedido por Alfonso VI, ante la carencia de un sucesor varón, a la muerte de su esposo Doña Jimena se convierte en señora de Valencia y de todos los territorios conquistados por el Cid. Una nueva tribulación a añadir a las muchas que ya tiene. Los dominios del Cid estaban sólidamente afincados, pero era necesario encontrar un varón que supiese asumir su dirección y su defensa: Tenía dos hijas solteras y casaderas, por lo que era menester buscarlas marido. (10) 

Aunque no se sabe con exactitud la fecha, es más que probable que al año siguiente de la muerte del Campeador, es decir, en el 1100, se produjera la boda de la más joven de sus hijas, María, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III (11). En este matrimonio también estaban presentes importantes razones de Estado, puesto que el conde catalán, que había tenido diversos enfrentamientos con el Cid, en los que siempre resultó derrotado, tenía importantes ansias expansionistas por el Levante; de hecho, en el 1097 había intentado apoderarse de Tortosa y Amposta sin poder lograr sus propósitos. Esta boda, por lo tanto, ponía en sus manos el control de los extensos dominios del Cid. Pero este proyecto político y matrimonial de Doña Jimena fracasó: Del matrimonio nacieron dos hijas, María y Jimena, lo cual invalidaba al conde catalán como heredero, además, Ramón Berenguer tuvo que abandonar urgentemente Valencia, pues los almorávides amenazaban sus condados catalanes.

De nuevo las dificultades acosan a Doña Jimena. Ella es una mujer de carácter, como lo ha demostrado a lo largo de su azarosa existencia, no se arredra ante las dificultades, pero es perfectamente consciente de que para mantener los dominios que le dejó el Cid, su marido, no solamente hace falta valor, es preciso también saber guerrear y conocer las artes de la guerra. Además, el viejo emir Ben Yusuf, al que tantas veces derrotó el Campeador, sabe que ha llegado su oportunidad, y de nuevo envía un poderoso ejército a sitiar Valencia. La única alternativa que la queda es llamar en su ayuda a su primo el rey Alfonso. Con la llegada de Alfonso VI y sus huestes a Valencia los almorávides detienen su ofensiva, pero se quedan a la expectativa. Durante dos meses el rey de Castilla permanece en la ciudad valenciana buscando una solución, que siempre pasa por encontrar un líder que ayude a Doña Jimena a conservar Valencia. Como esto, desgraciadamente, no ocurrió y el rey debía de regresar a su reino, en el mes de mayo del 1102 se decide abandonar la ciudad.

Doña Jimena y Don Alfonso, al frente de sus huestes, que protegen el cadáver embalsamado del Cid Campeador, que tantas veces les había conducido a la victoria, abandonan Valencia, no sin antes haberla incendiado por sus cuatro costados.

Cuando sus cenizas se enfrían, Ben Yusuf y sus hombres entran de nuevo en la ciudad.

Otra vez el destino conduce a Jimena al Monasterio de San Pedro de Cardeña, a donde llega con el cadáver momificado de su marido.

A partir de aquí tampoco se tienen muchas noticias sobre la vida de la viuda del Cid, al que sobrevivió al menos catorce años. Se sabe que en el año 1113 vendió su propiedad de Valdecañas, que formaba parte de la dote recibida en las arras matrimoniales, al abad del Monasterio de Cardeña:

“Es de mi agrado venderos aquella mi heredad de Valdecañas. Está aquella heredad integrada por el Monasterio de San Pelayo Mártir, con sus casas y solares, con tierras y viñas y molinos y prados y todo lo que a él pertenece, en el precio de 500 sueldos de plata”.

Lo cual indica que, mientras estuvo viva, siguió manteniendo una estrecha relación con el monasterio, aunque lo más probable es que viviera en sus propiedades de Burgos.

Todavía, durante estos años de viudedad, tuvo que afrontar Doña Jimena la muerte de María, la más pequeña de sus hijas, a la que casó con el conde catalán Ramón Berenguer III, en un fallido intento por salvar Valencia. Este matrimonio, que apenas duró dos años, pues María murió en el 1105, la proporcionó dos nietas, María y Jimena, que casó en 1107 con el conde Bernat III de Besalú y en el 1117 con Roger III de Foix, conde de Foix. (12).

Cristina, la única hija que la sobrevivió, casó con Ramiro Sánchez de Navarra, conde Monzón, de cuyo matrimonio nació su otro nieto, el  futuro rey de Navarra García Ramírez VI, el Restaurador. (13)

La fecha de la muerte de Doña Jimena también ha sido motivo de polémica, aunque, finalmente, se ha impuesto la del 19 de agosto de 1116, según recoge la “Primera Crónica General”.

Doña Jimena fue enterrada, como era de ley, junto a su esposo, Don Rodrigo Díaz de Vivar, aunque su tumba, como si estuviera dominada por el itinerante espíritu del Cid Campeador, tuvo, a lo largo de los siglos, un incesante ir y venir de un sitio para otro. A Alfonso X el Sabio, uno de sus descendientes, en una de sus visitas al monasterio no le gustó su ubicación, por lo que la hizo colocar a la izquierda del altar mayor; siglos más tarde, en 1447, unas reformas obligaron a trasladarla a la sacristía, hasta 1541, en que retornó al lado del Evangelio. En el primer tercio del siglo XVIII se levantó una capilla en honor del abad San Sisebuto, el que diera cobijo en el monasterio a Doña Jimena y sus hijas cuando el Cid sufrió su primer destierro, y en esta capilla se añadió un panteón para que acogiera los restos de los esposos; aquí reposaron hasta que las tropas francesas invadieron Burgos en el año 1809 y saquearon todo lo que se les puso por delante, sin que se salvara el Monasterio de San Pedro Cardeña. En 1826 los restos de la pareja volvían a su anterior ubicación en el monasterio, pero en 1842 la desamortización decretada por el regente Espartero dejó a las órdenes religiosos en una precaria situación económica, lo que obligó al Ayuntamiento de Burgos a trasladar la tumba a la Casa Consistorial, donde permaneció hasta el año 1921, en que, de forma definitiva, al menos hasta la fecha, los restos de Doña Jimena y el Cid fueron depositados bajo una enorme pero sencilla losa de mármol, en el crucero central de la catedral de Burgos.

Aquí acaba la azarosa odisea que fue la historia de un héroe legendario, el Cid, y su fiel y abnegada esposa, Doña Jimena. 

NOTAS: 

(1) María Teresa León, muy ligada a la ciudad de Burgos donde dio sus primeros pasos literarios, escribió “Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos los deberes”, una magnífica biografía novelada de la esposa del Cid. (Editorial Losada, Buenos Aires, 1960).

(2) Fray Prudencio de Sandoval se basa en el manuscrito del siglo XIV “De las Mocedades de Rodrigo”. Menéndez Pidal, por su parte, afirma que tan sólo se trata de una leyenda de juglares.

(3) El título de Campidoctori o Campeador conllevaba también autoridad jurídica para intervenir en nombre del monarca en determinados procesos y querellas.

(4) La Carta de Arras Matrimoniales del Cid y Doña Jimena se conserva en el Museo de la Catedral de Burgos.

(5) En la capilla del Corpus Christi de la catedral de Burgos se exhibe un arcón medieval que, desde hace siglos, forma parte de la leyenda cidiana, según la cual se trata de uno de los dos cofres llenos de piedras y arena que el Cid entregó a los judíos Raquel y Vita como garantía de un préstamo de 600 marcos.

(6) En el año en que el Cid sufrió su primer destierro el abad de Cardeña se llamaba Sisebuto, no Sancho como dice el “Cantar”. Murió en 1086, siendo enseguida objeto de veneración por parte del pueblo. El Papa Pío VI lo canonizó en 1736.

(7) Francisco de Berganza: “Antiguedades de España”

(8) La batalla de Cuarte tuvo lugar el 21 de octubre de 1094, en ella el Cid, con un ejército de unos 7.000 hombres, puso en desbandada al ejército almorávide, integrado por más de 10.000, al mando del emir Yusuf-Ibn Tasufir, que habían puesto sitio a la ciudad de Valencia.

(9) Desde 1997 en Consuegra se conmemora cada 15 de agosto el recuerdo de la heroica muerte del hijo del Cid.

(10) El matrimonio de las hijas del Cid, Doña Elvira y Doña Sol con los infantes de Carrión, Don Fernando y Don Gonzalo, así como la consiguiente afrenta de Corpes, que tanta literatura han provocado,  está plenamente demostrado que son pura fantasía del autor o los autores del “Cantar”, por esa razón no se ha considerado oportuno incluirlo en el presente trabajo.

(11) Ramón Berenguer III, el Grande, era hijo de Ramón Berenguer II, Cabeza de Estopa, asesinado por su hermano Berenguer Ramón II, el Fraticida, que fue desterrado a Tierra Santa, siendo ocupada la silla condal por su sobrino.

(12) De su matrimonio con el conde de Besalú tuvo una hija, Berenguera de Barcelona, que  en el año 1125 casó con el rey Alfonso VII de Castilla.

(13) La nieta de Cristina,   Blanca de Navarra, casó en 1150 con Sancho III el Deseado, rey de   Castilla. 

Paco Blanco, Barcelona, junio 2012

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LA HUELGA DE HAMBRE DEL CONDE BERENGUER DE BARCELONA -Por Francisco Blanco-

«Mio Cid Roy Diaz por Burgos entrove, En sue compaña sessaenta pendones; exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las siniestras sone. De las sus bocas todos dizian una razone: ¡Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore!» (Cantar del Mío Cid)

Gentes de armas a caballo llenan de estruendo las calles de Burgos, solitarias en aquella encalmada  mañana castellana. A no ser por el fragor de los cascos de  las caballerías el silencio también sería absoluto en la ciudad, como si sus habitantes la hubiesen abandonado o el transcurrir del tiempo se hubiese detenido únicamente para ellos. Pero el discurrir del tiempo proseguía imperturbable y los burgaleses no habían abandonado sus hogares, ni sufrido encantamiento, sino que permanecían escondidos tras los muros de sus casas, cerradas herméticamente puertas y ventanas. Tenían miedo de dejarse ver, ese era el motivo del ocultamiento. Tan sólo una inocente niña osó dirigirse desde su ventana al que cabalgaba en cabeza de la tropa:

-¡Eh, Campeador, el Rey, nuestro señor, os ha proscrito y puesto precio a vuestra cabeza. No podemos acogeros, ni auxiliaros, ni tan siquiera miraros sin exponernos a terribles penas que caerían sobre nuestras cabezas y nuestras haciendas. ¡Seguid vuestro camino, buen Campeador, y que Dios os valga y os ayude!- 

Uno de los prohombres más admirado del reino, pero a la vez más temido, don Rodrigo Díaz, señor de Vivar y otros ochenta villorrios, alférez mayor del Reino, también conocido como el Campeador, en honor a sus muchas victorias, marchaba hacia el destierro. Otro hombre más poderoso que él, el propio rey Alfonso, le había retirado su confianza y su amistad.

El Campeador, con los ojos empañados por el llanto, pero la cabeza orgullosamente erguida, cruzó bajo el arco de la puerta de Santa María, que le dejaba fuera de la ciudad, y atravesó el Arlanzón seguido de sus fieles vasallos. Ante su vista, nublada por la pena, se extendía la inmensa y yerma llanura castellana.

No muy lejos, otro de sus incondicionales, el honrado caballero burgalés Martín Antolínez, les esperaba abastecido de gran cantidad de provisiones de boca, recogidas en  su propia hacienda, contraviniendo la orden de su soberano. También venía bien provisto de fondos, procedentes de un singular préstamo que unos prestamistas judíos habían concedido al exilado, bajo garantía de un misterioso cofre.

-¡Ancha es Castilla!- debió de pensar el Campeador, comenzando a cabalgar seguido de su hueste. Quedaban por delante muchas leguas de caminos polvorientos antes de superar los límites del reino, del que había sido un principal caballero y en el que ahora era un proscrito.

Durante todo el día cabalgaron sin descanso hasta cruzar el Duero por tierras sorianas. Muchas gentes de armas, de a pie y a caballo, se les fueron uniendo por los caminos, atraídos, sin duda, por las pasadas gestas del de Vivar, cantadas y ensalzadas de boca en boca por todos los rincones del reino. El título de Campeador le fue concedido cuando apenas tenía diecisiete años, al derrotar en singular combate al caballero aragonés, Jimeno Garcés, lugarteniente del rey de Navarra, que gozaba fama de invencible. No fue ésta la única, pues fueron muchas las victorias obtenidas por el Campeador en la lucha contra los moros al lado del rey Sancho. Y también contra los cristianos, pues en el sitio de Zamora, plaza que disputaba el rey Sancho a su hermana doña Urraca, “luchó él solo contra quince caballeros contrarios, siete de los cuales vestían lóriga, uno resultó muerto, dos heridos y caídos en tierra y todos los demás puestos en fuga”.

En aquella su primera noche de destierro el Campeador, durmiendo al raso bajo un cielo profusamente estrellado, tuvo un sueño singular en el que le habló el arcángel San Gabriel:

“Cabalgad, mío Cid, el buen Campeador, que nunca más con más suerte cabalgó ningún varón, mientras vivieres todo te saldrá muy bien”

Bajo estos auspicios celestiales, tan alentadores, continuó el Cid su cabalgar por los esparcidos reinos de taifas, que mantenían sometido bajo el poder de las armas gran parte del territorio peninsular.

Siempre a su derecha cabalga su fiel lugarteniente y pariente, el esforzado caballero Minaya Alvar Fáñez, detrás, un séquito de capitanes tan valientes como Pero Bermúdez, Alvar Alvarez, Alvar Salvadorez, Galindo García, Muño Gustioz, Martín Muñoz, Félix Muñoz, su sobrino, Martín Antolínez, el burgalés de pro, y tantos otros esforzados soldados dispuestos a seguir a su señor y acometer cuantas empresas éste emprendiere.

Convertido en señor de la guerra, sus algaradas por tierras sarracenas le proporcionan ricos y variados botines, que reparte generosamente entre sus valientes vasallos, aunque reservándose para sí la quinta parte, correspondiente, por ley de guerra, a su indiscutible caudillaje. Pero todos se sienten orgullosos y satisfechos de servir a tan poderoso señor, “el que en buena hora nació”.

Pueblos, villas y ciudades son conquistados y sometidos a tributos por el castellano. Hasta un castillo, el de Alcocer, cae en su poder y se convierte temporalmente en su campamento.

El Cid y su ejército, cada vez más numeroso, no encuentran obstáculos a su imparable avance; sus continuas victorias ponen sobre aviso a los reyes moros de Denia, Valencia y Lérida, que deciden unirse y pedir ayuda al aguerrido franco Berenguer Ramón II, conde Barcelona, cuyas tierras de Huesca y Monzón ya habían sufrido el saqueo del Campeador.

Sobre este conde Berenguer Ramón corría la sospecha de haber asesinado a su hermano gemelo, el otro conde franco Ramón Berenguer II, también conocido como “Cap d’Estopa”, por el color rojizo y la abundancia de su cabellera, con el que compartía el poder sobre todos los condados catalanes desde la muerte de su padre, el conde Ramón Berenguer I el Viejo. Con la desaparición de “Cabeza de Estopa” su hermano, al que se le empezó a conocer como “El Fraticida”, se hizo con todo el poder en los territorios catalanes dominados por los francos.

El conde, orgulloso y fanfarrón, que anteriormente había rechazado los servicios de protección que el Cid le ofreciera, al enterarse de sus correrías le acometieron una gran cólera y unos terribles deseos de venganza: “Grandes ofensas me ha hecho mío Cid, el de Vivar, dentro de mi reino. Yo no lo desafié ni le mostré mi enemistad, mas puesto  que él la busca, yo se la haré llegar”.

Y dicho esto, se puso a reunir un poderoso ejército con el que expulsar al Campeador de sus dominios y tomarse cumplida venganza sobre el castellano.

Entre moros y cristianos, todos unidos para derrotar al de Vivar, consigue reunir una nutrida y poderosa tropa, que se pone rápidamente en su búsqueda. El encuentro se produce en el pinar de Tevar, por tierras turolenses. El Cid, que lleva consigo el inmenso botín recientemente conseguido en sus enfrentamientos por las costas mediterráneas con el rey moro de Denia, Alfagit, a quien incluso arrebató el tesoro real que tenía depositado en una cueva, antes de emprender batalla envió al conde su mensajero: “Decid al conde que no lo tome a mal, de lo suyo no llevo nada, que me deje ir en paz”.

Mas el conde, que confiaba en poder derrotar fácilmente a su rival y apoderarse del codiciado botín que transportaba, fue contundente en su respuesta: “¡Eso no será verdad! Lo de antes y lo de ahora todo me lo pagará”

Ante tal belicosa actitud, el enfrentamiento entre ambos ejércitos se hizo inevitable. Los fieros lanceros castellanos arremeten lanza en ristre contra los francos, que vienen descendiendo una ladera, causándoles una gran mortandad. Las tropas del conde intentan reaccionar, pero el empuje del Cid y los suyos se hace irresistible y las pone en desbandada. La batalla, intensa pero breve, concluye con la victoria absoluta del que “en buena hora nació”, que consigue hacer prisionero al mismo conde, con  gran número de sus seguidores. La alegría entre las huestes del Cid es desbordante, todos gritan y alzan sus lanzas y espadas en señal de victoria, al tiempo que van recogiendo un valioso botín. El propio Campeador obtiene como trofeo una valiosa espada,  la Colada, valorada en más de mil marcos de plata, con la  que, junto con la Tizona, ganada unos años más tarde en otro singular combate, en el que dio muerte al rey Búcar de Marruecos, tanta fama y  victorias consiguiera.

El Cid manda preparar un gran banquete para celebrar tan singular victoria, invitando al conde, en uno de sus frecuentes gestos de generosidad, a sentarse a la mesa junto a él, en compañía de sus capitanes. Pero el conde, derrotado y cautivo de su mayor enemigo, no debía estar para fiestas ni convites, a tenor de su respuesta: “No comeré ni un bocado, por cuanto hay en España, antes perderé el cuerpo y moriré, pues que unos desarrapados me vencieron en batalla”.

El Cid, sin darse por ofendido por tales palabras, vuelve a insistir: “Comed, conde, de este pan y bebed de este vino. Si hacéis lo que os digo, quedaréis en libertad, si no, en toda vuestra vida no volveréis a ver a nadie”.

Pero el orgulloso franco no quiere dar su brazo a torcer y sigue en sus trece: “Comed vos, don Rodrigo, pues yo me dejaré morir, que no quiero comer”

De esta forma, el conde prisionero inicia una huelga de hambre negándose, día tras día, a ingerir cuantos alimentos le son presentados; mientras, en el ejército vencedor siguen festejando con gran jolgorio la derrota que le infligieran, al tiempo que se reparten el botín capturado a sus vasallos. Finalmente, llegado el  tercero, colmada ya la paciencia del de Vivar, éste se dirige a su prisionero en la siguiente forma: “Comed algo, conde, que si no coméis, no veréis jamás a nadie; y si coméis, en forma que me sienta satisfecho, a vos y a dos hidalgos de los vuestros os liberaré los cuerpos y os daré libertad”

Este generoso ofrecimiento por parte de su apresor, hace recapacitar al conde sobre la conveniencia de deponer su actitud y tomar los alimentos que se le ofrecen, junto con su libertad: “Si hacéis eso, Cid, lo que me habéis dicho, durante toda mi vida quedaré maravillado”. A lo que respondió el Campeador: “Pues comed, conde, y cuando hayáis comido os liberaré a vos y a otros dos, mas de lo que habéis perdido y yo gané en la batalla, sabed, no os daré ni una moneda, mas de cuanto habéis perdido nada os devolveré, porque lo necesito yo para mí  y para mis vasallos, que van conmigo desafortunados. ¡No os lo devolveré!. Ganando lo de vos y otros nos iremos arreglando. Llevaremos esta vida hasta que Dios quiera, como quien sufre las iras del rey y es de su tierra expulsado”. Así habló el que en buena hora nació, mientras ordenaba a sus vasallos que dispusieran abundante comida y bebida para el conde y los dos caballeros que iban a ser  liberados con él. No se hace de rogar esta vez el conde, quien, acompañado por sus dos vasallos, empiezan a dar buena cuenta de cuanto les van poniendo a la mesa, mientras el Cid le contempla complacido: “Si no coméis bien, conde, de modo que a mí me agrade, aquí nos quedaremos, no nos separaremos”. A lo que esta vez el prisionero responde: “Gustosamente lo haré” 

De esta forma finaliza la huelga de hambre del conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, quien, una vez finalizado el festín con que el castellano le obsequiara,  montó en el caballo que le ofrecieron y, a trote corto primero, y después al galope, se fue alejando del campamento del Campeador, seguido de sus dos caballeros.

La Historia hará que los destinos del conde y el Campeador vuelvan a encontrarse en más de una ocasión. No muchos años más tarde, peleando el conde por conquistar Valencia y el Cid por defenderla, volvió a caer aquél nuevamente en manos del castellano. Pero, finalmente, llegaron a unirse ambas estirpes, aunque parece ser que ya había fallecido el Campeador, mediante los esponsales del sobrino del conde, el futuro conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, el Grande, con María Rodríguez, una de las dos hijas del Cid, después del  malogrado matrimonio de ambas con los condes de Carrión.  

Paco Blanco
Barcelona

TIMOTEO RIAÑO RODRÍGUEZ -Doctor Catedrático en Lengua y Literatura-

TIMOTEO RIAÑO  RODRÍGUEZ  Nació en Villadiego (Burgos) en 1925  y falleció en Burgos en Julio de 2012.

Doctor Catedrático en Lengua y Literatura dedicó su vida académica y sus estudios bibliográficos a estudiar el Cantar de Mio Cid. Junto a s esposa Carmen Martínez Aja, también catedrática, que realizó su tesis doctoral sobre la escritura y paleografía del Cantar, publicó con ayuda de la Diputación provincial de Burgos en 1998 tres volúmenes en los que condensaba todas sus investigaciones. Los Títulos de la trilogía son:

-Cantar del Mio Cid. Transcripción Paleográfica.
-Cantar del Mio Cid: Fecha del Cantar, Autor del Cantar, Códice y fecha del manuscrito.
-Cantar del Mio Cid: Versión Modernizada.

Hay que tener en cuenta que la existencia de un único manuscrito original del Cantar, hace que a traves de las sucesivas copias se diluya la autenticidad paleográfica del códice medieval.

Timoteo Riaño defendió en su última obra (no publicada aún al sobrevenirle la muerte) que el autor del cantar era Per Abat, clérigo natural de Gumiel de Hizán, con vínculos con con El Burgos de Osma y que se hizo y formó como clérigo con Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden dominica.

Otro de sus trabajos fue el trazado senderista del Camino del Cid, que precisamente tiene su origen en su localidad natal. La Asociación -Vivar Cuna del Cid- le entregó su primer premio Tizona en 1996.

SAMUEL BRONSTON -Productor cinematográfico-

 
El productor de cine SAMUEL BRONSTON (su nombre real era  Samuel Bronshtein) nació en 1908 en Ismail en la antigua Rusia. Procedía de una familia de granjeros judíos emparentados con León Trotski y emigró antes de la Revolución rusa a Francia. Su relación con el cine comenzó en Paris tocando la flauta en salas de cine como acompañamiento a las películas mudas. Posteriormente se dedicó a la contratación y exportación de películas norteamericanas para su distribución en Francia. A mediados de los años treinta en Hollywood, consiguió trabajar como productor en sus grandes estudios para las compañías norteamericanas.
  
En 1941 creó su propia productora Samuel Bronston Productions, Inc., con la que rodaría su primera película The Adventures of Martin Eden, titulada en España Como en un espejo. Tras producir varias películas más en Norteamérica, en 1959 se traslada a España para la preparación de la coproducción con Suevia Films-Cesáreo González de la película El capitán Jones.
 
Dicha película y la financiación de Pierre S. Du Pont, que necesitaba desbloquear las divisas generadas por las inversiones en nuestro país de su empresa química, más las facilidades proporcionadas por la legislación española, ofrecerían las condiciones para los rodajes de películas norteamericanas en España de Samuel Bronston.

Para la realización de la película se pidió autorización al Gobierno español para rodar escenas en el Trono y salones del Palacio Real de Madrid, cuyo permiso fue concedido. Fue la única ocasión en la que se concedió el permiso para la utilización del Trono real y fue la famosa actriz norteamericana Bette Davis, que interpretando el personaje de Catalina de Rusia, la que lo consiguiera. 

En España se organizó un gran equipo de profesionales y técnicos a las órdenes de Samuel Bronston para las siguientes producciones que se harían posteriormente. En ese equipo se encontraban entre otros, uno de los máximos responsables de la compañía: Jaime Prades, los guionistas: Philip Yordan y Bernard Gordon -que posteriormente en la población madrileña de Daganzo crearon los Estudios Madrid 70-, decoradores y fotógrafos. Dichas películas que se realizarían son: Rey de reyes, El Cid, 55 días en Pekín, La caída del Imperio Romano y El fabuloso mundo del circo.

Para la realización de dichas películas se alquilaron y se utilizaron los equipos técnicos y humanos de los grandes estudios cinematográficos existentes en Madrid como CEA, Chamartín y Sevilla Films. Los estudios cinematográficos Chamartín, terminarían siendo comprados y transformados en los estudios de producción de Samuel Bronston y alquilados a otras compañías para los rodajes de interiores de sus películas. En la localización para los rodajes de escenas de exteriores de estas películas, se utilizaron lugares, paisajes y monumentos que ofrecía España.

El productor quería adquirir unos terrenos para las filmaciones en exteriores de la película 55 días en Pekín, los localizó en Las Matas, un lugar a 25 kilómetros de Madrid y cuyos terrenos compró para la creación de dichos decorados. El lugar estaba situado muy cerca de Las Matas en lo que hoy es el Parque Residencial Nuevo Club de Golf y a poca distancia de la A-6 con dirección a Torrelodones. 

En 1961 se comenzaron en los terrenos la preparación y construcción de lo grandiosos decorados para la película 55 días en Pekín, que comenzaría a rodarse al año siguiente y a la cual asistieron gran cantidad de periodistas nacionales y extranjeros. Para esta película se contrató a grandes actores internacionales entre los que se encontraban Charlton Heston, Ava Gardner y David Niven.
 
Posteriormente se rodaron algunas películas más, entre las que se encuentra La caída del Imperio Romano, considerada en el registro del Libro Guinness de los Records de la edición del año 1995 con el siguiente comentario. 
 
Una de las últimas películas rodadas en éstos terrenos fue Pampa salvaje con el actor Robert Taylor.El fracaso comercial de la que fuera última película rodada en España por Samuel Bronston, El fabuloso mundo del circo, los problemas financieros y de liquidez y la falta de apoyos de socios y de la administración española, originaron que en 1972 fueran embargados, vendidos y subastados lo inmuebles y objetos personales en España. 

Samuel Bronston se trasladó a vivir a Estados Unidos, donde fallecería el 12 de enero de 1994 en el Mercy American River Hospital de Carmichael en Sacramento, siendo su última voluntad que sus cenizas reposaran en la localidad madrileña de Las Matas.

En Julio de 2012 se tributó un homenaje a su hija Andrea Bronston en el pueblo de Vivar del Cid (Burgos), destinado a honrar la memoria de su padre.

Fuentes: BNE, Filmoteca Española, Youtube.

 -Expresamente autorizado para Burgospedia por http://historias-matritenses.blogspot.com.es/

ETIMOLOGÍA DE LOS NOMBRES DEL CID CAMPEADOR.

EGO RUDERICO significa, en latín: “Yo, Rodrigo”. Así firmaba el caballero Rodrigo Díaz, el Cid. Esta firma en latín autentificaba su palabra en un sinfin de documentos que firmó a lo largo de su vida y obra.

El apodo EL CID  viene del artículo español “EL”, que significa “el” y سيد árabe dialectal “sïdi” de la palabra o sayyid, que significa a “señor”. El “EL Cid” se podía traducir tan como “el señor”. El título “Campeador” es una palabra del latín vulgar que se podría traducir como “amo de artes militares”.

 

EL SOLAR DEL CID

EL SOLAR DEL CID es un monumento construido en 1784 por el artista José Cortés.

Recuerda el lugar donde estaba según la tradición oral la casa familiar del Cid.

Está situado en la calle Fernán González y es paso del Camino de Santiago.

Bajo el escudo atribuido al Cid (*), se puede leer el siguiente texto:

«EN ESTE SITIO TVBO SU CASA Y NACIO EL AÑO DE 10
26 RODRIGO DIAZ DE BIVAR LLAMADO EL CID CAM
PEADOR. MVRIO EN VALENCIA EL DE 1099 Y FVE TRASLA
DADO SV CVERPO, A EL MONASTERIO DE SAN PEDRO
DE CARDEÑA CERCA DE ESTA CIVDAD.
LA QUE PARA PERPETVAR LA MEMORIA DE TAN ESCLARECI
DO SOLAR DE VN HIJO SVIO, Y HEROE BVRGALES ERIGIO SO
BRE LAS ANTIGVAS RVINAS ESTE MONVMENTO EL
AÑO DE 1784 REYNANDO CARLOS III»

(*) Hay dos escudos diferentes que se le atribuyen al Cid. Uno es ese del Solar, que es el más difundido y es el que suele acompañarle en obras pictóricas y esculturas (como la Estatua del Cid de Burgos), y el otro con fondo verde y una cadena alrededor que es más desconocido.