
La historia y la leyenda de nuestra Edad Media siempre acaban convirtiéndose en complementarias; unas veces la leyenda precede a la historia, condicionándola con su fantasía y guiándola por rutas poco creíbles, otras es la leyenda la que aparece en segunda instancia para rellenar las partes oscuras o confusas de la historia, confiriéndolas atributos de carácter más bien mágicos. En cualquier caso, si nos queremos introducir por sus apasionantes vericuetos, vale la pena que lo hagamos de la mano de ambas.
El Cid y su andadura por la borrascosa España medieval de moros y cristianos en continuo batallar, ha dado origen a una más que copiosa literatura sobre su figura y sus hazañas, en la que se hallan profusamente repartidos lo veraz y lo legendario.
Mas, en esta ocasión, vamos a tratar de sacar a primer plano una de las figuras más determinantes en la vida del Campeador, sobre la que la literatura, tanto histórica como legendaria, ha sido bastante menos generosa. Se trata, naturalmente, de su esposa Doña Jimena, en la que también convergen la historia y la leyenda.
“DOÑA JIMENA DÍAZ DE VIVAR, gran señora de todos los deberes”(1), fue algo más que la sombra inseparable del héroe legendario y del invicto guerrero, vencedor en todas las batallas, fue una esposa abnegada y fiel y una leal compañera en el diario caminar, compartiendo las fatigas, los infortunios y la gloria. Ya en el verso 1604 del “Cantar del Mío Cid”, el propio Campeador habla de ella como su “querida y ondrada mugier”. El gran poeta chileno Vicente Huidobro, en su novela “Mío Cid Campeador”, hace de Doña Jimena una bella descripción: “Tenía ojos de esposa y de madre. Era bella de toda belleza, de la belleza que yo amo, belleza de España. Cuando yo llegaba ella abría los brazos de par en par como las puertas del alba”.
Si hacemos caso a Fray Prudencio de Sandoval, D. Rodrigo Díez de Vivar casó en primeras nupcias con Jimena Gómez, hija del conde D. Gómez de Gormaz, al que el de Vivar había dado muerte en caballeresca lid, que provocó la querella de su hija ante el rey Fernando I, al que reclamó, a cambio de su perdón, que la esposara con su matador. Puestas las partes de acuerdo, el obispo de Palencia no tuvo ningún reparo en bendecir aquella unión, de la que no se conoce la fecha ni se tienen noticias posteriores. (2)
El Romancero la canta de esta manera:
“Maté a tu padre, Jimena,
Pero no a desaguisado;
Matéle de hombre a hombre
Para vengar cierto agravio.
Maté hombre, y hombre soy;
Aquí estoy a tu mandado.
Y en lugar de vuestro padre
Cobraste marido honrado.»
Más real que esta primera supuesta boda es el matrimonio de D. Rodrigo con Doña Jimena Díaz, celebrado, según figura en la carta de arras que se otorgaron los contrayentes, el 19 de julio de 1074. No deja de sorprender, sin embargo, la edad de los contrayentes: la novia tenía 28 años y el novio 31. Edad muy avanzada para una época en que las parejas solían casarse antes de cumplir los veinte. Este hecho deja margen a la especulación sobre la posibilidad de que alguno de los contrayentes, o tal vez los dos, hubieran estado casados con anterioridad.

También es muy posible que esta boda se debiera a razones de estado impuestas por el monarca leonés Alfonso VI el Bravo, que pronto empezó a autodenominarse el Emperador, quien había accedido al trono de Castilla el año 1072, tras largos y turbulentos enfrentamientos con su hermano Sancho II el Fuerte, heredero del trono castellano a la muerte de su padre, Fernando I, en el 1065, que había repartido sus reinos entre sus cinco hijos, siguiendo la ley Navarra de sucesión. Este conflicto entre hermanos acabó, después de un prolongado periodo de violencia, que duró siete años, y en el que se produjeron distintas alternativas, con el asesinato del rey Sancho a las puertas de Zamora por Bellido Dolfos, un noble leonés partidario de Alfonso, que había heredado el reino de León. Este magnicidio permitió a Alfonso convertirse en rey de León, de Galicia y de Castilla.
La nobleza leonesa, partidaria de Alfonso, y la nobleza castellana, que se había mantenido siempre al lado de Sancho, siguieron, no obstante, manteniendo sus viejas rencillas y sus líderes más representativos continuaron política y personalmente enfrentados. Por esa razón, el rey Alfonso, aunque fuera su obligación buscar una buena esposa a sus vasallos, trató, al mismo tiempo, de limar asperezas poniendo en marcha una política de matrimonios y de cesiones territoriales hereditarias que acercaran a las partes enfrentadas.
Doña Jimena pertenecía a la más alta nobleza leonesa, su padre era el conde Diego Fernández, hijo del conde Fernando Flaínez y de Elvira Peláez, y sus hermanos, Rodrigo y Fernando, ostentaban los títulos de condes de Asturias y Astorga. El linaje de los Laínez era uno de los más ilustres de Asturias y León y a él pertenecía también el rey Alfonso, por lo que Jimena Díaz resultaba ser prima suya en segundo o tercer grado.
Por su parte D. Rodrigo, huérfano de padre a los 15 años, vivió durante cinco años en la corte leonesa de Fernando I, donde compartió estudios y juegos con el infante Sancho, quien trabó con él gran amistad y le tomó bajo su protección, y es de suponer que ocurriera algo parecido con sus hermanos, los infantes García y Alfonso, de edades más similares a las de Rodrigo, pues el infante Sancho le llevaba siete u ocho años. No sería de extrañar, igualmente, que durante estos años de estancia en la corte leonesa conociera también a su futura esposa doña Jimena. El joven Rodrigo recibió no pocos privilegios por parte de su protector el infante Sancho: antes de convertirse en rey de Castilla le armó caballero en Zamora y también fue su compañero de armas en varias de sus numerosas expediciones militares por los reinos de taifas. Una vez sentado en el trono de Castilla le nombró Alférez Real, lo que le convirtió en jefe de las fuerzas reales, título, todo hay que decirlo, al que Rodrigo se hizo acreedor por méritos propios, pues su fama de gran guerrero y sus hazañas ya se habían extendido por todos los reinos de la península. El título de Campidoctor, o Campeador, que significa “el que defiende la justicia en el campo de batalla” (3), lo consiguió el año 1066, con tan sólo 20 años, al presentarse para dirimir un litigio entre el rey de Navarra Sancho IV y el de Castilla Sancho II, por la posesión de la aldea riojana de Pazuengos. El litigio se resolvió mediante una ordalía, también conocida como Juicio de Dios, que consistía en un combate a muerte entre “caballeros campeones”; por parte navarra luchó el gigante Jimeno Garcés, vencedor en más de treinta combates anteriores, mientras que Rodrigo de Vivar defendió los intereses de su señor, Sancho II. La terrible pelea, que duró más de una hora, se dirimió en campo abierto a mandoblazo limpio, acabando con un golpe mortal que el burgalés asestó al navarro.
La prolongada presencia de Rodrigo en la corte de Fernando I, conviviendo prácticamente en un plano de igualdad con sus hijos y sus más cercanos allegados, hace pensar que el linaje del joven de Vivar estaba también ligado a la más alta aristocracia astur-leonesa. Efectivamente, el padre del Cid, Diego Laínez, descendía en línea directa del linaje de los Flaínez, lo que lleva a la conclusión de que o bien los abuelos o los bisabuelos paternos de Jimena y Rodrigo eran hermanos y, por lo tanto, sus descendientes primos. Posiblemente la querella que los Flaínez mantuvieron con el rey Fernando I provocara que la rama correspondiente a los abuelos de Rodrigo quedara desplazada a la frontera de Castilla con Navarra. Vivar, patria del Cid y señorío de su padre, estaba tan sólo a siete kilómetros del límite con los dominios del rey de Navarra. Su madre, Teresa Rodríguez, que fue la que propició el traslado de su hijo a León al quedarse viuda, era hija del magnate Rodrigo Álvarez, tenente de numerosos territorios del valle de Sedano y de la comarca de Juarros, que pertenecía a una de las más poderosas familias del condado de Castilla; uno de sus miembros, Alvar Fáñez, primo de Rodrigo, llegó a ser su lugarteniente y compañero en su aguerrida y azarosa vida militar. En la carta de arras que Rodrigo concede a Jimena se cita a este pariente suyo y a Álvaro Álvarez, con el mismo grado de parentesco:
“Et donno tibi istas villas, quoe sunt supra scriptas, pro ipsas villas, quoe mihi sacarunt Alvaro Fànniz, et Alvaro»
«Alvariz sobrinis meis”
(Doy todas estas villas sobredichas por las villas que me sacaron Alvar Fáñez y Álvaro Álvarez mis primos-hermanos).
Rodrigo Díaz de Vivar, por lo tanto, al proclamarse rey de Castilla Alfonso VI, aunque de escasa hacienda, era uno de los prohombres más representativos de la nobleza castellana y contaba con la estima y la confianza del nuevo monarca, a pesar de haber sido sustituido en su cargo de Alférez del Rey por el conde leonés García Ordoñez. A pesar de ello, al concertar el rey Alfonso la boda de su prima Jimena estaba buscando el acercamiento entre la nobleza astur-leonesa y la castellana, cuyas relaciones no eran lo que se dice muy cordiales. Con esta boda, por lo tanto, quedaban mas estrechamente ligadas dos de las más poderosas familias del reino castellano-leonés.

La boda se celebró el 19 de julio del 1074 y el contrato matrimonial quedó sellado por las arras que ambos esposos se concedieron, prohijándose mutuamente y designándose herederos universales de sus propiedades en el caso del fallecimiento de uno de ellos.
El Fuero leones establecía las arras matrimoniales en el 50% de los bienes, mientras que el Fuero castellano las limitaba al 10%, no obstante Rodrigo, «por el decoro de vuestra hermosura y en alianza del matrimonio virginal», prefirió acogerse al Fuero leonés entregando a Jimena un total de 39 villas de las 80 que por entonces ya poseía el Campeador. Poco después el rey Alfonso le confirmará el título de Señor de Vivar con carácter hereditario, lo que viene a ratificar las buenas relaciones existentes entre ambos. (4)
Durante los primeros años el matrimonio vive en las propiedades de Rodrigo en Burgos, llevando una vida hogareña y apacible, aunque el Campeador, que sigue al servicio del rey Alfonso, tiene que efectuar algunos viajes para actuar como juez en la resolución de varios procesos y también como recaudador de las parias que algunos reinos de taifas tributaban por la protección que recibían del rey de Castilla y León. Nada, dentro de las relaciones entre señor y súbdito, hacia presagiar el trágico enfrentamiento que iba a surgir entre ellos al cabo de pocos años.
También, como es lógico y natural en la mayoría de los matrimonios, fueron llegando los hijos. Hasta tres alumbramientos tuvo Doña Jimena en los tres años siguientes a su matrimonio. La primera en nacer fue Cristina, en 1075, la siguió en 1076 un varón, Diego, y finalmente, en 1077, nació María, la última de su descendencia.
El Romancero nos habla de la belleza de Jimena cuando acudió por primera vez a misa después de su primer parto:
“Tan hermosa iba Jimena
que suspenso quedó el sol
en medio de su carrera
por poderla ver mejor.”
Esta vida apacible, sedentaria para Jimena, que se dedicaba en exclusiva a la educación de sus hijos y el cuidado del hogar, algo más activa para Rodrigo, que tenía que atender los negocios que su señor le encomendaba por diferentes puntos del reino, se rompió bruscamente al cabo de siete años, al desatarse sobre la persona del Campeador la conocida como “Ira Regia”, que acarreaba la inmediata ruptura de los vínculos entre el rey y su vasallo. El rey Alfonso, cuya política con respecto a los reinos de taifas se basaba en sembrar la discordia entre ellos para fomentar su división y debilitamiento, en el año 1081 se encontraba en el reino de Toledo ayudando al rey Alcadir, que se había declarado vasallo suyo y se encontraba amenazado por el resto de los caudillos árabes, que se habían apoderada de la plaza castellana de Gormaz. Esta ocupación llegó a conocimiento del Campeador, que rápidamente se puso al frente de sus huestes liberando de nuevo la plaza, apoderándose, de paso, de un enorme botín y haciendo, además, más de siete mil prisioneros, que puso a disposición de su rey y señor, después de haber gratificado a sus huestes y quedarse él mismo con la parte que le correspondía. Pues bien, este éxito militar de Rodrigo, uno más en su impresionante historial, no fue del agrado del rey, quien consideró que dicha acción había puesto en peligro la realización de sus planes y su propia seguridad personal. El rey disfrutaba del privilegio de romper la relación de vasallaje con sus súbditos de forma arbitraria, sin acusación formal y sin dar explicaciones sobre su decisión, atendiendo, en muchas ocasiones, a acusaciones lanzadas por los llamados “mastureros” o “mezcladores”, enemigos del perjudicado, sobre el que lanzaban toda clase de infundios. ¿Participó el conde García Ordóñez, nuevo Alférez Real y enemigo declarado del Campeador, en esta campaña de desprestigio que acabó con la pérdida del favor real?. Es muy posible que así fuera, dada la antigua rivalidad existente entre ambos caballeros.
El “Cantar del Mío Cid nos lo cuenta así:
“Así me han pagado, así, mis enemigos malvados”
Nueve días eran el plazo del que disponía el Campeador para abandonar Castilla después de que el portero del rey le entregara la carta de destierro, que acarreaba también la pérdida de sus bienes y de su honra. En tan corto tiempo Rodrigo debe resolver el inmediato futuro de su familia, así como organizar la intendencia de aquellos de sus vasallos que debían expatriarse con él, sirviéndole en el destierro hasta “ganarle el pan”. Y esto es, precisamente, lo que el Cid va a hacer, ganarse el pan como puede, pues “todo caballero desterrado se iba a tierra de moros, ya que se puede decir que casi no tenía otro medio de ganarse la vida…”
“He gastado el oro y toda la plata,
bien lo veis vos que conmigo no llevo nada,
y lo necesitaré para toda esta compañía.
He de obtenerlo por fuerza, que de regalo no tendré nada”
Esta reflexión hace el Campeador con su fiel servidor Martín Antolinez, “el burgalés de pro”, y entre los dos traman un plan para conseguir que los prestamistas judíos, Raquel y Vitas, les concedan un crédito con el que poder afrontar los primeros gastos. (5)

La leyenda cidiana nos cuenta como consiguieron convencer a dichos usureros, lo cierto, aunque resulte difícil de creer, es que Rodrigo recibió de sus manos la suma de 600 marcos que le sirvieron para hacer frente a los primeros y numerosos gastos que abandonar su familia, sus posesiones y el reino le iban a ocasionar.
Como primera medida Rodrigo entrega a su familia en encomienda al Monasterio de San Pedro de Cardeña, un cenobio benedictino rico y poderoso, muy cercano a Vivar y a Burgos, donde gozarían del privilegio de inmunidad contra los sayones del rey y donde podrían permanecer hasta que él pudiera regresar, conseguido el perdón real, o bien les llamara a su lado cuando tuviera aposento para ellos. El pacto o contrato entre el abad don Sisebuto (6) y el de Vivar queda reflejado de esta forma en el “Cantar”:
“Gracias, señor abad, os lo agradezco mucho.
Mas porque voy desterrado os entrego cincuenta marcos,
si yo viviera más tiempo, eso se os doblará.
No quiero en el Monasterio causar perjuicios económicos.
Y aquí, para Doña Jimena os doy otros cien marcos.
A ellas, a sus hijas y a sus damas servidlas este año.
Os dejo dos hijas niñas, cuidádmelas,
os las encomiendo a vos, abad don Sancho,
de ellas y de mi mujer cuidad con gran esmero.
si esa cantidad se acaba o si os falta algo,
proveedlas debidamente, yo os lo mando:
Por un marco que gastéis, daré al Monasterio cuatro”
Aceptado el trato por las dos partes, llega el doloroso momento de la despedida, pues el plazo se está acabando y el Campeador debe partir sin demora para el destierro, si no quiere ser perseguido por los sayones reales. En presencia del abad don Sisebuto, los monjes del monasterio y las cinco damas de compañía de Doña Jimena, ésta y sus dos hijas le abrazan tiernamente, besándole las manos y llorando amargamente:
“¡Gracias, Campeador, que en buena hora nacisteis!
Por malvados intrigantes sois desterrado.
Henos aquí, ante vos, a mí y a vuestras hijas, niñas son y muy pequeñas”.
El Campeador, sin poder evitar que unas lágrimas se deslicen por sus mejillas, humedeciendo su tupida barba, coge a sus hijas en brazos estrechándolas contra su pecho, mientras se despide de su mujer, que le contempla llorando también desconsolada:
“¡Ea, Doña Jimena, mi extraordinaria mujer,
como a mi propia alma yo os quiero!”.
Mientras el Campeador se aleja galopando a lomos de su caballo, las campanas de San Pedro tañen en su honor. Al otro lado del puente que atraviesa el Arlanzón 115 de sus fieles vasallos le esperan para acompañarle en su próxima andadura. Ninguno de ellos sabe lo que les va a deparar el destino, ni como van a sobrevivir en tierra de moros. Bueno, esto sí que lo intuyen: ¡Guerreando!.
Doña Jimena, viendo como la figura del Campeador desaparece en la lejanía, es consciente también de que una nueva vida comienza para ella y sus acompañantes: sus cinco damas de compañía y sus dos hijas, Cristina, de seis años, y María de cuatro, incapaces todavía de comprender la dimensión de la tragedia familiar que ha originado el destierro de su padre. Pero también, en este punto, una pregunta se hace inevitable: ¿Dónde está Diego, su hijo varón y heredero, que a la sazón debía de contar cinco años de edad?. Para responder hay que recurrir a las suposiciones, puesto que ni el “Cantar” ni la “Historia Roderici” ni ningún documento de la época aclara su paradero cuando estos hechos se producen. Resulta difícil pensar que, dada su corta edad, se pusiera de parte del rey y en contra de su padre en el pleito entre ambos. Más fácil resulta suponer que fuera prohijado por alguno de sus tíos o familiares, paternos o maternos, para atender a su educación mientras durase el destierro, cosa que en el Monasterio hubiese resultado mucho más complicada. En realidad no era muy extraño por aquella época que los sobrinos se educasen en casa de los tíos maternos, por lo que no resulta improbable que Diego estuviera en Asturias, en la corte de alguno de los hermanos de Jimena. A pesar de que no hay noticias documentadas sobre las relaciones del Campeador con su hijo, los indicios apuntan a que no fueron excesivamente cordiales hasta que se produjo el segundo perdón del rey, lo que permitió la reunificación familiar en Valencia, ciudad conquistada por Rodrigo a los almorávides, de la que era dueño y señor.
Tampoco se sabe con exactitud el tiempo que permaneció Jimena en Cardeña, al cuidado de sus hijas, con la ayuda de sus cinco damas de compañía. Estaban instaladas en las casas del Monasterio más cercanas a la portería y en ellas, según el “Cantar”, permanecieron nada menos que durante diecisiete años hasta que pudieron reunirse con el Cid-para entonces ya era conocido con dicho sobrenombre-en la ciudad de Valencia. (7)
¿No la llamó a su lado el Campeador durante los cinco años que permaneció en Zaragoza al servicio del rey Moctadir primero, y de su hijo y sucesor Mutamin después?. Parece ser que la actividad militar del Campeador era tan intensa que no había lugar ni tiempo para la vida familiar. No obstante, en el “Cantar” se refleja que después de tomar a los moros la plaza y el castillo de Alcocer, lo que le representó un sustancioso botín, manda a Minaya Alvar Fáñez, su lugarteniente y pariente, a la corte de Castilla con un regalo de treinta caballos, con sus sillas y arreos y treinta espadas en los arzones, para su señor el rey Alfonso, pero sin olvidarse de su mujer y sus hijas, que esperaban sus noticias en Cardeña:
“Aquí tenéis oro y plata,
una bota llena que nada le faltaba.
En Santa María de Burgos encargad mil misas,
y lo que sobrare dadlo a mi mujer y a mis hijas,
que pidan por mí noche y día,
que si yo viviere serán damas ricas”.
El rey aceptó gustoso el obsequio, pero eludió otorgar su perdón alegando que todavía era demasiado pronto. Pero no pasó demasiado tiempo sin que esto ocurriera. En el año 1082 el Campeador acude en ayuda del rey, que estaba sitiado en el castillo de Rueda. Alfonso, agradecido por su gesto, le levanta el destierro y le pide que vuelva con él a Castilla, pero los intereses del de Vivar estaban entonces en Zaragoza, por lo que declina la oferta y decide continuar al servicio del rey Muntamin, pero con la gracia del rey recuperada.
El Cid, o zidi, como le habían empezado a llamar los moros, continuó sus correrías al frente de sus mesnadas, que ya superaban los tres mil hombres, por tierras de Aragón, de Cataluña y de Levante, consiguiendo victoria tras victoria sobre sus enemigos, fueran éstos infieles o cristianos, apoderándose, de paso, de todo lo que de valor encontraban. Tanto saqueo había enriquecido al Campeador, que nunca ocultó su afán de riqueza, tal vez para resarcirse de las penurias pasadas, pero también sus hombres participaron en el reparto de tanto botín, por lo que se habían convertido en fieles seguidores de su caudillo, al que obedecían fielmente y estaban dispuestos a dar su vida por él. En el “Cantar” se refleja una conversación sobre el tema entre el Cid y su fiel Minaya Álvar Fáñez :
“¡Demos gracias a Dios, Minaya, y a Santa María su Madre!
Con mucho menos salimos de la villa de Vivar.
Ahora tenemos riquezas y más tendremos en adelante”.
Mientras el Cid y su hueste guerrean y saquean, en Cardeña siguen viviendo Doña Jimena y sus hijas, que los años van convirtiendo en apuestas doncellas, siempre servidas por sus damas, con la esperanza puesta en que algún día, cada vez menos lejano, cambie su suerte y aparezca su esposo, padre y señor para llevárselas consigo. En tanto esto ocurre, Doña Jimena, que además de ser mujer de alta estatura lo es también de elevado carácter, se ocupa de que la educación de sus hijas sea acorde con su linaje, aunque es de suponer que en esta labor también contara con la ayuda de alguno de los doctos monjes del monasterio. Su vida es cómoda y apacible-de nada les falta-pero la añoranza de su esposo sigue albergada en su alma. En muchas ocasiones, en especial cuando oye algún galopar que se acerca por el camino del monasterio, su cuerpo se estremece y su corazón se pone a latir aceleradamente: “¿Será él, por fin?”, se pregunta con ansiedad. La decepción la inunda de melancolía, pero pronto se sobrepone y continúa con sus cotidianas labores: “Será cuando Dios quiera”, es su cristiano consuelo.

¿Pasó alguna vez el Campeador a visitar a su familia después de su primera reconciliación con Alfonso VI?. Lo cierto es que, en el año 1087, los almorávides desembarcan de nuevo en la Península con la intención de recuperar Toledo e infringen severas derrotas a las tropas castellanas, quedando el monarca castellano-leonés en precaria situación, con todos los reyes de taifas alzados contra él. De nuevo acude el Campeador al frente de sus mesnadas, en ayuda del que siempre consideró como su rey y señor. Con su ayuda la situación se reestableció a favor de Alfonso VI y Toledo permaneció en poder de los cristianos. El rey, en agradecimiento, le acoge como el más fiel y esforzado de sus vasallos, y como recompensa le otorga la tenencia de siete castillos con sus correspondientes alfoces: Dueñas, Gormaz, Ibia, Iguña, Campoo, Langa y Briviesca. Esta última villa, la actual capital de la comarca de la Bureba, no dista excesivamente del Monasterio de Cardeña, no obstante, no hay ningún documento ni referencia de que el Cid se desplazara hasta él para estar con su familia.
También es muy posible que ya para esas fechas, dado que el Campeador había recuperado el favor real y con él todas sus posesiones, Doña Jimena, sus hijas y su séquito, hubiesen abandonado el monasterio para trasladarse a sus casas de Burgos o de Vivar y su hijo Diego se hubiese reunido con ellas. Esto pudo ocurrir en el 1083, con motivo de un más que probable viaje de Doña Jimena a Asturias para solventar con sus hermanos un asunto de herencias. En cualquier caso, no consta que Doña Jimena tuviera ningún encuentro con su marido.
A pesar de todos sus generosos obsequios y de toda la ayuda militar que el de Vivar ha prestado a su rey, no tarda mucho en caer de nuevo en desgracia. A finales de 1089 los almorávides, al mando de su emir Yusuf, vuelven a desembarcar en Algeciras y, en unión del rey Moctadir de Sevilla y el resto de los reyes de taifas, forman un poderoso ejército con el que acosan todos los territorios cristianos de Andalucía y Murcia; el rey Alfonso llama en su ayuda al Campeador, pero en esta ocasión se produce una descoordinación entre ambos que impide que las huestes del Cid se encuentren con las del rey y se produzca la ayuda. Esta vez se le acusa de infiel y traidor, y el rey, haciendo caso nuevamente de sus acusadores, ordena que sea desposeído de todas sus villas, castillos y tenencias, así como del resto de sus bienes, añadiendo, además, pena de prisión para su mujer y sus hijos. El Cid se defiende con firmeza de dichas acusaciones, exigiendo sean escuchadas sus alegaciones y, en último caso, tenga lugar el consabido duelo jurídico, a lo que el rey se niega, accediendo, sin embargo, a que su familia sea puesta en libertad y pueda acompañarle en el destierro. En esta última decisión del rey influyó, sin duda, la petición de clemencia para su marido y sus hijos, hecha por Doña Jimena al rey Alfonso en su calidad de pariente consanguínea, evitando que el baldón de la deshonra cayera sobre miembros de su misma estirpe.
Pero no se produce todavía la reunión familiar. Parece ser que Doña Jimena y sus hijos, al abandonar la prisión, partieron de nuevo hacia sus propiedades en Castilla.
En el año 1092 se produce de nuevo la reconciliación entre el rey y su vasallo; el Cid, sin embargo, ofendido y defraudado por la actitud de su rey para con él y su familia, acepta el perdón y su rehabilitación, pero está decidido a forjarse su propio señorío, por lo que continúa su campaña triunfal por tierras levantinas, que culminará con la conquista definitiva de Valencia a finales del año 1092.
No se vuelve a saber nada más de Doña Jimena y sus hijos hasta finales del año 1094, cuando el Cid, después de infligir una severa derrota a los almorávides en la célebre batalla de Cuarte (8), consolidando de esta forma el seguro dominio sobre Valencia, manda en su busca a su lugarteniente Minaya, reuniéndose esta vez la familia de forma definitiva. Sólo la muerte les iba a separar.
El encuentro de Minaya con Doña Jimena y sus hijas el “Cantar” nos lo cuenta así:
“Me humillo ante vos, Doña Jimena,
¡que Dios os guarde de todo mal!
y así lo haga también con vuestras hijas!
Os saluda mío Cid desde donde está”
Si se ha de hacer caso a estas palabras de Álvar Fáñez, se llega a la conclusión de que el hijo y heredero del Cid, Diego Rodríguez, que por entonces contaba con dieciocho años de edad, ya se encontraba acompañando a su padre en sus correrías contra el rey de Denia y los almorávides.
A Doña Jimena y sus hijas, en la última etapa de su viaje hacia Valencia, viene a recogerlas Pedro Bermúdez, otro de los más valiosos y fieles capitanes del Cid, al frente de cien guerreros.
El Cid, acompañado por el obispo Don Jerónimo y sus respectivos séquitos, salen a esperarlas a las puertas de la ciudad. El encuentro resulta de lo más solemne y emotivo. El “Cantar” lo cuenta así:
“Cuando le vio Doña Jimena se echó a sus pies.
¡Oh Campeador, que en buena hora ceñiste espada,
muchas veces me habéis sacado de muchas vergüenzas malas;
henos aquí, señor, a mis hijas y a mí,
para Dios y para vos son buenas y están ya criadas”.
El Cid, muy emocionado, pero con grandes muestras de alegría, las abraza estrechamente, al tiempo que las invita a entrar en su ciudad:
“Vos, Doña Jimena, mi querida y honrada mujer,
y vosotras, hijas mías, mi corazón y mi alma,
entrad conmigo en la ciudad de Valencia,
este feudo vuestro, que yo he ganado para vos”.
Después de recibir la bendición del obispo Jerónimo, entre la alegría y el bullicio de la población que ha acudido a recibirlas, y el estruendo que produce el entrechocar de las armas de las mesnadas del Cid, en señal de bienvenida, entran Doña Jimena y sus hijas en la ciudad que iba a ser su hogar durante los siguientes siete años.

No puede decirse que la vida de Doña Jimena y sus hijas resultara excesivamente placentera en la opulenta y cultivada corte que el Cid había montado en Valencia, en la que se desarrollaba una importante actividad cultural y en la que no faltaban los poetas, tanto árabes como cristianos. Las continuas y sangrientas batallas que el de Vivar tuvo que sostener para mantener a raya a sus numerosos enemigos mantenían a su familia en un casi permanente estado de ansiedad y temor. Finalmente, en el mes de agosto del año 1097, se produjo la primera tragedia. Un poderoso ejército almorávide capitaneado por Mohammed Ben al Hach se dirige a la ciudad de Toledo, donde Alfonso VI tenía establecida su Corte, con intención de sitiarla. El rey decide salirles al paso en la plaza fuerte de Consuegra, pero para reforzar sus huestes decide pedir ayuda de nuevo al Campeador. El Cid no puede abandonar Valencia, pero, como fiel vasallo, envía a su hijo Diego y a su lugarteniente Álvar Fáñez con un numeroso y aguerrido grupo de jinetes para que ayuden al monarca castellano-leonés. Desde el castillo de Consuegra la caballería y la infantería castellanas se lanzan contra los almorávides, a su frente van Álvar Fáñez, Pedro Ansúrez, García Ordóñez, el viejo enemigo del Cid, y su propio hijo Diego. Pero esta vez el ímpetu sarraceno fue superior al cristiano y la caballería almorávide comenzó a infligir un duro castigo a la infantería cristiana, obligándola a retirarse hacia el castillo en franca desbandada. En la confusión de la huída el hijo del Cid y muchos de sus hombres fueron rodeados y pasados a cuchillo. La victoria almorávide fue total. Esto ocurría en el atardecer del día 15 de agosto de 1097, Diego Rodríguez de Vivar, el único hijo varón del Cid Campeador y heredero de su linaje tan sólo tenía veintiún años de edad. (9)
La noticia de la muerte de su hijo, con el que realmente había llegado a convivir poco tiempo, causó un profundo dolor en el corazón del Campeador, que tenía puestas sus esperanzas en que le sucediera al frente de sus ya importantes dominios. No obstante, su orgullo de guerrero supo sobreponerse a su amor de padre y durante lo que quedaba de aquel año de 1097 y la primera mitad de 1098, completó la conquista de las plazas de Almenara y de Sagunto, que cayó el 24 de junio, sometiéndolas a su vasallaje.
Más difícil es describir el dolor que la infausta noticia causó en Doña Jimena. ¿Quién puede saber los sentimientos de dolor, de angustia, de desesperación, de impotencia y de rabia que se apoderan de una madre ante la noticia de la muerte de un hijo?. Sólo otra madre nos podría responder.
Para siempre quedará fijada en la mente de Doña Jimena la imagen de su hijo Diego, cabalgando erguido y orgulloso al frente de su tropa-tal vez por primera vez-saliendo de Valencia para acudir en ayuda de su rey y pariente, acosado por los infieles. ¡Muy caros pagaron, su esposo y ella, sus servicios al rey Alfonso, su señor!. Pero, en el caso de Doña Jimena, al dolor de madre hay que sumar la zozobra y la incertidumbre que la producen las continuas salidas al campo de batalla de su esposo Don Rodrigo, “el que en buena hora nació”.
Tal vez la muerte de su hijo hizo reflexionar al Campeador sobre la azarosa y belicosa existencia que había llevado hasta entonces, o tal vez tuvo una premonición sobre lo cercano de su fin, el caso es que después de la conquista de Sagunto se retiró a su corte valenciana, a disfrutar del descanso del guerrero y de la compañía de su esposa y de sus hijas.
Poco duró esta vida tranquila, sin guerras ni cabalgadas; la fuerte naturaleza del Campeador estaba minada por las numerosas heridas recibidas en decenas de años de incansable guerrear y por ellas se le escapaba la vida, su gloriosa vida de caudillo invencible. El Cid murió un día de julio del año 1099. Contaba 50 años de edad. La noticia de su muerte pronto se propagó por los cuatro puntos cardinales. Un monje francés escribió su epitafio: “En España, en Valencia, murió el conde Rodrigo con gran duelo de los cristianos y gozo de los enemigos paganos”.
De acuerdo con las arras establecidas en su matrimonio y el diploma concedido por Alfonso VI, ante la carencia de un sucesor varón, a la muerte de su esposo Doña Jimena se convierte en señora de Valencia y de todos los territorios conquistados por el Cid. Una nueva tribulación a añadir a las muchas que ya tiene. Los dominios del Cid estaban sólidamente afincados, pero era necesario encontrar un varón que supiese asumir su dirección y su defensa: Tenía dos hijas solteras y casaderas, por lo que era menester buscarlas marido. (10)
Aunque no se sabe con exactitud la fecha, es más que probable que al año siguiente de la muerte del Campeador, es decir, en el 1100, se produjera la boda de la más joven de sus hijas, María, con el conde de Barcelona Ramón Berenguer III (11). En este matrimonio también estaban presentes importantes razones de Estado, puesto que el conde catalán, que había tenido diversos enfrentamientos con el Cid, en los que siempre resultó derrotado, tenía importantes ansias expansionistas por el Levante; de hecho, en el 1097 había intentado apoderarse de Tortosa y Amposta sin poder lograr sus propósitos. Esta boda, por lo tanto, ponía en sus manos el control de los extensos dominios del Cid. Pero este proyecto político y matrimonial de Doña Jimena fracasó: Del matrimonio nacieron dos hijas, María y Jimena, lo cual invalidaba al conde catalán como heredero, además, Ramón Berenguer tuvo que abandonar urgentemente Valencia, pues los almorávides amenazaban sus condados catalanes.
De nuevo las dificultades acosan a Doña Jimena. Ella es una mujer de carácter, como lo ha demostrado a lo largo de su azarosa existencia, no se arredra ante las dificultades, pero es perfectamente consciente de que para mantener los dominios que le dejó el Cid, su marido, no solamente hace falta valor, es preciso también saber guerrear y conocer las artes de la guerra. Además, el viejo emir Ben Yusuf, al que tantas veces derrotó el Campeador, sabe que ha llegado su oportunidad, y de nuevo envía un poderoso ejército a sitiar Valencia. La única alternativa que la queda es llamar en su ayuda a su primo el rey Alfonso. Con la llegada de Alfonso VI y sus huestes a Valencia los almorávides detienen su ofensiva, pero se quedan a la expectativa. Durante dos meses el rey de Castilla permanece en la ciudad valenciana buscando una solución, que siempre pasa por encontrar un líder que ayude a Doña Jimena a conservar Valencia. Como esto, desgraciadamente, no ocurrió y el rey debía de regresar a su reino, en el mes de mayo del 1102 se decide abandonar la ciudad.
Doña Jimena y Don Alfonso, al frente de sus huestes, que protegen el cadáver embalsamado del Cid Campeador, que tantas veces les había conducido a la victoria, abandonan Valencia, no sin antes haberla incendiado por sus cuatro costados.
Cuando sus cenizas se enfrían, Ben Yusuf y sus hombres entran de nuevo en la ciudad.
Otra vez el destino conduce a Jimena al Monasterio de San Pedro de Cardeña, a donde llega con el cadáver momificado de su marido.
A partir de aquí tampoco se tienen muchas noticias sobre la vida de la viuda del Cid, al que sobrevivió al menos catorce años. Se sabe que en el año 1113 vendió su propiedad de Valdecañas, que formaba parte de la dote recibida en las arras matrimoniales, al abad del Monasterio de Cardeña:
“Es de mi agrado venderos aquella mi heredad de Valdecañas. Está aquella heredad integrada por el Monasterio de San Pelayo Mártir, con sus casas y solares, con tierras y viñas y molinos y prados y todo lo que a él pertenece, en el precio de 500 sueldos de plata”.
Lo cual indica que, mientras estuvo viva, siguió manteniendo una estrecha relación con el monasterio, aunque lo más probable es que viviera en sus propiedades de Burgos.
Todavía, durante estos años de viudedad, tuvo que afrontar Doña Jimena la muerte de María, la más pequeña de sus hijas, a la que casó con el conde catalán Ramón Berenguer III, en un fallido intento por salvar Valencia. Este matrimonio, que apenas duró dos años, pues María murió en el 1105, la proporcionó dos nietas, María y Jimena, que casó en 1107 con el conde Bernat III de Besalú y en el 1117 con Roger III de Foix, conde de Foix. (12).
Cristina, la única hija que la sobrevivió, casó con Ramiro Sánchez de Navarra, conde Monzón, de cuyo matrimonio nació su otro nieto, el futuro rey de Navarra García Ramírez VI, el Restaurador. (13)
La fecha de la muerte de Doña Jimena también ha sido motivo de polémica, aunque, finalmente, se ha impuesto la del 19 de agosto de 1116, según recoge la “Primera Crónica General”.
Doña Jimena fue enterrada, como era de ley, junto a su esposo, Don Rodrigo Díaz de Vivar, aunque su tumba, como si estuviera dominada por el itinerante espíritu del Cid Campeador, tuvo, a lo largo de los siglos, un incesante ir y venir de un sitio para otro. A Alfonso X el Sabio, uno de sus descendientes, en una de sus visitas al monasterio no le gustó su ubicación, por lo que la hizo colocar a la izquierda del altar mayor; siglos más tarde, en 1447, unas reformas obligaron a trasladarla a la sacristía, hasta 1541, en que retornó al lado del Evangelio. En el primer tercio del siglo XVIII se levantó una capilla en honor del abad San Sisebuto, el que diera cobijo en el monasterio a Doña Jimena y sus hijas cuando el Cid sufrió su primer destierro, y en esta capilla se añadió un panteón para que acogiera los restos de los esposos; aquí reposaron hasta que las tropas francesas invadieron Burgos en el año 1809 y saquearon todo lo que se les puso por delante, sin que se salvara el Monasterio de San Pedro Cardeña. En 1826 los restos de la pareja volvían a su anterior ubicación en el monasterio, pero en 1842 la desamortización decretada por el regente Espartero dejó a las órdenes religiosos en una precaria situación económica, lo que obligó al Ayuntamiento de Burgos a trasladar la tumba a la Casa Consistorial, donde permaneció hasta el año 1921, en que, de forma definitiva, al menos hasta la fecha, los restos de Doña Jimena y el Cid fueron depositados bajo una enorme pero sencilla losa de mármol, en el crucero central de la catedral de Burgos.
Aquí acaba la azarosa odisea que fue la historia de un héroe legendario, el Cid, y su fiel y abnegada esposa, Doña Jimena.
NOTAS:
(1) María Teresa León, muy ligada a la ciudad de Burgos donde dio sus primeros pasos literarios, escribió “Doña Jimena Díaz de Vivar, gran señora de todos los deberes”, una magnífica biografía novelada de la esposa del Cid. (Editorial Losada, Buenos Aires, 1960).
(2) Fray Prudencio de Sandoval se basa en el manuscrito del siglo XIV “De las Mocedades de Rodrigo”. Menéndez Pidal, por su parte, afirma que tan sólo se trata de una leyenda de juglares.
(3) El título de Campidoctori o Campeador conllevaba también autoridad jurídica para intervenir en nombre del monarca en determinados procesos y querellas.
(4) La Carta de Arras Matrimoniales del Cid y Doña Jimena se conserva en el Museo de la Catedral de Burgos.
(5) En la capilla del Corpus Christi de la catedral de Burgos se exhibe un arcón medieval que, desde hace siglos, forma parte de la leyenda cidiana, según la cual se trata de uno de los dos cofres llenos de piedras y arena que el Cid entregó a los judíos Raquel y Vita como garantía de un préstamo de 600 marcos.
(6) En el año en que el Cid sufrió su primer destierro el abad de Cardeña se llamaba Sisebuto, no Sancho como dice el “Cantar”. Murió en 1086, siendo enseguida objeto de veneración por parte del pueblo. El Papa Pío VI lo canonizó en 1736.
(7) Francisco de Berganza: “Antiguedades de España”
(8) La batalla de Cuarte tuvo lugar el 21 de octubre de 1094, en ella el Cid, con un ejército de unos 7.000 hombres, puso en desbandada al ejército almorávide, integrado por más de 10.000, al mando del emir Yusuf-Ibn Tasufir, que habían puesto sitio a la ciudad de Valencia.
(9) Desde 1997 en Consuegra se conmemora cada 15 de agosto el recuerdo de la heroica muerte del hijo del Cid.
(10) El matrimonio de las hijas del Cid, Doña Elvira y Doña Sol con los infantes de Carrión, Don Fernando y Don Gonzalo, así como la consiguiente afrenta de Corpes, que tanta literatura han provocado, está plenamente demostrado que son pura fantasía del autor o los autores del “Cantar”, por esa razón no se ha considerado oportuno incluirlo en el presente trabajo.
(11) Ramón Berenguer III, el Grande, era hijo de Ramón Berenguer II, Cabeza de Estopa, asesinado por su hermano Berenguer Ramón II, el Fraticida, que fue desterrado a Tierra Santa, siendo ocupada la silla condal por su sobrino.
(12) De su matrimonio con el conde de Besalú tuvo una hija, Berenguera de Barcelona, que en el año 1125 casó con el rey Alfonso VII de Castilla.
(13) La nieta de Cristina, Blanca de Navarra, casó en 1150 con Sancho III el Deseado, rey de Castilla.
Paco Blanco, Barcelona, junio 2012
