HEREJES BURGALESES (Parte IV) -Por Francisco Blanco-

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Al año siguiente de la muerte del agustino Martín Lutero, ocurrida en el año 1546, el duque de Alba propuso al emperador Carlos V desenterrar sus restos y quemarlos públicamente. El emperador se negó a la petición del duque, pero es muy posible que en más de una ocasión se arrepintiera de aquella decisión, a la vista de los pasados, presentes y futuros quebraderos de cabeza que le proporcionaron los protestantes luteranos, de los que decía: “Hay que guardarse de ellos y de sus malas artes, ni siquiera hay que escucharles, porque pueden hacer crecer en tu cabeza la sombra de la duda”. Lo que lleva a la conclusión de que, en algún momento de sus relaciones con los reformistas luteranos, sus doctrinas habían creado dudas en la  mente del emperador sobre su validez.

Tal vez uno de estos reformistas, capaces de hacer dudar al emperador Carlos, fue el burgalés Francisco San Román, que hasta por tres veces consecutivas se presentó ante él, poniendo todo su entusiasmo en inculcarle sus ideas.

Francisco San Román había nacido en Burgos, entre 1510 y 1515, en el seno de una familia de mercaderes acomodados de origen converso, cuyos miembros andaban repartidos por diversas ciudades de los Países Bajos, como Amberes, Bruselas, Lovaina o Brujas. Su educación, sin embargo, no había sido tan exquisita como, por ejemplo, la de su paisano y tocayo, Francisco de Enzinas, un poco más joven, con el que había compartido juegos infantiles.

Se había limitado, como en la mayoría de los jóvenes de su mismo status social, a aprender algunos rudimentos de gramática y aritmética, alguna noción de la religión católica, que incluía la asistencia a misa los días de guardar, confesar y comulgar una vez al año, recitar sus oraciones cuando la ocasión lo requiriese, comprar bulas e indulgencias para suavizar el rigor de la Cuaresma, los ayunos y las abstinencias y poca cosa más. Naturalmente, una vez iniciado en su profesión de comerciante, sus horizontes se fueron ampliando a medida que fue visitando nuevos países y conociendo nuevas gentes.

En 1540 San Román viajó a la ciudad alemana de Bremen, perteneciente a la Liga de la Hansa (1), para cerrar una importante operación comercial. Mientras se iban desarrollando las consiguientes transacciones a  San Román, hombre inquieto y curioso, le entraron ganas de ver cómo eran en realidad los templos protestantes y las doctrinas que predicaban los seguidores de aquel fraile agustino, Martín Lutero, del que tanto se hablaba en Flandes. Es de suponer que fue el Destino quien  le llevase a entrar en una iglesia de Bremen en la qué, precisamente en aquel momento, estaba predicando otro agustino, fray Jacobus Spreng, que había sido prior de los agustinos de Amberes, pero que acabó pasándose a las filas luteranas.

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A pesar de que San Román no dominaba la lengua alemana como para entender en toda su profundidad el contenido del sermón que estaba pronunciando el maestro Jacobus, las palabras de aquel predicador causaron tal impresión en el burgalés que, sin pensárselo dos veces, cual otro San Pablo, decidió abandonar todas sus actividades comerciales y dedicarse exclusivamente a comprender aquel mensaje reformista, que estaba dividiendo la Iglesia y que tan ferozmente era perseguido por la Inquisición en su país.

El entusiasmo de Francisco le convirtió en un discípulo inseparable del maestro Jacobus, como era conocido en los círculos protestantes, quién lo llevó a su propia casa con intención de catequizarle e iniciarle en la nueva doctrina.

Tal como le sucediera a Pablo de Tarso tras su caída del caballo, a San Román se le despertaron, al tiempo que un ansia ilimitada de saber, un celo evangelizador y propagandístico de sus nuevas creencias tan entusiasta, que se dedicó en cuerpo y alma a estudiar las Sagradas Escrituras, los sermones de su maestro, que aprendía de memoria, a profundizar en el conocimiento de las lenguas francesa y alemana para poder escribir sus propios sermones, llegando incluso a escribir un catecismo en castellano, que se propuso difundir entre sus amistades de Flandes y de España.

Entabló también una abundante correspondencia con sus amigos de Amberes, a los que explicaba detalladamente la experiencia espiritual que había cambiado su vida tan radicalmente, exhortándoles a que la compartieran con él. Tanta vehemencia y tanto entusiasmo llegaron a alarmar a su maestro Jacobus, que le recomendó moderación y, sobre todo, prudencia, pues sabía como se las gastaban sus numerosos enemigos y especialmente la Inquisición española. Incluso su amigo y paisano Francisco de Enzinas, con el que mantenía correspondencia y por entones se encontraba en Amberes, contestó a sus cartas advirtiéndole del peligro que corría actuando tan imprudentemente.

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Pero todo resultó inútil. Francisco estaba dispuesto a llevar adelante su empresa evangelizadora costara lo que costara, para lo cual decidió trasladarse a Flandes. Naturalmente en cuanto llegó a Amberes fue detenido y entregado a los frailes dominicos, que actuaban de inquisidores, para que éstos decidieran si se trataba o no de un hereje peligroso. En su equipaje le fueron hallados numerosos libros en alemán y en latín, escritos por Lutero, Melanchton y su propio maestro Spreng, lo que no era, precisamente, una buena carta de recomendación.

Durante ocho largos meses los dominicos sometieron al burgalés a interminables interrogatorios en los que le apremiaban a que confesase sus culpas y se retractara de sus errores. La actitud estoica y resignada de San Román, que manifestaba humildemente: “No temo morir por mi Señor, ¿qué derechos tenéis sobre mí? ¿qué otra cosa podéis quemar sino este pecador y miserable cuerpo?”, les dejaba desarmados y con la duda de si habían detenido a un hereje o a un pobre iluso.   

Finalmente, en el 1541, después de hacerle prometer que, en lo sucesivo, sería más moderado en sus manifestaciones, le dejaron en libertad.

San Román, al recuperar la libertad, se apresuró a abandonar Amberes, aplicándose aquel famoso principio evangélico: “Donde no seáis bien recibidos, salid y sacudid el polvo de vuestras sandalias”. Encaminó sus pasos hacia Lovaina, donde residía su paisano y amigo Francisco de Enzinas, que por entonces ya era un reformista convencido, pero que actuaba de forma mucho más mesurada, volviéndole a recomendar prudencia y discreción. Pero el espíritu inquieto de San Román y aquella pasión reformista que le dominaba no estaban para atender los consejos de su docto amigo.

Al poco tiempo se dirigió a Ratisbona, donde por aquellas fechas, a instancias del propio emperador,  se estaba celebrando la Dieta, una reunión de irenistas en un desesperado intento por buscar posturas conciliadoras entre católicos y protestantes. En su cabeza llevaba un proyecto del que no había hablado a nadie, pero que estaba seguro podía significar el triunfo de la Reforma: Se trataba de convertir nada menos que al propio Carlos V. Había que convencerle de que los verdaderos caminos de la religión y la fe se encontraban en las doctrinas de la Reforma. Convencido el emperador, todo lo demás sería cómo coser y cantar.

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Hasta tres veces consiguió San Román que el césar le concediera audiencia y por tres veces se postró el burgalés ante él, tratando de demostrarle que la verdadera religión era la que predicaban los protestantes, arengándole a que la abrazara y la impusiera en todos sus dominios.

Finalmente, el dictamen del emperador fue que fuese detenido y conducido a España para que el Santo Oficio le abriera un proceso por hereje.

Arrojado a un carro de bueyes, encadenado a otros prisioneros, Francisco San Román atravesó toda Europa, camino de Valladolid, donde se iba a consumar su trágico destino. Su paisano Francisco de Enzinas nos habla de la entereza de ánimo que demostró San Román durante el viaje: “¿Ves estas cadenas de hierro? Estas cadenas, estos hierros, esta ignominiosa cautividad que padezco por la gloria de Nuestro Señor Jesucristo ahora, me reportarán un triunfo mucho más honroso en presencia de Dios que lo que nunca viste y que la pompa regia en la corte del emperador”. 

Precisamente, el emperador Carlos, junto con su séquito, hicieron también el mismo camino, para luchar esta vez contra los turcos.

Ambas comitivas, la del emperador y la del hereje, llegaron a Valladolid por los primeros días de enero de 1542. El frío en la capital castellana era glacial y el ambiente contra los presos extremadamente hostil. Francisco San Román fue encarcelado, al tiempo que se le abría proceso por sospechoso de luteranismo.

Entre los que asesoraron al Tribunal que debía valorar la gravedad de la herejía que padecía San Román, se encontraba el dominico Fray Bartolomé de Carranza, por entonces profesor de teología en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, que había trabajado durante varios años como Consejero de Estado al lado de Carlos V, al que había acompañado a Flandes en más de una ocasión y contaba con amplia experiencia como miembro de los tribunales del Santo Oficio (2). Por aquella época el cargo de Inquisidor General en España lo ocupaba el cardenal zamorano Juan Pardo de Tavera.

Alguna corriente de afinidad sensitiva se estableció entre el dominico y el luterano burgalés, pues ambos mantuvieron a solas  largas conversaciones de contenido teológico, durante aquel largo y frío invierno vallisoletano. San Román se quejaba a Carranza de aquel injusto trato que estaba recibiendo tan sólo por defender el verdadero Evangelio, al tiempo que acusaba a la alta curia romana y a los frailes españoles de corrupción y conductas impías y, por consiguiente, poco cristianas. Su juicio sobre la Inquisición española, según escribió en sus Memorias Francisco de Enzinas, fue el siguiente: “Dijo que España se había de perder por la Inquisición e por estos administradores de la fe, deciendo que cosa es la Inquisición y quien la ordenó. Por ella se han de levantar los pueblos contra la injusticia, porque no hacían sino quitarles las haciendas e echarles un sanbenito sin tener culpa. E que Su Majestad tenía cargo de muchas personas que eran muertas por estas cosas, las cuales merecían ser canonizadas por sanctos, tan bien como otros que son tenidos por sanctos e que habían muerto mártires”.

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Como se puede apreciar, San Román, en lugar de defenderse, se dedicó a no dejar títere con cabeza. Para Carranza, aquel hombre que tenía enfrente le hablaba con el corazón en la mano, expresando de forma apasionadamente sincera su amor a Cristo y su supremo anhelo de vivir en la fe, pero era evidente que partía de posturas equivocadas, especialmente en las que se referían al Papa y a la Iglesia. No le quedaba otra alternativa que tratar de persuadirle de que volviera a encaminar sus pasos por los caminos de la ortodoxia religiosa, que marcaba la Iglesia de Roma, con el Sumo Pontífice a la cabeza, como guía infalible.

Pero todo fue inútil, San Román, firme en sus creencias, no retrocedió ni un ápice, manteniéndose inquebrantable ante sus jueces. Todos los miembros del Tribunal, incluido el propio Carranza, votaron a favor de que el preso fuera “relajado”, es decir entregado a la justicia secular para que ésta procediera a quemarle en la hoguera.

Sobre esta actitud de San Román ante sus jueces, Francisco de Enzinas escribe lo siguiente en sus Memorias: “La conducta de Francisco de San Román demuestra una exaltación parecida a la locura”. (3)

El auto de fe se llevó a cabo en la Plaza Mayor de Valladolid el 23 de abril de 1542. En la ciudad castellana ya no hacía frío, la primavera se había aposentado y los días eran largos, luminosos y templados. Un gentío numeroso y exaltado acudió a contemplar el cruel espectáculo. El dominico Fray Bartolomé de Carranza pronunció un elocuente sermón, condenando los errores que cometían los herejes, que amenazaban con alterar el secular orden establecido, que todos los buenos cristianos debían acatar, para mayor gloria de Dios y de la Iglesia. Mientras la multitud gritaba y se enardecía contra el reo, San Román escuchaba en silencio, con la cabeza erguida y un chispazo de amarga ironía en su mirada, y sin mostrar ninguna alteración cuando se le leyó la sentencia que le condenaba a ser quemado vivo.

Una vez conducido al quemadero y subido a la pira, un gesto del burgalés fue interpretado como una petición de clemencia, pero cuando los frailes que le conducían intentaron retirarle para que hiciese una confesión pública de su culpa, éste les increpó gritando furioso: “¿Qué intenta ahora esa malicia vuestra que no cesa? ¿Por qué me negáis mi mayor ventura? ¿Por qué me apartáis de mi verdadera gloria?”.

El epílogo de este Auto de Fe al parecer lo escribieron algunos miembros de la guardia del emperador, encargados de mantener el orden, que sentían alguna afinidad con las nuevas doctrinas por las que Francisco San Román había ardido en la hoguera, y que se dedicaron a recoger huesos y cenizas del ajusticiado, como si fueran las reliquias de un nuevo santo. También parece cierto que el embajador inglés pagó 300 escudos por un hueso de la cabeza del burgalés.  

NOTAS 

(1)  La Liga Hanseática ó Hansa era una Federación de ciudades comerciantes del Norte de Europa, a la que Burgos estaba agregada.

(2)  Carranza participó poco después en el Concilio de Trento, del que fue figura destacada. Después llegó a ser Arzobispo de Toledo e Inquisidor General. La Inquisición se sometió a un largo proceso entre 1559 y 1567, del que salió finalmente absuelto por el papa Gregorio XIII poco antes de su muerte.

(3)  Las “Memorias” de Francisco de Enzinas fueron publicadas por el impresor protestante belga Campán. 

Paco Blanco, Barcelona, diciembre de 2012

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-Este texto está relacionado con HEREJES BURGALESES  I II y III