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LOS LARA Y LOS VELAZQUEZ, UN DRAMA FAMILIAR El romance de los siete infantes de Lara, o de Salas, como también se les conoce, es en realidad la historia de una tragedia familiar que arranca con el acontecimiento festivo de unas bodas de alto rango, que iban a emparentar a dos de las más poderosas familias burgalesas en tiempos del conde García Fernández, “El de las Manos Blancas”. Los esponsales se celebraron en la ciudad de Burgos, entre grandes pompas y festejos. Numerosos caballeros de ambas estirpes y otros muchos nobles de los distintos reinos compitieron por demostrar su destreza como jinetes y su habilidad en el lanzamiento del bohordo.
Pero, en ocasiones, por aquello del orgullo o del honor herido, del ardor del juego se pasa a la pasión de la disputa y surge la tragedia “Concertadas son las bodas, ¡ay, Dios, en hora menguada!, a doña Lambra, la linda con don Rodrigo de Lara. En bodas y tornabodas se pasan siete semanas; las bodas fueron muy buenas y las tornabodas malas; las bodas fueron en Burgos, las tornabodas en Salas” Don Ruy Velázquez (o Blázquez), señor de Vilviestre, villa burgalesa perteneciente al Alfoz de Lara, fue un valiente caballero que acompañó a su señor, el conde de Castilla García Fernández, en varios de sus frecuentes enfrentamientos con el caudillo árabe Almanzor.
El mismo romance nos habla de sus hazañas por los campos de Calatrava, aunque, a decir verdad, las exagera un poco: “Ay, Dios, que buen caballero fue allí Rodrigo de Lara, que mató cinco mil moros con trescientos que llevaba” Tal vez como recompensa por los servicios prestados, don Ruy solicita al conde la mano de su bella prima, doña Lambra Sánchez, señora de Barbadillo, y, naturalmente, el conde no se la puede negar, de modo que se concertó el casamiento y se empezaron a organizar los festejos de unas bodas que estaban predestinadas a ser sonadas. Don Ruy Velázquez era cuñado de don Gonzalo Gustios, señor de Salas, casado con su hermana doña Sancha, tío, por consiguiente, de los siete infantes de Salas, que también habían demostrado su valor cabalgando junto al conde en alguna de sus empresas guerreras.
En la ciudad de Burgos, donde va a realizarse el matrimonio, todo es bullicio y animación. De Navarra, de León y de Castilla llegan numerosos invitados de noble linaje, que abarrotan las posadas y llenan las calles de animación. Sólo faltan los siete infantes: “¡Hélos, hélos por do vienen, por aquella vega llana! Ya cabalgan los infantes y se van a sus posadas; hallaron las mesas puestas, mucha vianda aparejada; después que hubieron comido, siéntanse a jugar las tablas” Por toda la ciudad, incluidas las dos orillas del río Arlanzón, se celebraban numerosos juegos y lizas entre caballeros que se esfuerzan en despertar la atención de las damas mostrando sus habilidades y su fuerza. De entre todos ellos hay uno que destaca sobremanera, se trata del caballero de la Bureba, don Alvar Sánchez, primo de la desposada y también del conde don García, quien sin el menor recato presume de su superioridad, con gran alegría por parte de su prima doña Lambra: “Amad, señoras, cada cual como es amada! que más vale un caballero de Bureba la preciada que no siete ni setenta de los de la flor de Lara”.
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Ante semejante provocación, doña Sancha, hermana del novio y madre de los infantes, le recrimina sus ofensivas palabras: “Calléis, Alambra, calléis, no digáis tales palabras, porque aun hoy os desposaron con don Rodrigo de Lara”. Pero doña Lambra no se calla y sigue hostigando verbalmente a su nueva cuñada en presencia de numerosos invitados, que contemplan con ojos incrédulos el familiar altercado. Entre los presentes se encuentra don Nuño Salido, anciano preceptor de los siete infantes, que también se siente ofendido por las palabras de doña Lambra, y decide ir a buscarlos y ponerlos en antecedentes. Don Gonzalo, el más joven de los siete, pero también el de sangre más caliente, es el primero que encuentra y al enterarse de lo acaecido y de las palabras de su tía política, monta en su caballo y lanza en ristre se encamina al lugar de la liza, en busca de don Alvaro.
Ambos caballeros se desafían, se insultan y acaban arremetiéndose, pero el de Lara, más joven y vigoroso, derriba al de la Bureba, que cae muerto a los pies de su caballo. El vencedor se pavonea delante de doña Lambra: “Amad, amad, damas ruines, cada cual como es amada, que más vale un caballero de los de la flor de Lara que cuarenta ni cincuenta de Bureba la preciada” La sangre de uno de los más ilustres invitados, casi derramada sobre el blanco vestido de la novia, desencadena la tragedia. Hace su aparición don Ruy, que ataca furioso a su sobrino, causándole varias heridas que lo dejan malparado.
La llegada del conde, acompañado de don Gonzalo Gustios, impone su autoridad, devolviendo una cierta tranquilidad a los exaltados ánimos, pero la violencia se ha desencadenado, y no parará hasta su fatal desenlace. Las “tornabodas” se habían de celebrar entre Barbadillo y Salas, pero otro trágico incidente entre tía y sobrinos lo impedirá. Doña Lambra, que seguía resentida por la muerte de su primo, instigó a uno de sus criados a que, a modo de amenaza, lanzara un cohombro lleno de la sangre de uno de los cerdos sacrificados para la fiesta, sobre la cabeza de don Gonzalo. El criado cumplió la orden y se fue a refugiar bajo el brial de su señora, pero los infantes se tomaron la ofensa muy a pecho, y desenfundando sus espadas fuéronse a una hacia el agresor y sacándole de entre las faldas de su dueña, le dieron de cuchilladas hasta dejarle muerto a sus pies.
Doña Lambra se queja amargamente de este hecho ante su marido, clamándole venganza: “Yo me estaba en Barbadillo, en esa mi heredad; mal me quieren en Castilla los que me habían de guardar; los hijos de doña Sancha mal amenazado me han que me cortarían las faldas por vergonzoso lugar y cebarían sus halcones dentro de mi plomar y me forzarían mis damas, casadas y por casar; matáronme un cocinero so faldas de mi brial. Si d’esto no me vengáis yo mora me he de tornar” Don Ruy Velázquez, después de escuchar la nueva hazaña de sus sobrinos, promete venganza a su mujer: “De los infantes de Lara bien os pìenso de vengar; tela les tengo ya urdida, presto se la he de tramar; nacidos y por nacer dello por siempre hablarán”. No se sabe con certeza el tiempo que transcurrió desde que el señor de Vilviestre proclamara sus deseos de vengarse de sus sobrinos, pero lo cierto es que cumplió su palabra con largueza y crueldad.
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Por aquellos tiempos los campos de Castilla sufrían numerosas incursiones de las huestes de Almanzor en busca de presas y de botín; si conseguían algún prisionero notable lo canjeaban por joyas y monedas, o por otros prisioneros árabes; pero también las intrigas políticas, los engaños y las insidias eran utilizadas con gran astucia por Almanzor, que se confabuló con don Ruy Velázquez para que éste pudiera consumar su venganza sobre los Lara y, de esta forma, menguar las fuerzas de su verdadero enemigo, el conde García Fernández, “El de las Manos Blancas”. Don Gonzalo Gustioz, señor de Salas, fue enviado por su cuñado a Córdoba portando una secreta misiva para el caudillo árabe, pero en cuanto estuvo en su presencia éste le tomó prisionero, aunque, eso sí, le consideró como una presa de gran valor. En tanto le consideraría que, para paliar los rigores de su prisión, o para mantener el engaño, le cedió a su propia hermana Arlaj como concubina. Don Ruy Velázquez aprovechó esta circunstancia para engañar a sus sobrinos y llevarlos a una trampa mortal, en la que éstos cayeron a pesar de la desconfianza de su ayo Nuño Salido, que sospechaba de las intenciones de don Ruy: “En los campos de Arabiana murió gran caballería, por traición de Ruy Velázquez y de doña Lambra envidia. Murieron los siete infantes, Que eran la flor de Castilla; Sus cabezas lleva el moro En polvo y sangre teñidas”.
El moro Alicante se presenta en la corte de Córdoba llevando como trofeo las cabezas de los siete infantes, más la de su ayo Nuño Salido. Almanzor ordena colocar las cabezas sobre una tarima y manda llamar a su presencia a don Gonzalo Gustios. Este, al contemplar las ensangrentadas cabezas de sus siete hijos, entona un largo y angustiado lamento, tomándolas en sus manos una por una, comenzando por la de su preceptor, el anciano Nuño Salido y continuando con la de Diego González, el primogénito; Martín González, el segundo; Suero González, el tercero; Fernando González, el cuarto; Rodrigo González, el quinto; Gustios González, el sexto y, finalmente, la de Gonzalo González, el benjamín y más querido: “¡Hijo Gonzalo González, los ojos de doña Sancha! ¡Qué nuevas irán a ella, que a vos más que a todos ama! ¡Tan apuesto de persona, decidor bueno entre damas, repartidor de su haber, aventajado en la lanza! ¡Mejor fuera la mi muerte que ver tan triste jornada!. Almanzor, no se sabe si por haber quedado satisfecho del resultado de su confabulación con don Ruy, o movido por la piedad que el dolor de don Gonzalo provocaba, mandó ponerle en libertad, emprendiendo éste el regreso a Salas, llevando como macabro equipaje las cabezas de sus hijos. (Según algunas crónicas éstas fueron enterradas en la iglesia de Santa María de Salas, en la que durante algún tiempo se exhibieron siete cráneos atribuidos a los infantes. Sus cuerpos, también según algunos cronistas, reposan en siete sarcófagos que se encuentran en el monasterio riojano de San Millán de Suso).
Otra laguna, de no se sabe cuanto tiempo, separa la decapitación de los infantes de la aparición en escena de su vengador, su hermano bastardo Mudarra González, fruto de los amores de su padre con la hermana de Almanzor, mientras fue su prisionero o su huésped. Lo cierto es que Mudarra, reconocido por don Gonzalo y adoptado por su mujer doña Sancha, se erige en vengador de sus hermanastros y proclama a los cuatro vientos que matará a don Ruy Velázquez allá donde lo hallare. Tampoco se sabe cuanto tiempo se tomó el Destino en propiciar el encuentro entre ambos personajes, y que estos se identificasen, pues nunca se habían visto personalmente. El hecho ocurrió en los pinares de Vilviestre, mientras don Ruy andaba de cacería: “A cazar va don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara. Con la gran siesta que hace arrimado se ha a una haya” Mientras disfrutaba de su siesta bajo la sombra de un haya, aunque lo más probable es que fuera un pino, por ser Vilviestre zona de frondosos pinares, aparece Mudarra por el paraje y entablando conversación, ambos se presentan mutuamente: “A mí dicen don Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, cuñado de Gonzalo Gustios y hermano de doña Sancha; por sobrinos me los hube los siete infantes de Lara. Si a ti te dicen Rodrigo y aun don Rodrigo de Lara, a mí Mudarra González, hijo de la renegada, de Gonzalo Gustios hijo y anado de doña Sancha; por hermano mes lo hube los siete infantes de Lara.
Tú los vendistes, traidor, en el val de Araviana; mas, si Dios a mí me ayuda, aquí dejarás el alma”. Unas crónicas cuentan que al conocer Mudarra al asesino de sus hermanos, allí mismo, tumbado sobre la hierba, le atravesó numerosas veces con su espada hasta dejarle muerto, empapado en su sangre. También cuentan que el lugar donde cayó sin vida don Ruy fue apedreado por los castellanos, que arrojaron más de diez carros de piedras y, durante mucho tiempo, los que pasaban por delante de la gran pedrera lanzaban otra al tiempo que murmuraban un anatema: “¡Mal siglo haya el alma del traidor! ¡Amén!”. Otras, pues las hay para todos los gustos, aseguran que Mudarra tomó preso a don Ruy y le llevó hasta Salas, a presencia de su hermana, doña Sancha, para que ésta fuera la juez de su suerte. Ésta decide que su hermano sea lanceado y despedazado, como los muñecos que se utilizaban en las justas caballerescas.
También afirman que Mudarra, el “Vengador”, remató la faena exterminando a todos los partidarios de don Ruy, con la ayuda de 200 jinetes que le prestó su tío Almanzor, y luego pegó fuego al palacio de doña Lambra, que se encontraba dentro y fue devorada por las llamas. Nota final: Sobre el “Romance de los siete infantes de Salas”, existen al menos tres versiones diferentes, que han utilizado como fuente principal las “Crónicas Generales de España”, todos los textos que figuran en cursiva proceden de alguna de ellas. Sobre Mudarra, el romántico Duque de Rivas escribió un drama en verso titulado “El moro expósito”. Para los aficionados al tema existe una numerosa bibliografía.
Paco Blanco, Barcelona, diciembre 2009
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